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Condado de Stebbins

Billy Trout se subió al Explorer y se alejó de la casa de Selma con una expresión seria y pensativa en el rostro.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Cabra.

Trout se sacó la grabadora digital del bolsillo, apretó la tecla de rebobinar, subió el volumen y por último presionó el botón de reproducir. La grabadora era un medio excelente para tomar nota de todo y volver a reproducirlo, y el sonido solo estaba ligeramente amortiguado por el roce de los pantalones de Trout. Escucharon toda la conversación dos veces.

—Interesante —comentó Cabra.

—Lo es, ¿verdad?

—Te has quedado con ella, ¿a que sí?

—No me importa admitirlo —confesó Trout, mirándolo de reojo—. ¿Qué has sacado tú en claro de ella?

Cabra se sacó una chocolatina York Peppermint Pattie del bolsillo de la chaqueta, la abrió, la partió por la mitad y le dio un trozo a Trout.

—Esa mujer es bestial —comentó Cabra, que inmediatamente después comenzó a mordisquear la chocolatina—. Si fuera veinte o veinticinco años más joven, me la follaría.

—¿En serio? ¿Y eso es todo lo que se ocurre después de escuchar la cinta?

—No me refiero a que me la follaría por pena. No me cabe duda de era una mujer muy sexi, y tampoco hace tanto de eso. Ya estoy viendo a Helen Mirren en el papel de Selma, y te aseguro que no vacilaría ni lo que dura un latido en follarme a la Mirren.

—A veces me preocupas, Cabra.

—¿Por qué? ¿Porque sigo en el mercado en lugar de estar colgado de una poli blanca sin blanca a la que le gustaría llevar tus huevos de llavero?

—Ni se te…

—¿Ni se me ocurra qué? ¿Pretendes decirme que no sigues colgado de la agente Tetazas?

—He entrevistado a veinte criminales en serie a lo largo de los años, Cabra. Sé todo lo que hace falta saber acerca de cómo esconder un cuerpo para que no lo encuentren jamás.

—La verdad hace daño, ¿eh? —insistió Cabra.

—Te estoy hablando de desmembrar cuerpos y enterrar cada parte en un lugar distinto.

—Vale, vale. Punto en boca.

—Selma —insistió a su vez Trout—. Dime tu opinión profesional.

Cabra se encogió de hombros.

—El teatro se perdió a una verdadera estrella cuando ella decidió ser prostituta.

—¿Qué quieres decir?

—Que sabe controlarse. Apenas soy capaz de distinguir cuándo miente y cuándo dice la verdad.

—¡Vaya! Apenas, ¿eh? Entonces, ¿podrías poner la cinta y decirme en qué ocasiones está mintiendo?

—Sí, claro.

Trout lo miró por el espejo retrovisor.

—Vamos a ver, ¿dónde, por ejemplo?

Cabra reprodujo parte de la cinta.

—Aquí. Escucha esto.

Pregunta lo que quieras.

¿Eres la tía de Homer Gibbon?

Sí. Así es.

¿Hasta qué punto lo conocías?

Lo he visto muy de vez en cuando. Sobre todo a partir del momento en que cumplió los diecisiete años en adelante. Después de que se escapara por última vez de la casa de acogida.

¿Cuándo lo viste por última vez?

Pausa.

¿Podrías tratar de concretar?

No lo sé. Puede que en los años noventa… en el noventa y uno.

Cabra apretó el botón de parar.

—Ahí. ¿Lo captas?

—No —admitió Trout.

—Las pausas. La primera cuando le preguntas si es la tía de Homer Gibbon. Tarda casi medio segundo en contestar.

—¿Y?

—¿Y por qué duda? Ella tenía que saber que tú ibas a preguntárselo, y sin embargo duda. Y luego otra vez, cuando le preguntas cuándo lo vio por última vez.

—Se encogió de hombros.

—Vale, se encogió de hombros. Pero debería haber tenido la respuesta en la punta de la lengua.

—¡Demonios!, chico, se está muriendo de cáncer y ayer ejecutaron a su único sobrino. ¿Cómo quieres que esté?

Cabra extendió las manos antes de responder:

—Solo era una observación. En las películas, las pausas significan algo; transmiten un sentido. Y lo mismo ocurre en la conversación. Puede que no siempre y no de una manera tan calculada como en el teatro, pero la gente utiliza las pausas para transmitir un mensaje o para darse tiempo a buscar la evasiva adecuada.

—Y luego dicen que yo soy un cínico.

—Tú me has preguntado —observó Cabra.

—Vale, sigue. ¿Y qué más?

Cabra reprodujo otro fragmento.

Eso fue después de cometer él varios asesinatos.

Supuestos asesinatos. Jamás lo han condenado por nada sucedido con anterioridad a esa fecha.

—¿Lo ves? No solo te corrige añadiendo eso de «supuestos», sino que además se enfada porque tú no has antepuesto el calificativo.

—Bueno, es su sobrino.

—Sin duda —contestó Cabra—. Pero no creo que sea esa la razón por la que se enfada.

—Entonces, ¿por qué razón se enfada? ¿Es que crees que ella piensa que es inocente?

