Límite del condado de Stebbins
El teniente coronel Macklin Dietrich se giró hacia sus oficiales de confianza.
—Concededme un minuto.
Los dos jóvenes oficiales lo saludaron y salieron fuera, bajo la lluvia. Dietrich se quitó los auriculares en cuanto cerraron la puerta.
—Estoy solo, señor —dijo entonces.
El general de división Simeon Zetter parecía cansado.
—Acabo de hablar por teléfono con el presidente del gobierno, Mack. Se trata de un asunto feo. Nos han llamado para evitar que se convierta en un desastre completo.
—A mí me parece que es un desastre ya desde el principio.
Zetter y Dietrich eran viejos amigos. Habían luchado juntos en tres guerras. Ambos habían sido trasladados del Ejército regular a la Guardia Nacional y ascendidos en su carrera militar, y los dos se habían tomado muy en serio la orden de mejorar el nivel profesional de la Guardia de Pensilvania hasta dejarla lista para el combate. Y eso era lo que habían hecho, a pesar de que el equipo y las armas eran en su mayor parte una porquería de segunda mano, heredada de las tropas que habían luchado en Iraq. Toda la línea de camiones de transporte de tropa de dos toneladas y media cada vehículo era antigua, y ni uno solo de los helicópteros habría superado una inspección de vuelo civil. No obstante, la tropa era de primerísima categoría y, sin duda, cada uno de los soldados haría falta en la tarea que se les había encomendado. No solo eran fuertes desde el punto de vista físico, sino también a nivel emocional y psíquico.
—Mis equipos están en posición —dijo Dietrich.
—Vas a tener que mantener un control estricto sobre tus hombres, Mack.
Dietrich miró a través del parabrisas cubierto a medias por la nieve. Los sargentos iban sacando los trajes blancos de protección contra materiales peligrosos de la parte trasera de un par de camiones. Otros suboficiales se paseaban entre la tropa, supervisando el proceso de transformación de mil soldados vestidos con el uniforme de batalla de camuflaje en un grupo de extras de una película de ciencia ficción de alto presupuesto. Lo mínimo que podía decirse de los trajes de protección contra materiales peligrosos era que tenían un aspecto amenazador, pero cuando quienes lo vestían portaban además un M16 y llevaban granadas colgando del cinturón como si se trataran de cascabeles, entonces la escena era surrealista.
—Son soldados profesionales —añadió Dietrich—. Harán su trabajo.
—No te lo tomes a broma. Esto no forma parte de su trabajo. Ninguno de ellos ingresó en el Ejército para enfrentarse a algo como esto.
—Bueno, demonios, Simeon… ninguno de nosotros ingresó para esto.
Zetter bufó.
—Y esto te va a encantar: el gobernador quiere garantías de que podemos acordonar y mantener un perímetro de seguridad que rodee todo el condado de Stebbins.
—¿Con una tropa de mil hombres? —rió Dietrich—. ¿Y con un huracán encima?
—Ya se lo he dicho. Me ha autorizado para que retire a todos los hombres que haga falta de la tarea de control de inundaciones y los destine a esta otra misión.
Dietrich se quedó en silencio por un momento antes de decir:
—Eso supondría emplear en la misión también a los hombres casados.
—Lo sé.
—La prensa está al tanto de nuestros movimientos, Simeon. Querrán saber a qué se deben.
—Ya se lo he dicho al gobernador. Su gente nos está preparando una historia y una declaración pública. Algo sobre un brote viral de un tipo y origen desconocido. Se trata de una táctica evasiva hasta que se inventen otro montón de mentiras más verosímil.
Dietrich soltó un bufido amargo.
—Y, Mack —continuó Zetter—, el gobernador va a sacar de allí a la policía estatal y va a dejar todo el asunto enteramente en nuestras manos. Ya les ha ordenado que se retiren de inmediato.
—Pero no nos vendrían mal unos cuantos hombres más sobre el terreno…
—No para esto —lo interrumpió Zetter con cansancio—. Muchos de los policías son chicos de allí. Conocen a gente en el condado.
—¡Ah! —exclamó Dietrich, que seguía observando el proceso de transformación de su tropa en hombres del espacio—. Y vamos a ver, ¿cómo quieren que planteemos el asunto? Dadas las circunstancias, hasta la mera contención de la población en el condado resulta problemática y…
—Mack —volvió a interrumpirlo Zetter con una nota de profunda tristeza en la voz—, nos han autorizado a disparar. Nadie debe cruzar los límites de la zona Q de cuarentena. Sin excepciones.
Mack Dietrich cerró los ojos. Sabía desde el principio que esa era una posibilidad, pero le resultaba absurdo aplicarla en suelo americano. Obsceno.
—¡Dios todopoderoso!