36

Propiedad Conroy

Trout caminó junto a Selma, pero ninguno de los dos habló hasta llegar al socaire que ofrecía el granero desvencijado. Los cuervos se alineaban sobre el tejado inclinado, y treinta especies de pájaros diferentes entraban y salían volando por los agujeros de la madera de aspecto podrido. No se oían ruidos de animales en el interior, así que Trout se figuró que el granero llevaba al menos veinte años en desuso.

—Bien, aquí no nos oye nadie. Hablemos.

Selma rebuscó por los bolsillos de la bata y sacó un paquete de Camel sin filtro y un mechero con el logo del casino de Pensilvania. Casino de Mohegan Sun, en Pocono Downs. Sacó un cigarrillo, lo encendió y frunció el labio inferior para expulsar el humo hacia arriba, por delante de su rostro.

—Pregunta lo que quieras —dijo ella.

—¿Eres la tía de Homer Gibbon?

—Sí. Así es.

—¿Hasta qué punto lo conocías?

—Lo he visto muy vez en cuando. Sobre todo a partir del momento en que cumplió los diecisiete años en adelante. Después de que se escapara por última vez de la casa de acogida.

—¿Cuándo lo viste por última vez?

Selma resopló y se encogió de hombros.

—¿Podrías tratar de concretar? —insistió Trout.

—No lo sé. Puede que en los años noventa… en el noventa y uno.

—Eso fue después de cometer él varios asesinatos.

—Supuestos asesinatos —lo corrigió Selma—. Jamás lo han condenado por nada sucedido con anterioridad a esa fecha.

—Supuestos —concedió Trout. No tenía sentido discutir acerca de ese punto—. ¿Conocías sus… mmm… sus actividades?

Ella hizo una mueca y contestó:

—¿Has oído alguna vez la expresión «Soy de pueblo, pero no soy tonto»?

—Claro.

—Me estás haciendo las preguntas que le harías a un campesino ignorante que no sabe una mierda. ¿Es así como pretendes hacer esta entrevista? Quieres que parezca la típica blanca pobre e inculteducada —dijo Selma, que pronunció deliberadamente mal la palabra inventada y con un fuerte acento de pueblo—. Si te digo que sabía lo que estaba haciendo, entonces soy su cómplice. Soy vieja, pero ¿tengo aspecto de imbécil?

Trout sonrió, pero no se disculpó.

—No, no lo tienes.

—Pues entonces demuéstrame un poco de respeto.

Nada más oír esa respuesta, Trout se dio cuenta de que la tía Selma le caía bien.

—Lo siento.

Ella asintió y le dio una calada larga al cigarrillo.

—¿Alguna vez te pusiste en contacto con Homer Gibbon después de que lo arrestaran por asesinato?

—No.

—¿No os escribisteis cartas? ¿Correos electrónicos? ¿Tarjetas de Navidad?

—¿Te parece que Homer era de esos que mandan tarjetas por Navidad? —preguntó ella a su vez con una sonrisa.

—Pues de hecho intentó mandarle al jurado tarjetas por San Valentín durante el primer juicio.

—Una estratagema publicitaria. Se le ocurriría a su abogado para que pareciera un loco, seguro.

Sí, probablemente eso era cierto, convino Trout.

—Entonces, ¿no mantuviste ningún contacto con él después del primer arresto?

—No.

—¿Ninguno en absoluto?

—No.

—En ese caso, ¿por qué presentaste una solicitud para traer su cuerpo a Stebbins para enterrarlo?

Selma se encogió de hombros antes de contestar:

—Por la familia.

—Lo siento, Selma, pero esa respuesta no se tiene en pie —aseguró Trout—. No es mi intención ofenderte, pero juraría por tu aspecto que no te sobra el dinero. Entre las facturas, el transporte, el coste del tanatorio y el de los sepultureros, te habrás gastado unos cinco o seis de los grandes.

—Cuatro y pico.

—Sigue siendo un montón de dinero.

—Solo si tuviera algún interés en ahorrarlo —contestó Selma, que se sacó una hebra de tabaco de la lengua con dos dedos y la dejó volar al viento—. ¿Tienes familia?

—Tengo una hermana en Scranton —dijo él—. Y primos en algún lugar del norte del estado de Nueva York.

—¿Y cuándo fue la última vez que viste a tu hermana?

