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Urbanización «Puertas Verdes», números 55 y siguientes

Un silencio mortal se impuso en el cuarto de estar de la casa de Volker. Trout y Cabra se quedaron mirando al viejo médico mientras las motas de polvo vagaban por el aire igual que planetas diminutos.

—Vale —dijo Trout lo más sensatamente que pudo—, ¿y por qué quieres suicidarte?

—¿Querer? —repitió el doctor—. No quiero morir. Preferiría vivir el resto de mis días en algún lugar tranquilo en el que pudiera pescar por las tardes y escuchar a Wagner por las noches. Pero como reza el dicho, «ese barco ya ha partido» —explicó el médico con una sonrisa. Tenía una dentadura desastrosa para ser un médico—. Sin embargo… no me importa pasarme el resto de la vida en prisión.

Trout se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Y por qué ibas a ir a prisión?

En lugar de responder, Volker dijo:

—Además es necesario que quede constancia de esto. Para… para después.

—¿Después de qué?

—Si es que hay un después —añadió Volker.

Lo dijo más para sí mismo que para Trout, pero las palabras quedaron suspendidas en el aire.

—Vale, doctor —continuó Trout—, si lo que pretendes es conseguir el primer premio a la oratoria críptica, ya lo tienes.

Los labios del médico no mostraron ni el menor rastro de sonrisa o humor. No obstante sí asintió.

—Muy bien. Aunque supongo que tengo que contaros algo de mi vida para que comprendáis el contexto en el que se sitúa lo que tengo que deciros.

El doctor Volker dio un sorbo al café y continuó:

—No soy un buen hombre. No merezco compasión. He hecho muchas cosas cuestionables en mi vida y no tengo excusa para ninguna de ellas. Lo único que puedo hacer es daros mis razones.

Trout acercó la grabadora unos centímetros. Un gesto neutro con solo una pequeña connotación de «date prisa, joder».

—Jamás quise ser médico de prisión. Fue una consecuencia colateral. Odio a los criminales, y en especial guardo un odio visceral a cierto tipo de criminales. A los asesinos en serie. Sobre todo a aquellos que hostigan a las familias. Tuve una… una relación especial con ese tipo de personas. Mi hermana y sus dos hijos fueron… fueron el blanco de esa clase de gente. Fue en Berlín Este, hace años. Durante la Guerra Fría. Vuestros servicios secretos se centraban en los temas políticos, pero había otras historias, otro tipo de… horrores. La naturaleza restrictiva y opresiva de la vida bajo el gobierno de la Unión Soviética sacaba lo peor de las personas. Por supuesto la paranoia era general, pero también lo eran el odio, la sospecha, la brutalidad, la falta de sentimientos, la avaricia y cierto tipo de ira, alimentada por un resentimiento tan profundo, que alcanzaba el corazón y la identidad de cada una de las personas que vivían bajo ese régimen.

»Mucha gente, incluso aquella que parece haber llevado una vida normal a partir de la caída del muro, albergaba los frutos de esos sentimientos. Todavía hoy la incidencia del maltrato en la relación conyugal, del abuso infantil o de la desviación sexual, es alarmantemente alta. Pero por aquel entonces… por aquel entonces, cuando los crímenes se cometían al por mayor y no se confesaban jamás al mundo exterior… por aquel entonces se criaban monstruos. Muchos monstruos.

»Aquí, en los Estados Unidos, montáis todo un espectáculo de masas alrededor de los criminales en serie. Se convierten en celebridades. Consiguen contratos para escribir libros. Incluso hay gente que colecciona sus objetos personales. Murderabilia llaman a ese coleccionismo. En las películas se presenta a esos monstruos como a personas atractivas y carismáticas. Como Hannibal Lecter.

El médico sacudió la cabeza con disgusto y prosiguió:

—En la Alemania del Este, cuando cogían a un criminal en serie, desaparecía de la faz de la tierra para siempre. A veces quien se dedicaba a dar caza al monstruo y hacer con él lo necesario era una persona con familia, puede incluso que un veterano de guerra que sabía matar. Pero mucho más a menudo era la policía la que se encargaba de él. La justicia era rápida, aunque desagradable. E incoherente. Porque no siempre se hacía justicia. En muchas ocasiones, cuando pescaban a un criminal lo bastante hábil y experto, lo que hacían las autoridades era reclutarlo para la policía secreta o el Ejército Rojo. Un buen asesino siempre venía bien en cualquiera de los dos cuerpos. ¡Y no me pongas esa cara! —exclamó Volker, dirigiéndose a Cabra—. Yo estaba allí, ¿sabes? ¿Cuántos años tenías tú cuando cayó el muro de Berlín? ¿Seis?, ¿ocho? Yo para entonces era médico y comandante del Ejército. Había visto ya toda la clase de muertes que puedas imaginar y estaba familiarizado con las innumerables formas de corrupción humana e institucional. La máquina soviética no funcionaba gracias a la corrupción.

