Selma y Homer estaban sentados en el suelo, en el comedor. Él tenía la cabeza enterrada en el regazo de ella y la rodeaba con los brazos por la cintura. La sangre de Mildred Potts iba empapando la bata de Selma, que acariciaba el pelo de su sobrino y tarareaba fragmentos sueltos de canciones infantiles mientras él lloraba.
—Ya pasó —decía ella de vez en cuando—. Todo irá bien.
Solo que era mentira. Ella lo sabía. Apenas podía contener el estrépito de la verdad en su mente. Y él también lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo?
El cuerpo de Homer tardó mucho tiempo en dejar de temblar. Durante un rato largo sus lamentos fueron tan profundos, que parecían a punto de resquebrajar las sombras del comedor. Eran sollozos terribles, arrancados de un lugar tan hondo que Selma estaba convencida de que hacía años que Homer no abría esa parte de su corazón. El llanto de un niño desgarrado y torturado, ampliado por la masa y la musculatura de un adulto.
Selma le limpió la sangre de la cara con la solapa de la bata. Homer tenía los labios blancos y la piel como la cera, excepto por unas manchitas rojas alrededor de los ojos.
—Selma —susurró él, alzando la vista hacia ella tal como haría un niño confuso.
—Sí, cariño, ¿qué ocurre?
—¿Me he… muerto?
Ella cerró los ojos un instante y trató de reprimir una mueca a pesar de que la mera idea la perforaba como el anzuelo a un pez.
—Dímelo, por favor… —rogó él.
Ella le acarició la mejilla y le preguntó:
—¿Qué recuerdas tú?
Él también cerró los ojos.
—Recuerdo la prisión. Recuerdo estar allí. Estuve mucho tiempo, ¿verdad?
—Sí.
—Recuerdo que vinieron a buscarme. Me sirvieron la comida y me lo comí todo.
—Como un buen chico —intervino ella con una voz que fue como un ronroneo.
—Ni siquiera tenía hambre. Tenía ganas de vomitar, pero quería comérmelo todo. Para que el tiempo durara más.
—Lo sé.
—Pero a pesar de eso vinieron a por mí. Eran cuatro. En las películas sale un cura, pero a mí no vino a verme ningún cura —explicó él, tras lo cual se sorbió la nariz. Sonó secó, casi polvoriento—. Me llevaron a ese sitio. Era como la consulta de un médico, pero no era la consulta del doctor Volker. Ni la enfermería. Era el otro sitio.
—Sí.
—Me hicieron tumbarme. Yo… estuve a punto de negarme. Lo pensé. Quería luchar. Quería que me obligaran a tumbarme, ya me entiendes; para oponer resistencia. Demostrarles que yo era el más fuerte, que no me habían vencido, que al final no me habían derrotado. Pero… tenía miedo de que pensaran que era un cobarde, un gallina. Creo que me pusieron algo en la comida. Porque quería luchar, pero no podía. No tenía fuerzas. Cuando me empujaron encima de la camilla… me dejé caer. Fue extraño. Sentía dentro de mi cuerpo que quería luchar, que el ojo negro se abría en mi mente como hace siempre. Noté que tenía las manos en tensión. Todo mi cuerpo estaba listo. Iba a atacar. A llevarme por lo menos a uno o dos conmigo y a desgraciar a unos cuantos más. Ese sí que habría sido un buen final, ¿verdad? Desgarrar unas cuantas caras y sacar unos cuantos ojos. El ojo estaba abierto, pero la boca roja no me susurraba nada. No… no me dio permiso.
Selma cerró los ojos con fuerza; no quería llorar. Ni gritar. Lo sabía todo acerca del ojo negro y de la boca roja. Constaba página tras página en el testimonio ante el tribunal. Había fotos del ojo negro en las fotografías de una treintena de escenarios de crímenes. Fotos de bocas rojas grabadas en los pechos de muchas personas. Hombres, mujeres. Niños.
Homer jamás había pronunciado esas palabras ante el tribunal. Nunca había admitido que eran partes de su… Selma luchó por encontrar la palabra correcta. ¿Su estrategia?, ¿su estilo? Y sin embargo ahí estaba, contándoselo todo a ella.
