37

Hospital Regional de Wolverton

Condado de Stebbins, Pensilvania

Dez pisó el freno a fondo y paró en seco frente a la entrada de emergencias del hospital. Salió del coche antes de que la ambulancia pasara por delante y entrara en la rotonda. Un grupo de celadores, enfermeras y un médico se dirigieron apresuradamente a la ambulancia. Llegaron al mismo tiempo que Dez, justo cuando se abrían las puertas traseras y J. T. saltaba fuera.

Bajaron la camilla, dejaron caer las ruedas y todos entraron en el hospital en medio de un tumulto de voces y de jerga médica que J. T. y Dez no entendieron.

En lugar de llevar a Diviny a emergencias y de dejarlo en un pequeño cubículo separado del resto por cortinas, lo ingresaron en traumas: una sala medianamente grande destinada a un solo paciente en la que podían practicarse operaciones sencillas. Dez y J. T. se quedaron en el dintel de la puerta. No querían entrar, pero estaban ansiosos por saber qué le ocurría, aunque la información en ese momento fuera mínima, para darle un sentido a lo que estaba pasando.

Entonces estalló una discusión entre los enfermeros de la ambulancia y el médico, un hombre de origen indio cuyo nombre, según la etiqueta identificativa, era Sengupta. Hablaban de las constantes vitales del paciente. El médico se dirigió a ellos a voz en grito y con cierto aire de superioridad, y finalmente ordenó a las enfermeras del hospital que le tomaran las constantes vitales «como Dios manda, joder».

Así lo hicieron. O al menos lo intentaron. Cortaron la ropa de Diviny y le colocaron en el pecho los electrodos del electrocardiograma. Trataron de tomarle la temperatura primero en la oreja y luego en el recto. Lo colocaron sobre una máquina automática que medía la presión sanguínea, y le sujetaron otro pulsioxímetro en el dedo. Utilizaron hasta un dispositivo Doppler para tomarle el pulso.

Pero enseguida Sengupta se puso a gritar otra vez.

—¡Comprobad el estado de esas máquinas!

Las revisaron. Poco después el médico mismo volvió a revisarlas. Llevaron una máquina nueva para tomar la presión sanguínea. Utilizaron termómetros nuevos. Diviny tenía pegados más de media docena de estetoscopios al pecho y al abdomen.

De pronto el ruido y la confusión reinante en la sala se desvanecieron. Se hizo el silencio, y los profesionales de la medicina se quedaron en pie alrededor de la camilla. Unos miraban a Diviny; otros se miraban los unos a los otros, buscando una explicación o una confirmación de sus sospechas. Nadie pronunció una palabra durante al menos medio minuto.

¡Mierda!, pensó Dez. Fue entonces cuando comprendió hasta qué punto había estado esperando una explicación médica del problema.

De inmediato el médico comenzó a lanzar órdenes a diestro y siniestro.

—Quiero un grupo de pruebas metabólicas básicas. Tests de las funciones renales y electrolítica. Test del hígado, gasometría arterial, un recuento sanguíneo completo… y análisis de toxinas completo, por sangre y por orina. Comprobadlo todo: alcohol, Tylenol, aspirina, cocaína, heroína y el resto de narcóticos, anfetaminas, marihuana, barbitúricos, benzodiazepinas. Conseguidme un análisis de orina y otro de la sensibilidad, así como cultivos de sangre y de enzimas cardíacas. Y vamos a hacerle unos rayos X del pecho y una tomografía axial computerizada. ¿Cómo va la intravenosa?

Entonces el médico se giró hacia el enfermero de la ambulancia.

—¿Quién lo ha traído?

Don señaló a Dez y a J. T. en el dintel de la puerta, y el médico se apartó de la camilla y se encaminó hacia ellos. Los guió con ambos brazos extendidos fuera de la sala como si fuera un pastor dirigiendo ovejas. Salieron al vestíbulo.

Sengupta tenía una tez oscura y unos ojos de mirada muy intensa. Era evidente que estaba de mal humor. Su cabeza sobresalía por encima de ambos; era más alto que J. T., que medía un metro ochenta y siete.

—¿Qué le ha ocurrido a este hombre?

—No lo sabemos… —comenzó a decir Dez, que enseguida se interrumpió.

—Entonces cuéntame lo que sepas.

Dez asintió y se lanzó de lleno. Sengupta la interrumpía constantemente para preguntarle acerca de diversos detalles. Dez captó su frustración creciente debida al hecho de que a pesar de que conocían casi todos esos detalles, ninguno de ellos le proporcionaba una imagen razonable de lo que le había ocurrido a Diviny.

