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Hospital Regional de Wolverton

Dez y J. T. se estaban subiendo al coche cuando llamaron por radio. J. T. contestó.

—Aquí unidad dos.

Flower le gritó:

—¡J. T.! ¡Por Dios… vuelve al tanatorio! ¡Oh, Dios mío! Ha llegado la policía estatal. Dicen… dicen… ¡Oh, Dios!

—¡Flower! Cálmate y cuéntame lo que ha ocurrido.

—¡Es el jefe! —sollozó Flower con voz nasal a causa de las lágrimas y chillando de puro terror—. ¡Oh, Dios mío, el jefe!

Dez metió la primera y pisó el acelerador con tal fuerza que el Cruiser salió disparado como una bala por la curva, y J. T. y ella se estrujaron contra el respaldo del asiento. Encendió la sirena, atravesó la fila de coches que venían de frente y alcanzó los ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora en solo dos manzanas.

—Flower —continuó J. T. con la mayor calma que pudo—, cuéntame qué ha sucedido.

En realidad él ya lo sabía. Los dos lo sabían.

De todos modos, Flower lo dijo en voz alta.

—¡Está muerto! Me han avisado. ¡El jefe está muerto! ¡Oh, Dios mío! J. T., pero ¿qué está pasando?

¿Qué está pasando?, se preguntó a su vez Dez mientras adelantaba a un coche detrás de otro y los vehículos se iban apartando asustados de su camino. Esa era la pregunta que todo el mundo se estaba haciendo. ¿Qué demonios estaba pasando?

Dez sabía con una claridad meridiana que no quería en absoluto conocer la respuesta. Y con la misma claridad sabía que se precipitaba hacia ella a más de cien kilómetros por hora.