Trout tuvo que hacer memoria. Megan y él jamás habían estado muy unidos. Se mandaban postales en vacaciones, pero ¿cuándo la había visto por última vez?

—Hace un par de años.

Selma arqueó una ceja e insistió:

—¿Un par?, ¿seguro?

—Bueno, hace cuatro años.

—Así que no estáis muy unidos. Pero si muriera, ¿irías a su funeral?

—Claro.

—Lo has dicho sin pensar. ¿Por qué?

—Es mi hermana.

Selma asintió, y Trout captó la idea.

—Bueno, sí, vale —concedió Trout—, pero ella es enfermera y madre. No es una asesina en serie.

—Ni lo era Homer cuando yo lo vi por última vez. No era más que un chico joven y asustado al que jamás nadie le había dirigido una palabra amable. Su madre lo entregó en adopción al nacer. Y deja que te diga una cosa: eso deja huella. Luego estuvo entrando y saliendo de casas de familias de acogida hasta que se escapó. ¿Alguna vez has hecho un reportaje sobre las casas de acogida, señor Trout?

Trout no dijo nada.

—Sí, apuesto a que sí. Así que supongo que ya sabes el tipo de saca cuartos que son. La mitad de los padres de acogida se apuntan solo por el cheque a fin de mes; los niños les importan una mierda. Y la otra mitad son pedófilos que jamás deberían acercarse a un niño. ¿Es que crees que Homer tenía que ser así por fuerza, porque tenía mal los cables? —preguntó Selma mientras se daba unos golpecitos en el cráneo—. ¡Y una mierda! Ellos lo hicieron así. El sistema y esos hijos de puta violadores de niños a lo que llaman padres de acogida, esos son los que lo jodieron. Y no trates de convencerme de lo contrario, porque es mentira.

—No —negó Trout—, ya sé cómo son las casas de acogida. Muchos niños sufren traumas en esas casas; son víctimas de malos tratos y de violaciones. En definitiva, víctimas del sistema.

—Cosa que los convierte a ellos a su vez en maltratadores —señaló la tía Selma.

—No a todos —negó Trout—. Ni siquiera a la mayoría.

—Pero sí a bastantes. Los suficientes como para que todo el mundo piense que esos niños se convierten siempre en asesinos, y para que cuando de hecho sea así, a nadie le parezca una aberr… una aberr… ¿cómo se dice?

—¿Una aberración?

—Exacto, una aberración. Y encima dicen que como la mayoría de ellos no acaban siendo criminales, entonces los que sí lo son es por elección —concluyó Selma, que arrojó el cigarrillo al suelo y lo enterró con el tacón.

Trout notó que llevaba zapatillas de andar por casa con bordados de colibríes. ¿Un toque de inocencia?, ¿un recuerdo de la juventud perdida? En cualquier caso el detalle le hizo sentir pena por ella. Se preguntó hasta qué punto Selma había elegido su vida y en qué medida las circunstancias la habían obligado a tomar ciertas decisiones. Y eso le hizo preguntarse también si un niño pequeño, débil e impotente, al que se obliga a vivir unas circunstancias desafortunadas una y otra vez, llega algún día a tomar decisiones incorrectas motu proprio sencillamente por el hecho de que es el tipo de respuestas a las que está acostumbrado.

Tendría que hablar con un psicólogo a propósito de ese tema. Sería el argumento perfecto al hilo del cual contar la historia, ya se tratara de un libro o de una película.

—¿Estás diciendo que nada de lo que hizo Homer fue culpa suya?

Selma no contestó a esa pregunta de inmediato. Sacó el paquete de Camel, encendió otro cigarrillo y estuvo dándole caladas durante un rato con un brazo colocado bajo el pecho, el codo del otro apoyado en el primero y la mano un poco inclinada hacia delante, igual que una persona que estuviera contemplando y juzgando una obra de arte de un museo. Solo que la postura no se debía a la afectación, de eso Trout estaba seguro. Estaba reflexionando sinceramente acerca de la cuestión. O elaborando con cuidado su respuesta, pensó Trout momentos después. Uno de los cuervos del tejado del granero elevó la voz y partió el aire en dos con un grito lastimero tan perturbador como el de un niño llorando.

—No —contestó ella al fin—, eso tampoco sería verdad, y los dos lo sabemos. Es muy probable que a Homer lo empujaran por el mal camino, pero transcurrido un tiempo… Sí, creo que matar llegó a gustarle.