Sengupta les exprimió toda la información. Acto seguido se quedó en silencio, con la mirada fija en las puertas batientes de vinilo que separaban el vestíbulo de la sala en la que estaba ingresado Diviny.

—Doctor, ¿qué le pasa? —preguntó Dez.

El médico no respondió. En lugar de ello preguntó a su vez:

—¿Visteis algo poco habitual? ¿Contenedores de productos químicos? ¿Algún veneno raro? ¿Algo de ese tipo?

—Solo las sustancias que guarda Doc Hartnup en el tanatorio —alegó J. T.—. Aunque realmente no sé qué tiene allí.

—¿Hay algún vertedero cerca del tanatorio? ¿Algún lugar desde el que pudieran filtrarse…?

—Nada en absoluto —contestó Dez, sacudiendo la cabeza.

—¿Bebió o comió algo el agente Diviny mientras estaba allí?

—No —contestaron ambos.

—Creo que ni siquiera entró en el tanatorio —añadió Dez.

—Vale, vale… —dijo el médico, que se mordió el labio inferior—. Voy a llamar a Control de Tóxicos para que me manden a alguien. Me gustaría que os pusierais en contacto con el jefe Goss y le preguntéis si hay alguien más enfermo o que se comporte de un modo extraño. Cualquier cosa, aunque sea el síntoma más insignificante.

—¿Es que se trata de eso?, ¿de un envenenamiento? —preguntó J. T.

El médico siguió sin responder. Por segunda vez.

—¿Podría ser alguna enfermedad de esa clase? ¿Una picadura de un insecto? —sugirió J. T.

—Eh… tendremos que esperar a los resultados de los análisis.

Sengupta hizo ademán de marcharse apresuradamente, pero Dez lo agarró del brazo y lo detuvo.

—Doctor… ¿y qué me dice de las constantes vitales? Los enfermeros no consiguieron medirlas y su equipo tampoco parece que haya podido. ¿A qué puede deberse eso?

El médico bajó los párpados y repitió:

—Hay que esperar a los resultados. Y ahora, por favor, agentes…

Dez suspiró y se apartó a un lado. Sengupta volvió a entrar en la sala de traumas y las puertas de vinilo se cerraron de golpe en sus narices. Dez trató de asomarse por la ventanilla de la puerta, pero era prácticamente opaca. Solo pudo ver unas cuantas siluetas rondando por el interior.

Dio un paso atrás y se giró hacia J. T.

—Esto es una mierda, amigo.

—Tengo que sentarme —dijo J. T., que se marchó renqueante hacia una fila de sillas horribles de plástico y se dejó caer sobre una de ellas.

Había pasado la urgencia y ambos notaron el cansancio. J. T. se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y enterró la cara en las manos. Dez se quedó en pie, observándolo. Temía que se echara a llorar de un momento a otro. Pero no fue así. Instantes después, J. T. se restregó la cara con las palmas de las manos y los ojos con los puños y se irguió.

—Sí, sin duda es una verdadera mierda.

—Pues me temo que todavía no ha terminado. Flower me ha llamado mientras veníamos de camino para decirme que van a traer a otro herido con un mordisco. Será mejor que lo busquemos y le tomamos declaración.

J. T. se quedó mirándola. Sus ojos castaños expresaban miedo y confusión.

—¿Qué ha ocurrido?

Dez dirigió la vista hacia el mostrador de enfermeras del vestíbulo, pero en lugar de ir a preguntar por la víctima del mordisco, se sentó junto a J. T. Frente a ellos, en la pared, había un reloj. La manecilla de los minutos marcó un minuto entero de silencio antes de que se decidiera a contestar. Pareció como si transcurriera una hora.

—¿De verdad quieres hablar de esto? —preguntó Dez despacio, dubitativa.

—Ni ahora, ni nunca más —negó J. T. sin dejar de sacudir la cabeza.

Ambos se quedaron mirando el minutero. Entonces J. T. añadió:

—No tiene sentido.

—No, desde luego que no —convino Dez.

Se sentía como si dentro de su propio cuerpo se estuviera librando una batalla. Tenía los nervios a punto de estallar, vibrando al límite del autocontrol. Pero en el fondo, más profundamente, lo que sentía era una ira como jamás había vuelto a sentirla desde Afganistán. Era el mismo sentimiento que la invadía cuando sus compañeros de filas pisaban una mina de tierra y de pronto el estallido lo desparramaba todo a cien metros de distancia por el paisaje, cubriendo soldados y vehículo por igual. El autor jamás firmaba su obra; no había una persona en concreto a la que odiar. Pero odiar una ideología o un concepto abstracto jamás resultaba satisfactorio. El odio era algo personal; la reacción a un ataque. En el caso en el que se encontraban, sin embargo… Dez no sabía si una persona había extendido esa toxina deliberadamente, si se había escapado un bicho de algún laboratorio o si había sido la madre naturaleza la que había creado un insecto microscópico malvado. Pero necesitaba una causa, un culpable. Alguien a quien perseguir. Alguien a quien herir para reducir el dolor.