¡Dios!, pensó. ¡Dios mío, Dios mío…!
No es que Selma hubiera dudado jamás de que Homer había hecho todas esas cosas. Pero oírselas contar de alguna forma las hacía más reales. Antes siempre podía apagar la televisión, negarse a leer las noticias. Pero las palabras se las decía a ella. Le pertenecían a partir de ese momento, no tenía modo de rechazarlas.
Muerta para Navidad.
Antes quizá, si es que había algún Dios ahí arriba.
Homer movió la cabeza para apoyarla sobre el pecho de Selma. Apretó la oreja contra su esternón como si quisiera escuchar su corazón. Como hacía de niño. Como hizo una vez en el coche, cuando ella lo abrazó de camino al hospicio de Pittsburgh mientras Clarice conducía. Clarice jamás lo abrazaba así. Lo hizo solo cuando iba a entregárselo a otra persona. A ella, a la enfermera del hospicio. Clarice hacía una mueca cada vez que ella le ponía las manos encima al niño.
Selma había deseado abrazarlo y no apartarlo de sí jamás.
¿Por qué lo había hecho? ¡Dios…! ¿Por qué lo había apartado?
Homer estaba hablando otra vez, buscando el hilo que uniera los recuerdos de su memoria fragmentada.
—Hablaban de una forma extraña los unos con los otros. Los guardias, quiero decir. El médico y todos. Como si estuvieran en una iglesia. Como una letanía. Era extraño, todos decían en voz alta lo que estaban haciendo y el resto de la gente de la sala afirmaba que lo estaba viendo. O que estaban de acuerdo. Era muy extraño.
Homer volvió a sorberse la nariz.
—Prepararon dos inyecciones intravenosas. Pregunté por qué dos. Tuve que preguntárselo dos veces al doctor Volker hasta que me contestó. Me dijo que una era de reserva por si fallaba la otra. Me pareció gracioso. ¡Tomarse tantas molestias para matar a un hombre! ¡Pero si matar es tan fácil como encender una cerilla! El estado jamás ha sabido hacerlo de la forma correcta. Deberían dejar que lo hicieran otros convictos. Los hay que, a pesar de no llevar nada encerrados, podrían acabar con un hombre en menos tiempo del que se tarda en guiñar un ojo. Limpiamente, sin montar tanto follón. E incluso sin provocar apenas dolor. Esas putas prisiones… se creen que es como la ciencia del espacio.
Homer soltó una carcajada y Selma se puso tensa. Era una de esas risas suyas. No tanto la risa del niño perdido, sino más bien la del hombre que había ido a prisión.
—Se llevaron una de las inyecciones intravenosas a la sala de al lado. ¿Y sabes lo más gracioso? Me refiero a una cosa jodidamente graciosa de verdad, tía Selma.
—¿Qué? —preguntó ella, con la garganta tan seca que su voz sonó ronca.
—Antes de pincharme la intravenosa, ¡me limpiaron el brazo con alcohol! ¿No te parece de lo más ridículo? Quiero decir…
Homer estalló a reír. Su cuerpo temblaba contra el de ella.
—Son tontos —corroboró Selma, tratando de calmarlo.
—Sí. Ridículo. Increíble. ¡Les daba miedo que cogiera una infección!
—Porque entonces cabía la posibilidad de que consiguieras un aplazamiento de la ejecución —dijo ella.
—Sí, sí, lo sé. Todo por mi comodidad y mi protección —concluyó Homer, que volvió a echarse a reír.
Era el adulto el que seguía riendo. Una risa irónica, malévola. Pero aun así seguía tumbado en el suelo con los brazos a su alrededor. Y su voz seguía siendo la de un niño.
—¿Y qué pasó entonces? —preguntó Selma, que no sabía qué más decir.