Cabra levantó una mano y dijo:

—No pretendía ofenderte, doctor.

Volker refunfuñó.

—Estabas hablando de tu hermana —intervino entonces Trout—. ¿La mataron?

Los ojos de Volker se giraron hacia él con una expresión que le recordó a un cocodrilo muerto. Era una mezcla extraña entre hostilidad potencial y falta de interés.

—La asesinaron —lo corrigió Volker, saboreando la palabra—. ¡Sí, la asesinaron! Y créeme cuando te digo que «asesinar» es una palabra demasiado blanda, terriblemente inadecuada para describir lo que le hicieron. La destruyeron. Le robaron su humanidad, se la arrancaron. ¡Querida Kofryna! Mi única hermana. La única familia de sangre que me quedaba, aparte de Danukas y Audra, sus hijos gemelos. Con tres años. ¡No eran más que unos críos! Demasiados pequeños para entender de política o comprender siquiera los conceptos del bien y del mal. Los destruyeron… a los tres.

—Lo siento —dijo Trout.

Los labios de Volker se curvaron con una sonrisa despectiva.

—De eso hace ya cuarenta años. Yo entonces todavía era joven. Un médico al que acababan de trasladar desde Panevėžys, en Lituania, mi ciudad natal. Un simple oficial médico al que habían destinado a Berlín Este. Un idealista, un comunista convencido. Un médico entregado.

—Y entonces te arrancaron a tu familia —dijo Trout en voz baja.

—Sí. El nombre del monstruo era Wolfgang Henker. Seguro que no habéis oído hablar de él. Era sargento de la Nationale Volksarmee. Yo en aquel entonces no lo sabía, ¿cómo iba a saberlo? Pero Henker era uno de esos asesinos arrestados por crímenes atroces al que habían enviado al Ejército como si se tratara de un gran hallazgo. ¡Le concedieron un destino militar, colocaron en sus manos el arma para que siguiera matando! —exclamó Volker, sacudiendo la cabeza—. Todavía hoy me sorprende, incluso después de tantos años y a pesar de todo lo que sé del mundo.

—Comprendo —dijo Cabra cuando Volker le dirigió una mirada airada—. Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados desmantelaron los campos de la muerte, encontraron cientos de miles de páginas de investigaciones científicas recabadas a partir de los experimentos hechos con los judíos, gitanos y otros prisioneros. Cualquiera creería que tiraron todos esos estudios a la basura, que nadie habría estado dispuesto a tener nada que ver con los resultados de esos… de esos… experimentos. Pero no. Nuestro gobierno… y me figuro que los demás también, el ruso, el inglés; todos los gobiernos se aprovecharon de los resultados de esas investigaciones a pesar de su origen. Por tratarse de estudios valiosos para la ciencia.

—Sí —convino Volker, suavizando solo en parte su actitud severa hacia Cabra—. Es muy frecuente que se defienda esa posición en las conferencias científicas y en los diversos artículos de medicina que se publican en las revistas, porque hay numerosas pruebas que demuestran que desde entonces se han salvado muchas vidas y que la ciencia médica ha progresado mucho.

—El fin justifica los medios —afirmó Cabra.

—Es la lógica que subyace bajo esa actitud.

—Pero usted no está de acuerdo con ella, ¿verdad? —preguntó Trout.

—Por supuesto que no. O… no lo estaba —admitió Volker—. Es confuso, porque yo mismo he tenido que tomar muchas decisiones cuestionables para lograr mi meta.

—¿Y cuál era esa meta, doctor?

Los labios de Volker esbozaron una sonrisa tenue.

—Castigar a los monstruos.

—¿Castigarlos?, ¿cómo? —siguió preguntando Trout.

—Estaba claro que yo no iba a tener acceso a Henker. Él era un oficial muy valorado en el Ejército y yo no era más que un médico militar. Era mucho más importante que yo. Su especialidad eran los interrogatorios. Ya os lo podéis imaginar: atado a una silla, a merced por completo de un monstruo como ese, de una persona que disfruta con el sufrimiento ajeno. De una persona para la cual los gritos son más exquisitos y placenteros que los susurros de un amante; de una criatura que conoce las técnicas para mantenerte vivo mientras va destruyendo, hábil y metódicamente, todas esas cosas que te definen como un ser humano, una a una.

Trout tragó. Se había dado cuenta mientras escuchaba a Volker de que podía imaginárselo, y era horrible. Él era una de esas personas dedicadas a la murderabilia. La mesa de su despacho había pertenecido a un asesino de masas. Había seguido el caso de Homer Gibbon más por fascinación que por identificación con las víctimas. De pronto, otra ventana de su mente se abrió y pudo ver el horror que describía Volker.