—No… La verdad es que no creo que le importe en realidad si lo es o no. Se trata de un asunto de familia. Sobre todo para una familia tan marginada como esta. Es como si la mentalidad esa de «es mi país, esté bien o mal», pudiera aplicarse también a los asuntos de familia. Una persona puede joderla y hacer todo el daño que quiera, pero al final, si su apellido es el mismo que el tuyo, entonces se produce una especie de… No sé cómo llamarlo… ¿aceptación?, ¿perdón?, ¿indulgencia, quizá?

—Así que, en definitiva, ¿cuál es tu punto de vista? —preguntó Trout—. ¿Por qué resulta tan difícil hablar con ella?

—¿Y cómo voy a saberlo? Yo interpreto la actuación; el escritor eres tú… Tú eres el que construye las historias.

Trout resopló. Tomó una curva demasiado deprisa y la BlackBerry salió volando del salpicadero. Cabra la recogió.

—Tienes mensajes —dijo Cabra, que le enseñó la luz roja intermitente—. ¿Es que lo tienes en el modo silencio?

—Normalmente sí. Tengo dos exmujeres, y las dos tienen un abogado bastante agresivo. Ya me ocuparé de eso luego.

—Pues parece que tienes miles de llamadas perdidas y un correo electrónico —comentó Cabra.

—Será el de Marcia. Sobre Volker. Llegaremos a casa de Volker en diez minutos, así que léelo.

Cabra pulsó una serie de teclas y leyó las primeras líneas del texto.

—Esto es de hace una hora. Mmm… parece que primero hay un montón de datos biográficos. Marcia dice que el doctor Volker nació en un lugar llamado Panevėžys. Ni idea de cómo se pronuncia. Está en lituano.

—Eso encaja. Me parecía que sonaba más a eslavo que a alemán.

—El padre era alemán, pero creció en Lituania. Volker estuvo siempre inmerso en el mundo de la medicina. Trabajó como técnico de laboratorio en la adolescencia, estudió Medicina. Hizo residencias en psiquiatría y en epidemiología. Se incorporó al Ejército soviético como médico. Luego se le pierde la pista una temporada, pero escucha esto: vuelve a salir a la luz cuando lo envían como cirujano a Afganistán con el Ejército soviético, pero mientras está allí deserta y se incorpora como personal civil al Ejército de los Estados Unidos de América.

—¿Con qué puesto y dónde?

—Eso no lo dice.

—¿Pero dentro de Afganistán?

—Eso parece.

—En la CIA —concluyó Trout—. Tiene que ser.

—Sí. Encaja. Once meses después se pone a trabajar en un hospital importante de Virginia. Las notas mencionan a una esposa y una hija, pero Marcia dice que no encuentra ni rastro de ellas desde el momento en el que entró en el Ejército. ¿Estará divorciado? —preguntó Cabra, que comenzó a pasar pantallas buscando algo importante—. Hay muchos datos de su pasado, pero sin interés. Se mudó varias veces. Trabajó en diversos hospitales de Virginia, Maryland y Pensilvania y, por fin, hace diez años aceptó un empleo como médico de prisión. Primero en prisiones federales, pero luego hay unos cuantos traslados. Y otra cosa interesante: consiguió el trabajo como médico jefe de Rockview a pesar de que había otros seis candidatos por delante con más experiencia y antigüedad en instalaciones penitenciarias.

—Así que todavía tenía contactos a nivel federal —concluyó Trout sin dejar de asentir—. Alguien quiere estar seguro de que consigue todo lo que se propone. Me pregunto por qué.

—Y eso es todo —concluyó Cabra—. El resto son datos de la oficina de empleo, unos cuantos registros acerca de temas de impuestos que Marcia ha podido sonsacar, y referencias a evaluaciones diversas de Volker como empleado. En todas ellas tiene las mejores puntuaciones en todos los aspectos.

—Más chicha federal. Si mamas de la teta de la CIA, ellos se encargan de cuidarte. No me gustaría ser un agente de policía de tráfico y tener que multarle por sobrepasar la velocidad.

—O ser su rival a nivel profesional —sugirió Cabra.

Cabra le devolvió el teléfono. Trout se lo metió en el bolsillo sin quitar el modo silencio ni comprobar los mensajes del buzón de voz. La información sobre Volker era tan atractiva que sencillamente lo olvidó.

Ambos estuvieron reflexionando acerca de los datos de camino a casa de Volker.

—¿Y cómo es que tiene miedo si tiene contactos a nivel federal? —preguntó Cabra poco después—. Quiero decir que, si alguien lo jode, él solo tiene que hacer una llamada y desatar la ira de Dios sobre su agresor.

—Exacto —convino Trout—. Lo cual significa que si alguien lo hostigaba por ponerle a Gibbon la inyección letal, él disponía de todo tipo de apoyos.

—Bien, pues aquí estamos —musitó Cabra—. Justo delante de la puerta de su casa, a ver si conseguimos intimidarlo y que nos cuente la historia. ¿No somos inteligentes?

Trout no contestó. La tormenta comenzaba a oscurecer el cielo y a conferirle el toque rojizo de la carne recién desgarrada.