—Encendieron el monitor del corazón. Me figuro que forma parte del espectáculo. Observar el blip, blip, blip. Está vivo, está vivo… ¡oooooh, está muerto! —exclamó Homer mientras todo su cuerpo se sacudía—. Los otros presos me habían contado cómo funcionaba. Primero te ponen una inyección de sodio no sé qué para dormirte. Una especie de barbitúrico. Luego un relajante muscular que te paraliza entero. Y luego otra cosa para pararte el corazón. Dicen que se tarda como una hora en terminar toda la operación, pero se supone que los medicamentos te hacen efecto desde el primer momento. Solo que no lo hacen bien. No, porque de repente abren las cortinas y empieza el espectáculo. Al otro lado del cristal hay una sala grande llena de gente sentada. A muchos los reconocí del juicio. Familiares de la gente a la que se llevó boca roja. El ojo negro los vio a todos y fue señalándolos uno a uno. Habían ido a ver cómo me marchaba. Y casi seguro que tuvieron que trabajárselo, que masticar el odio, que convencerse a sí mismos de que tenían agallas para verlo, para verme tumbado, atado y hasta arriba de inyecciones mortales. El ojo negro fue señalándolos uno a uno y no había ni uno solo, ni una puta persona, con tanto odio como para obligarme a pasar por eso. La boca roja se reía en mis adentros, porque nosotros sabíamos que eso iba a joderlos para siempre. Todos se llevarían una parte de mí en la cabeza cuando se marcharan a casa; yo estaría junto a su cama cuando se fueran a dormir, los arroparía todas las noches hasta el día de su muerte. Esa es una de las cosas que me otorgó la boca roja. Estoy dentro de sus cabezas, y siempre lo estaré. Cuando me miraron a través del cristal, vieron a una persona mucho más fuerte que ellos, y se dieron cuenta de que no son más que la mota de caca de un pájaro nadando en el universo.
Selma no dijo nada. Siguió acariciándole el pelo, aunque para entonces ya le costaba un verdadero esfuerzo. Ese no era el Homer al que había acunado de bebé. Ni el adolescente al borde de la madurez al que había abrazado cuando lloraba por las noches. Era el hombre que salía en los periódicos, y no sabía cómo hablar con él. Así que continuó acariciando su pelo lacio y escuchando al monstruo contar la historia.
—Los periodistas eran diferentes. Y había unos cuantos. Oí decir que para entrar les tenía que tocar la lotería, así que supongo que estarían contentos. Son muy diferentes. No les da miedo ni el ojo negro, ni la boca roja. Al revés, les encantan. Casi tanto como a mí, pero de una forma distinta. Como los baptistas y los presbiterianos, que tienen la misma religión pero van a iglesias diferentes. Sin el ojo negro estarían perdidos. Igual que yo. Si no tuvieran a la boca roja, tendrían que hacer los reportajes sobre espectáculos de coches y competiciones de cerdos. No me importó que estuvieran allí. Veía el ojo negro en sus frentes. Me sentía como si fuera Jesús y mirara para abajo y viera a Pedro, Juan y Simón.
Homer se quedó callado por un momento. Selma trató de adivinar adónde había ido su mente. La casa vieja crujió a merced del viento frío. Esperaba que se derrumbara y los enterrara a ambos. Allí mismo, en ese preciso instante. Con Homer en sus brazos.
Muerta para Navidad. Pero eso estaba todavía muy lejos.
—Luego todo comenzó a ser muy extraño. Los presos decían que el médico por lo general no es el que te pone la inyección. Por algo relacionado con no sé qué juramento que hacen. O con una ley. No estoy seguro. Pero el doctor Volker sí que dirigía todo el espectáculo. Además Volker… ese sí que es un hijo de puta que lo sabe todo acerca del ojo negro. Se lo vi en la frente la primera vez que entré en la enfermería. Ese jodido ángel de la muerte no tiene nada en la conciencia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Selma.
—Mucha gente trató de conseguir que yo confesara, que admitiera toda la mierda. ¡Como si yo fuera imbécil! Pero él no. Él sabía quién era yo desde la primera vez que me vio. Jamás me lo dijo, pero yo sé que él conoce al ojo negro y a la boca roja.
—¿Era él… era él como…?
—¿Como yo? —terminó Homer la pregunta por Selma. Luego estuvo considerándolo un rato largo, antes de contestar—. Sí. Bueno, no exactamente, pero sí. Lo llevaba escrito en los ojos. La boca roja le había susurrado sus secretos, seguramente hace ya mucho tiempo. Tenía esa mirada de haber convivido con ella; la de una persona que vive en paz con la voz. Es una locura, pero… en cierto sentido yo lo admiro. Es médico de prisión y todo eso. Le pagan para que meta la aguja. Todo el mundo lo observa. La audiencia más grande que te puedas imaginar. Periódicos, televisión. Testigos para ver cómo representa su papel.