J. T. seguía sacudiendo la cabeza.

—Doc Hartnup estaba muerto. Quiero decir que… Tú lo viste, ¿no? Estaba muerto. Más que muerto.

—Sí. Lo mismo que la rusa.

El silencio que siguió a ese comentario parecía plagado de pensamientos horribles. Tras unos instantes, J. T. la miró de reojo. Se lamió los labios.

—Con respecto a eso… lo siento, chica.

—No importa.

—No… Tú tenías razón. Dudé de ti. No durante mucho tiempo, pero dudé, y eso me convierte en un gilipollas y en un mal compañero. Lo siento de verdad.

Se quedaron mirándose el uno al otro unos segundos. Dez sonrió.

—Prepárame una cazoleta de tu chili quemado con seis Sam Adams heladas y estamos en paz.

—¿Me estás pidiendo una cita, niña? —sonrió J. T.

—¡Buah! ¡No me seas viejo verde!

—Bien, porque yo no salgo con chicas blancas.

Dez soltó un bufido.

—Lo que te estoy diciendo, viejo, es que nos comamos juntos un chili con unas cervezas, a ver si nos olvidamos del día de hoy.

Él asintió. Ambos fingieron sonreír. El tiempo pasaba con una lentitud infinita.

—Bueno… —dijo ella despacio—, ¿de qué estábamos hablando?

J. T. volvió a sacudir la cabeza.

—Pues yo diría que hablábamos de la decadencia. De asesinos muertos que vuelven a la vida. De polis que matan a polis. Que se comen a otros polis. ¿Qué tal te suena eso?, ¿te parece lógico? Quiero decir… aunque sea un producto tóxico que se ha esparcido o algo así…

—Sí, ya lo sé.

—O me doy a la bebida, o tendré que ir a psicoterapia el resto de mi vida.

—A la mierda con la psicoterapia. Yo prefiero emborracharme. Es más seguro. Por lo menos los elefantes rosas y las langostas de lunares no pegan mordiscos.

Una enfermera salió corriendo de la sala de trauma en la que estaba Diviny y pasó por delante de ellos.

—¡Eh! —gritó Dez, que se puso en pie al instante.

Sin embargo, la enfermera no giró la cabeza. Por un momento Dez miró a J. T. pero después, sin decir una palabra, ambos se acercaron a las puertas de vinilo y se inclinaron para escuchar. Se oía jerga médica, pero ellos solo captaron algunos términos entre los gritos y los gruñidos constantes de Andy Diviny.

El sonido de pisadas tras ellos los hizo girarse. La enfermera volvía corriendo por el vestíbulo, cargada con un montón de trajes de protección contra materiales peligrosos. Una vez más no quiso detenerse, pero J. T. se interpuso y le bloqueó la entrada.

—Disculpe, enfermera… Somos los que hemos traído al agente Diviny. ¿Cómo está?

La enfermera le dirigió una mirada asustada y sacudió la cabeza con fuerza.

—Tendrá que preguntárselo al doctor Sengupta.

Acto seguido se abrió paso por un lado y entró en la sala de trauma.

Dez y J. T. se quedaron contemplando la puerta.

—Esto no puede ser nada bueno —musitó J. T.

Dez se sorbió la nariz y se marchó.

—¡Eh!, ¿te encuentras bien?

Ella sacudió la cabeza en una negativa, pero no dijo nada.

—Cuéntame qué te pasa, niña.

Dez respiró hondo y suspiró largamente, soltando todo el aire. Cuando volvió la vista hacia él tenía los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas.

—Estoy verdaderamente asustada, amigo —dijo Dez, que acto seguido señaló la puerta de la sala de trauma y añadió—: Ya viste a los enfermeros cuando trataron de tomarle las constantes vitales. No tenía ni presión sanguínea ni pulso, y no respiraba. Y, a pesar de que no veo Anatomía de Grey, creo que sé lo que eso significa.

—Pero eso no puede ser, Dez —contestó J. T. sin dejar de sacudir la cabeza—. Es absolutamente imposible. El chico se movía y luchaba por soltarse todo el tiempo.

—¿Sí? Pues la puta rusa también estaba de lo más ágil. Y la verdad es que ninguno de nosotros cree que alguien entrara en el tanatorio y se llevara el cuerpo de Doc Hartnup.

