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Antigua casa de los Hartnup

Lee Hartnup permaneció oculto tras las sombras que arrojaba el edificio mientras observaba al agente morir.

Como no necesitaba respirar, era capaz de chillar de forma continua durante mucho tiempo, desde el instante de dar el primer mordisco hasta que esa cosa que era su cuerpo se apartaba de la carne muerta.

No lo comprendía.

La cosa se alimentaba de lo que fuera que pillara. Personas, animales, bichos que trepaban por los árboles. Se alimentaba, y para ello destrozaba a cualquier ser vivo. Se bebía la sangre, se comía la carne y roía los huesos. Y de pronto se detenía. Él flotaba en la oscuridad interior sin dejar de seguir conectado a cada nervio y a cada sensación, pero sabía que no era la satisfacción la que incitaba al monstruo a dejar de comer. El hambre que persistía en el hombre hueco era insaciable, vasta y eterna. Y sin embargo el monstruo se detenía.

¿Por qué?

Su cuerpo dejó que el cadáver del policía se escurriera lentamente por la pared de la casa y se despatarrara, formando un enredo desgarbado de miembros.

¿Por qué desperdiciarlo? ¿Por qué dejar de comer cuando todavía quedaba tanta carne?

Y justo en el momento en el que se le ocurría ese pensamiento, ante el hecho mismo de que la idea surgiera en su mente, el grito estalló otra vez.

El cuerpo se puso en marcha. Caminó arrastrando los pies hacia los escalones frontales del porche con los movimientos extraños del rígor mortis, que iba apoderándose cada vez más de cada una de las articulaciones.

Por favor, rogó Lee, deja que eso me detenga por completo. En ese momento era su única esperanza: que la rigidez de la muerte congelara su cuerpo y le impidiera seguir haciendo esas cosas horribles. No tenía forma de medir el tiempo, pero él sabía que el rígor mortis comenzaba unas tres horas después de la muerte. Y notaba cómo aumentaba rápidamente en él. Pero todavía tardaría por lo menos doce horas en alcanzar el punto culminante, y luego la rigidez duraría tres días.

Tres días.

Sin duda, el rígor mortis haría caer y dejaría tieso en el suelo al monstruo torpe, y entonces alguien lo encontraría en el plazo de esos tres días. Lo encontraría y harían con él lo que fuera necesario con tal de parar ese horror. Enterrarlo. Diseccionarlo. Quemarlo.

¡Por favor… lo que fuera, cualquier cosa!

Gustoso aceptaría la muerte, cualquier muerte real por muy dolorosa o prolongada que fuera, con tal de detener la carnicería.

Al llegar al escalón más bajo el pie de la cosa chocó contra la contrahuella y rebotó. Hartnup trató de escuchar en medio de la oscuridad interior con la intención de descubrir si había en la cosa algún rastro de una mente, de una presencia. Si había algo, un espíritu o una conciencia, y aunque fuera la del fantasma o la del demonio que le había hecho eso, entonces quizá fuera posible razonar con ella. Negociar con ella.

La pierna derecha se dobló por la rodilla y el pie se elevó sobre la contrahuella y se posó pesadamente sobre el primer escalón.

Hartnup sintió cómo ocurría, pero no pudo detectar en ninguna parte de aquella vasta oscuridad el menor rastro de una inteligencia que dirigiera los movimientos de la cosa.

¿Qué era lo que incitaba a las piernas a moverse? ¿Qué era lo que le permitía a esa cosa enfrentarse al problema de un obstáculo como las escaleras y llegar a la solución de alzar el pie? Ni siquiera un recién nacido podía hacerlo. La cosa tenía menos conciencia que un niño, así que cómo… cómo… ¿Cómo lo hacía?

Su mente racional se hizo pedazos tratando de resolver el problema.

La cosa muerta subió un segundo escalón, un tercero y por fin llegó al porche, frente a la puerta principal.

Hartnup comprendió con un terror repentino más profundo de lo que jamás hubiera experimentado a qué casa pertenecía esa puerta. Del mismo modo que adivinaba el horror insoportable que lo esperaba allí.

Oyó el sonido de voces a través de la ventana cerrada. Dos mujeres. Una era una extraña. Pero la otra no.

April.

Su hermana.

Y risas de niños.

La cosa levantó una mano y golpeó la puerta. La mano estaba flácida, casi sin tensar, pero el sonido fue alto.

—Eh, Ken… ¿es que se te ha cerrado la puerta y no puedes entrar?

Oyó a la otra mujer, que se acercaba, con un toque de risa en el tono de voz.

La criatura golpeó la puerta otra vez. Y otra.

Y entonces la puerta se abrió.

Hartnup le rogó a Dios que lo dejara morir de verdad, por su propio bien, para no tener que ser testigo.

Pero su grito más fuerte era tan silencioso como la muerte, y ni siquiera Dios lo oyó.

Hartnup trató de gritar lo más alto que pudo para ahogar los otros gritos que comenzaron entonces a saturar el aire. Lo intentó.

Lo intentó.

Lo intentó.