Representa.
La palabra quedó suspendida en el aire. Imposible que sonara peor.
—Solo se abrió a mí una vez —continuó Homer—. Solo una. Fue la única vez que estuve a solas con él. Después de que el hispano ese me zurrara en el patio y tuvieran que darme puntos. Ojalá hubiera matado a ese hispano. ¡Bah…! Bueno, el caso es que me ataron las muñecas y los tobillos, me colocaron boca abajo sobre la camilla, y Volker me cosió. Entonces se inclinó sobre mí y me dijo: «Lo sé». Y ya está. Solo dos palabras… pero lo decían todo.
—¿Y eso fue todo lo que dijo?
—No… pero me bastó. Lo capté. Quería decir que oía lo que decía la boca roja. ¿Qué otra cosa iba a significar?
Homer se apartó de ella y se irguió. Apoyó la espalda desnuda contra la puerta. La sangre de su pecho estaba negra y coagulada, y él se la rascó con las uñas. Sus ojos quedaban ocultos por las sombras de las cejas prominentes, pero Selma notaba que los tenía fijos en ella. La penetraban como si fueran taladros lentos.
Selma se humedeció los labios antes de preguntar:
—¿Y qué más te dijo?
—Solo una cosa más. Me dijo: «Después de que te marches, no te habrás ido. Estarás con nosotros para siempre. Tendrás conciencia para siempre». Quise darle las gracias —añadió Homer, sacudiendo la cabeza—. Era la única cosa bonita que me habían dicho desde que me echaron el guante.
—¿Estás seguro de que quería decir…?
Selma se interrumpió.
Homer asintió.
—Sé lo que quería decir. Él oye a la boca roja. Sabe lo que significa vivir para siempre a la vista del ojo negro. Eso era lo que me decía. ¿Y sabes? Eso es ser un hombre decente. Le di las gracias y le dije que me habría gustado estrecharle la mano. Pero entonces entró otra persona, así que la cosa quedó ahí. Después de eso no volvimos a estar solos.
Homer hizo una pausa, pero no tardó en continuar:
—Excepto durante una décima de segundo en la sala de ejecución. El doctor Volker se inclinó para revisar algo de la intravenosa y se giró para que pudiera ver su rostro. Entonces dijo en silencio las mismas palabras: «Tendrás conciencia para siempre». Después el director de la prisión hizo la señal para que empezara el espectáculo. Y ya… ya no recuerdo casi nada, después de eso.
Selma bajó la vista hacia las manchas de sangre de su bata. Trató de no mirar de reojo hacia la puerta del sótano, pero no pudo evitarlo. Homer la pilló y su rostro se tensó por un segundo. ¿Le había hecho gracia? ¿Se había enfadado? ¿Estaba avergonzado?
Imposible saberlo.
—¿Es eso lo que ocurrió? —insistió Selma—. ¿El médico… lo amañó todo? ¿Fingió tu muerte para poder sacarte?
Homer se mordió el labio. O eso creyó Selma, hasta que se dio cuenta horrorizada de que estaba succionando unas gotas de sangre seca.
—Tiene que ser —contestó él—. No sé cómo lo hizo, pero de alguna forma los timó, porque después me desperté dentro de una bolsa de cadáveres en un tanatorio. El tipo que abrió la bolsa casi se muere del susto. Estaba masticando chicle y escuchando esa porquería de música celta cuando bajó la cremallera y ahí estaba yo. Con los ojos abiertos, sonriendo. Creo que estaba sonriendo.
Una expresión de confusión cruzó el rostro de Homer. Selma esperó a que le explicara la razón. Las paredes se estremecían con las ráfagas de viento helado, y las ventanas crujían como una dentadura postiza.
—Recuerdo que tenía hambre. Era un hambre… insaciable. Jamás había tenido tanta hambre. No hasta que… hasta que…
Homer se pasó la mano por el abdomen manchado de sangre.
—¿Y qué hiciste?