—¡Jesús! —exclamó en voz baja.

—Exacto —contestó Volker, que acto seguido respiró hondo—. Naturalmente yo no sabía que Henker era un asesino. Quiero decir que al principio no lo sabía. No lo comprendí hasta que… hasta que la policía dejó de repente de investigar el caso de mi hermana. Pero yo sí seguí investigando. Lo hice con mucha circunspección. Soy una persona muy meticulosa, ¿sabéis? Seguí las pistas y recopilé todos los datos hasta que conseguí hacerme una idea de lo ocurrido. Entrevisté a gente, siempre bajo supuestos falsos y sin ninguna relación con el caso de mi hermana y, como era médico y miembro del Ejército, la gente se mostraba dispuesta a colaborar. Aproveché el ambiente de paranoia para investigar el asesinato. No voy a entrar en detalles. Durante los últimos meses he estado redactándolo todo.

Volker se interrumpió un instante y señaló en dirección a un armario.

—Ahí dentro, en un azucarero, hay unas cuantas memorias externas. Lo explican todo con mucho detalle. Podéis llevároslas. Tenéis mi permiso en la grabación que estáis haciendo, por si surgen problemas.

—Muchas gracias, doctor —dijo Trout sin ningún entusiasmo.

La historia era increíble, pero le revolvía el estómago.

—Me presenté voluntario para ingresar en los servicios especiales del cuerpo médico del Ejército Rojo con la intención de tener a Henkel a mi alcance. Tenía tanto la aptitud como la paciencia necesaria para investigar, y no soy una persona débil. Sabía que había divisiones especiales en las cuales había que tener los nervios de acero. Cada vez que se me pasaba por la cabeza que podía fracasar, me acordaba de las fotos del crimen de mi hermana. Y resultaba… de lo más efectivo. Me aceptaron. Mi determinación evidente y mi supuesta capacidad para distanciarme en apariencia del dolor ajeno me sirvieron para ir escalando puestos en el escalafón e ir profundizando cada vez más en el reducido círculo de la investigación médica clasificada. No tardé en conseguir un puesto en uno de los campos más antiguos de interrogatorios.

—¿Con Henker?

—No, al principio no. Me enviaron en misiones de investigación a diversos lugares por todo el planeta. Pasé un tiempo en Cuba como parte de la expedición multinacional de Haití. La tapadera era que íbamos a estudiar las cualidades médicas de la fauna y flora del lugar.

—¿La tapadera?

—La verdad es que buscábamos una generación de psicotrópicos nuevos que pudiéramos utilizar como base para crear una combinación de drogas útiles para los interrogatorios. Os sorprendería saber qué cosas puede ofrecer la naturaleza a ese respecto. Dirigí tres expediciones al Amazonas y a otras partes de la selva tropical brasileña que constituyeron un tesoro en el campo de la farmacología. Me convertí en un experto en etnobotánica y otras ciencias relacionadas. A mis superiores les hacía gracia el hecho de que además, durante el transcurso de la búsqueda de drogas aptas para la guerra, encontráramos sustancias compuestas capaces de contribuir muy positiva y significativamente a los tratamientos de diversas enfermedades. Por otra parte, los gobiernos de esos países apenas interfieren en las investigaciones. Los países biológicamente ricos de los Trópicos son pobres en dinero, así que los bosques tropicales están más que listos para la explotación.

Volker extendió las manos y continuó:

—Oficialmente era cirujano de guerra, pero la verdad es que formaba parte del equipo médico dedicado al apoyo y la confección de protocolos para los interrogatorios. Y de ahí a la guerra biológica… no hay más que un paso.

—Aquí, en Estados Unidos, ocupas un cargo relevante en una prisión importante —dijo Trout—. Alguien, un alto cargo a nivel federal, tiene que conocer tu historial profesional. Según nuestras investigaciones, desertaste. ¿Por qué?

Si Volker se quedó impresionado por los datos recabados por Trout, no lo demostró.

—No deserté así por las buenas. Más bien me reclutaron. La CIA tenía agentes distribuidos por todo el Ejército Rojo, exactamente igual que nosotros teníamos espías infiltrados en las Fuerzas Armadas americanas. Es la naturaleza del juego. En los servicios secretos hay un dicho según el cual a los candidatos «se los cultiva». Quiere decir que hay todo un procedimiento, que incluye contactos, y que sirve para entablar cierta confianza y buscar las grietas en la lealtad política del enemigo. Yo no soy un político en absoluto. Mi atención se centra por completo en el castigo. Cuando por fin mi contacto de la CIA se dio cuenta de ello, me hizo una oferta que simplemente no pude rechazar. Deserté en el momento previsto, y poco después me convertí en ciudadano americano.

