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Antigua casa de los Hartnup

Condado de Stebbins, Pensilvan

El agente Ken Gunther estaba en el porche, dando sorbitos de café en una taza en la que por un lado ponía «Estado de Transición Hartnup» y por el otro, con la misma letra elegante, decía «La muerte es solo un momento, la vida es eterna».

—¡Gilipolleces! —comentó Gunther.

Dio otro sorbo. April, la hermana de Doc, no solo estaba como un tren, sino que además hacía un café condenadamente bueno. Nada de latte ni de macchiato. Ni de avellanas ni de jodida crema irlandesa. Café de Colombia preparado al estilo americano de siempre. Negro y amargo. Y encima caliente, lo cual era una bendición porque se le estaban helando los huevos. Todavía llevaba el uniforme ligero de verano y una sudadera cortavientos de nailon, cosa que era una estupidez porque le habría bastado con encender la televisión para saber qué temperatura hacía. Hasta la capucha de plástico para taparse la gorra se la había dejado en el maletero del coche, y eso que las nubes tormentosas eran tan espesas y tan negras que parecían a punto de reventar.

Se quedó mirando los árboles y continuó dando sorbos.

A la propiedad la llamaban la «casita antigua», pero en realidad era una casa grande de dos pisos. Espaciosa, limpia y apartada. No le costaba trabajo verse a sí mismo viviendo en un lugar así. Quizá incluso con April. Ella estaba en pleno proceso de divorcio de ese gilipollas alocado de Virgil, que a pesar de haber tenido dos niños al final se había dado cuenta de que era gay. ¡Uau, qué fuerte!, se dijo Gunther. Menuda noticia. Todo el mundo lo sabía desde que él estaba en quinto. Se preguntaba cómo era que April no se había dado cuenta. Parecía una chica bastante inteligente, pero lo cierto era que mucha gente hacía la mar de estupideces cuando se enamoraba.

Gunther bebió un poco más de café y dejó la taza sobre la barandilla del porche. Tenía que hacer pis, pero no quería entrar dentro. Si entraba, se quedaría allí atrapado mientras Dana Howard salía a vigilar al porche. Visto por el lado positivo, así tendría más tiempo para estar con April. Pero visto por el lado negativo también tendría más tiempo para estar con los niños. Y Gunther no era ningún amante de los niños.

Echó un vistazo a la puerta principal cerrada y trató de atisbar algo discretamente por la ventana. Dana estaba en pie de espaldas a él, en el dintel de la puerta situada entre el cuarto de estar y el cuarto de jugar. April estaba cambiando un pañal.

Era un buen momento.

Se movió con sigilo para no hacer crujir las tablas de madera del porche, bajó los escalones y continuó por un lateral de la casa hasta una fila de arbustos de acebo bien densos. Miró a un lado y al otro, y al no ver a nadie se desabrochó la cremallera del pantalón y comenzó a hacer pis sobre los girasoles otoñales de April Hartnup.

Al oír el crujido producido por un pie que pisaba hojas secas dio un brinco a un lado, trató de detener el chorro de pis, se guardó el pene y agarró el tirador de la cremallera, todo al mismo tiempo.

—Perdona, Dana, yo…

Pero no era Dana Howard.

Era una cosa con la cara blanca que salió de entre las sombras de dos sauces enormes. Tenía los ojos tan negros y tan vacíos como el agujero que hace una bala, los dedos del color de la cera envejecida y una boca repleta de dientes sanguinolentos.

Gunther logró decir solo una palabra antes de que esos dientes se le clavaran.

—Doc…

Y de repente el mundo entero se puso rojo y negro, y después se vació de cualquier color o sentido.