Homer se inclinó hacia delante y su rostro quedó expuesto ante un rayo de luz descendente plagado de motas de polvo. Era la cara de Homer Gibbon sin duda, no era ningún otro. El Homer de los periódicos. No quedaba ni rastro ni del niño, ni del adolescente.
—El ojo negro se abrió —contestó él en voz baja—. La boca roja me dijo lo que tenía que hacer. ¡Y estaba tan claro…! ¡Dios, estaba más claro que nunca!
Homer cerró los párpados muy lentamente mientras decía esa última frase. Los cerró como los cierra un gourmet en el momento de paladear los delicados sabores de un bocado de cordero en su punto. Con su ajo, su romero, su vinagre de estragón y su menta. Y su sangre.
—¿Mataste a Doc Hartnup? —preguntó Selma. Le costó mucho trabajo hacer esa pregunta. Las manos le temblaban de tal modo que tuvo que agarrar la bata y cerrar los puños con fuerza—. ¿La… la boca roja te dijo que lo hicieras?
—Sí —contestó él con una voz tan baja que era casi un susurro.
—¡Dios!
La voz de Selma era más tenue todavía. Insignificante. Casi insonora.
—A él y a la mujer.
—¿Qué mujer?
—Creo que era rusa. La que va a limpiar. Llegó justo a tiempo.
—¡Oh, Homer…!
—¡Tenía que hacerlo! —se justificó él al tiempo que abría los ojos—. La boca roja me estaba gritando. No susurraba. Ni siquiera hablaba. ¡Me gritaba!
—¿Y Mildred Potts?
—¿Quién? ¡Ah… esa! —asintió Homer—. Jamás… nunca en el pasado… había oído a la boca roja hablarme tan pronto después de… ¡Pero es que tenía hambre!
—¿Hambre? —repitió ella como si se tratara de un eco, a punto de desmayarse al comprender lo que quería decir.
—Estaba lleno… me sentía repleto… —comenzó Homer a explicar. Sin embargo su voz se desvaneció y en su rostro apareció una sonrisa a medias—. Estaba lleno, pero seguía teniendo hambre. Tú no lo entenderías.
El teléfono sonó.
Fue tan repentino y sonó tan fuerte, que Selma Conroy gritó. Se echó atrás como si fuera un mordisco en lugar de un timbre.
Homer sonrió al verlo. Miró alternativamente a Selma, en dirección al teléfono, y de nuevo a ella. El aparato estaba sobre la encimera de la cocina. Sonó una segunda vez.
—¿No vas a ir a cogerlo? —preguntó él con calma.
—No.
—Pues deberías. Podría ser el periodista ese otra vez. No queremos que sospeche.
Selma se quedó mirándolo mientras el teléfono sonaba por tercera vez.
—Adelante —la animó Homer.
Selma alargó la mano hacia la silla de madera de la esquina. Se apoyó en ella y se puso en pie lentamente. Le sonaron los nudillos.
—Te has hecho vieja.
Ella no dijo nada, solo resopló por el esfuerzo. El teléfono siguió sonando y sonando hasta que Selma llegó renqueante a la cocina y lo cogió.
—¿Sí?
No se produjo ningún ruido detrás de ella; nada que le permitiera adivinar que Homer también se había puesto en pie. Pero de pronto estaba ahí, apretando el cuerpo contra el de ella. De niño su piel siempre estaba caliente como una caldera. Pero en ese momento estaba fría. Muy fría.
—Me gustaría hablar con Selma Conroy —dijo una voz.
Era la voz de un extraño. Masculina. Con acento. Y dubitativa.
—Soy yo —murmuró Selma, todavía con ese tono de voz apenas audible—. Dígame, ¿quién llama?
Homer se inclinó más cerca para escuchar. Selma apenas podía notar su aliento, pero a pesar de todo apestaba a podrido. Era como abrir la tapa de una alcantarilla.
—Soy el doctor Herman Volker, de la prisión estatal de Rockview —dijo la voz del extraño. Selma contuvo el aliento—. Me gustaría hablar con usted sobre Homer Gibbon.
Necesitaba soltar el aire retenido con un grito. ¡Dios, cuánto necesitaba gritar!