J. T. no dijo nada.

—Doc y la mujer de la limpieza estaban muertos —afirmó Dez de mal humor—. Lo mismo que Andy. Pero luego… luego…

Dez sacudió la mano como si hubiera logrado captar las palabras exactas extrayéndolas del aire.

—Pero luego resultó que no estaban muertos —terminó la frase J. T. por ella—. Vamos, Dez… si lo que pretendes es convencerme de que son vampiros o fantasmas, o alguna otra gilipollez de esas, entonces de verdad que me largo a casa a emborracharme.

Dez se enjugó las lágrimas con un gesto de enfado.

—¿Acaso he dicho yo algo de vampiros? Andy no es el jodido Vlad el Empalador. Es Andy, pero aunque estaba muerto trataba de morder a nuestros compañeros.

—Vale. Entonces, ¿qué clase de cosa es?

Dez se mordió el labio inferior antes de responder.

—No lo sé. Simplemente está jodido.

Ambos asintieron como si estuvieran de acuerdo al menos en ese punto.

—Será mejor que vayamos a ver a la otra víctima de mordisco —dijo Dez.

J. T. asintió y ambos se apresuraron al mostrador de enfermeras a preguntar. La enfermera de emergencias les informó de que el paciente estaba en la sala de operaciones con anestesia general. J. T. le indicó que el doctor Sengupta tenía otro paciente con una herida de mordisco muy similar, y que probablemente era muy conveniente que ambos médicos hablaran. La enfermera asintió y siguió de inmediato la indicación.

Dez y J. T. volvieron a la fila de sillas de plástico.

—Cuesta hacerse a la idea de que están muertos —comentó J. T. al tiempo que tomaba asiento—. Doc, Jeff Strauss, Mike Schneider y Natalie Shanahan. Y Andy, supongo. Cinco personas a las que conozco desde hace años. Muertos. Así, sin más —terminó J. T., chasqueando los dedos.

Dez asintió.

J. T. se aclaró la garganta.

—¿Era así en Afganistán?

—Sí y no —contestó Dez mientras sacudía la cabeza—. El susto tremendo y la pena sí, eran exactamente iguales. Pero el miedo era muy distinto.

—Distinto, ¿en qué sentido?

—Bueno, allí era todo horrible, pero solo eran balas y bombas. Pero esto… —explicó Dez con un escalofrío—. No sé qué es lo que hay que temer. O sea, que no sé si mi reacción es la correcta. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Sí, por desgracia.

La puerta de la sala de trauma se abrió y el médico salió. Les costó trabajo reconocerlo porque iba vestido con un traje de protección contra materiales peligrosos de la cabeza a los pies. Se acercó a ellos, se paró a unos tres metros y alzó la mano para que no se aproximaran más. Tenía el traje salpicado de betadine y de otros productos químicos.

—Doctor —lo llamó Dez al tiempo que se ponía en pie—, ¿hay noticias?

—Vamos a llevar al señor Diviny a cuarentena.

—¿Qué le pasa?

—Todavía no tenemos la suficiente información —contestó el médico, dubitativo. Luego los observó pensativo y añadió—: Y teniendo en cuenta que vosotros dos habéis estado en contacto con él, deberíamos considerar la posibilidad de ingresaros también en observación…

—¡Y una mierda! —respondió Dez de mal humor—. Se nos viene encima una tormenta.

Sengupta asintió.

—Entonces al menos me gustaría que una enfermera os tomara muestras de sangre. Y de orina también.

No le preguntaron por qué. Accedieron.

—He estado hablando por teléfono con Control de Tóxicos y con unos cuantos colegas. Los especialistas vienen de camino. He pedido que un equipo de Materiales Peligrosos vaya al escenario del crimen.

—¿Qué especialistas? —preguntó J. T.

—Especialistas en Toxicología, en Epidemiología y en otras especialidades. Se trata de un caso… verdaderamente poco frecuente. Puede que llame al Centro de Control de Enfermedades de Atlanta.

—¿Al Centro de Control de Enfermedades? —repitió J. T. con el ceño fruncido—. ¿Entonces es que no cree que sea una simple enfermedad?

—Tal y como he dicho, es algo muy poco habitual. Todavía no sabemos nada.

Las puertas de vinilo volvieron a abrirse y todo el equipo médico, todos ellos vestidos con el mismo traje de protección contra materiales peligrosos, sacó la camilla y se la llevó apresuradamente por el vestíbulo. Habían levantado las barras metálicas del marco de la cama, y de ellas colgaban unas cortinas protectoras bastante pesadas.

El doctor Sengupta llamó a una enfermera para que tomara muestras de J. T. y de Dez y después se marchó apresuradamente tras la camilla.