—Apuesto a que la CIA se alegró de echarle el anzuelo a toda esa información que llevabas contigo.

—Mucho. Pero lo que más me duele es saber que casi con toda seguridad esa información que traje se utilizó con fines terribles. Hace mucho que dejé de ser el idealista confiado y convencido de que los gobiernos solo dirigen sus tácticas malévolas contra los malos. Es una perspectiva ridículamente ingenua. Me sonsacaron toda la información. Me ofrecieron diversos puestos dentro de la comunidad científica de los Estados Unidos, pero yo elegí trabajar en una prisión. Lo arreglaron todo para conseguirme ese puesto y me animaron a seguir con mi investigación.

Trout y Cabra se miraron el uno al otro.

Por fin había llegado el momento, creyó Trout.

—Como médico de prisión me concedieron mucha más libertad de la habitual. Eligieron escrupulosamente a mi personal de apoyo. Era imprescindible, porque de otro modo las irregularidades habrían sido patentes… pero la verdad es que poco de lo que he hecho en el sistema penitenciario americano ha tenido nada de normal —explicó Volker, que suspiró y se restregó los ojos—. Y eso nos trae por fin hasta el momento presente.

—Homer Gibbon —citó Trout, tratando de meterle prisa una vez más.

—Exacto. Otro monstruo como Henker. Pero un monstruo al que yo sí que podía manipular.

—¿Qué le ocurrió a Henker? —preguntó Cabra.

Volker soltó una carcajada breve y fría.

—Murió postrado por el cáncer. Jamás conseguí ponerle una mano encima. De hecho, ni siquiera lo conocí en persona.

—Vaya…

—Sí.

—Gibbon —repitió Trout.

—Un pequeño detalle más de la historia antes de ir al grano —añadió Volker—. Aunque tengo que añadir que se trata de un detalle crucial, y os garantizo que os merecerá la pena perder un poco más de tiempo.

Trout asintió.

—Entre las investigaciones en las que participé, había una cuyo objetivo era crear una droga capaz de controlar la mente. Ya sé que suena muy teatral, pero es un tema de investigación recurrente en el marco de la guerra biológica. El objetivo es crear una sustancia compuesta cuyo origen sea un virus patógeno que pueda introducirse entre la población enemiga y que afecte a la química del cerebro. Gran parte de lo que sabemos sobre los usos terapéuticos del etanol, la escopolamina, el 3-quinuclidinilo bencilato, el tepazepam y los barbitúricos como el tiopentato de sodio o el amobarbital proviene de las armas biológicas y de la investigación química dedicada a los interrogatorios.

—Sí, de acuerdo.

—Nuestros viajes a Cuba y a Haití tenían por objetivo profundizar en concreto en esa investigación, utilizando al mismo tiempo una combinación de esas drogas y de neurotoxinas. Particularmente de la tetrodotoxina que se encuentra en el puercoespín de mar, muy común por esos parajes. La tetrodotoxina en una dosis cuasi letal puede dejar a un hombre en un estado «aparente» de muerte durante varios días, estado en el cual sin embargo conserva la conciencia. Nuestra tarea consistía en crear un arma biológica que dejara a la población enemiga inerte pero viva.

—He oído hablar de ello —intervino Cabra—. Vi una película de un tipo que fue a Haití a estudiar eso.

—Sí —confirmó Volker—. El doctor Wade Davis, etnobotánico, pero no era de los nuestros. Fue la primera persona en concluir que la tetrodotoxina, aparte de otras pocas sustancias, servía para dejar a una persona en un estado de trance semejante a la muerte. Tan semejante a la muerte que a menudo los médicos declaraban fallecidas a las víctimas y las enterraban. Aunque luego, naturalmente, se «levantaban» de la tumba. El asunto suele ocultarse tras un montón de superchería, pero yo os aseguro que es pura ciencia. Ciencia que nosotros desarrollamos hasta un grado muy alto de eficacia, y que luego yo me traje conmigo a los Estados Unidos y compartí con vuestro gobierno. O mejor dicho, nuestro gobierno. Ciencia sobre la que yo seguí investigando como médico del sistema penitenciario —añadió Volker, que volvió a restregarse los ojos—. Una ciencia que me temo que ahora se ha desatado y… y puede ponernos a todos en peligro.

Trout se quedó mirándolo.

—Espera un segundo, ¡joder…! ¿Wade Davis? ¿Tetrodotoxina? ¡Por Dios, doctor, pero si estás hablando de los putos zombis!

Una lágrima helada surgió en los ojos del doctor Volker.

—Sí —confirmó con una voz profunda—. Dios se apiade de mí, pero así es… estoy hablando de zombis.