—¿Y a pesar de eso querías enterrarlo aquí?

—Sí —asintió Selma.

—¿Por qué? —volvió a preguntar Trout.

—Eso ya me lo has preguntado.

—Pero no me has respondido en realidad.

—Es de la familia.

—Bueno, pero tampoco es que esta granja sea la casa de los ancestros. Tú naciste en Texas. Homer nació en Pittsburgh. ¿Por qué aquí?

—Ahora es la propiedad familiar.

—¿Quedan familiares por los alrededores?

Selma sacudió la cabeza y alegó:

—No espero que me comprendas, señor Trout.

—Me gustaría comprenderte —dijo Trout, convencido en principio de que estaba diciendo una mentira.

No obstante, justo en el momento en que lo decía, comprendió que de verdad lo deseaba, y él mismo se sorprendió.

Selma se quedó mirando el horizonte de nubes grises que se acercaba por encima de la línea de las copas de los árboles lejanos mientras se fumaba el cigarrillo.

—Tengo cáncer —confesó ella entonces.

La revelación sobresaltó a Trout.

—¿Cómo…? Quiero decir… ¡Dios, lo siento! ¿Está… está muy avanzado?

—Prácticamente soy un cadáver. Estaré muerta para Navidad —afirmó ella, dándole vueltas al cigarrillo entre los dedos—. Tres paquetes al día durante cuarenta años.

—Lo… lo siento.

—A la mierda. La advertencia figura en todas las cajetillas. Sabía en qué me metía. En un suicidio lento. Pero saber que es esto lo que un día me remataría casi incluso le daba mejor sabor.

Trout no dijo nada.

Selma ladeó la cabeza y alzó la vista para mirarlo antes de continuar:

—No pretendo fingir que soy nada distinto de lo que lo soy, señor Trout, y te aseguro que ser puta o regentar un prostíbulo no es lo peor que he hecho en mi vida. He vivido en la marginación desde que nací. Me empujaron a esa vida y ahí me quedé. Fue mi elección. No voy a disculparme, y estoy dispuesta a escupir a la cara a cualquiera que se compadezca de mí. Es mi vida, y también hubo momentos buenos a veces —explicó Selma. Una lágrima brilló en uno de sus ojos, que ella se enjugó con cierta ira—. No pretendo enmendar nada de lo que he hecho. La mayoría de la gente a la que le hice mal hace tiempo que está muerta, así que es imposible compensarlos de ninguna forma. Si es que en algún momento se me ocurre la idea de hacerlo. Apenas me arrepiento de nada, pero sí hay algo que… Solo hay una cosa que preferiría no haber hecho. O mejor dicho, hay una cosa que desearía haber hecho.

—¿El qué, Selma? —preguntó Trout en voz baja.

—Mi hermana Clarice vino a verme cuando se quedó embarazada. Me pidió que me quedara con el niño. Para entonces ella estaba ya realmente perdida. Su desesperación era tan profunda que vivía inmersa en su propia oscuridad y sabía que jamás saldría de ese agujero.

—¿Quién era el padre? ¿Dónde estaba él y qué hizo al respecto?

Selma soltó una carcajada amarga.

—Pudo ser cualquiera de los cientos de tipos con un billete de diez dólares en el bolsillo. Aunque Clarice hubiera sabido su nombre, sin duda él jamás habría cumplido con su deber porque nadie cumple jamás con su jodido deber.

—Entonces, ¿tu hermana te pidió que te quedaras con el niño?

Otra lágrima más resbaló en esa ocasión por la mejilla, surcando las miles de arrugas del rostro de Selma.

—Yo por aquel entonces tenía una casa y algo de dinero. Gobernaba un prostíbulo con diez prostitutas. Podría haberlas obligado a cuidar del niño por turnos. Podría haberlo hecho, y la verdad es que no me habría importado un bledo. No me habría costado nada.

Dos lágrimas brotaron al mismo tiempo de sus ojos.

—Pero para Homer habría sido su salvación. Nadie le habría puesto una mano encima. Ninguno de esos jodidos padres de acogida le habría metido la polla. Nadie le había dado azotes con cables eléctricos, nadie lo habría quemado con cigarrillos ni obligado a arrodillarse en la gravilla —continuó Selma, que de pronto agarró la manga de Trout—. Homer podría haber tenido una oportunidad, ¿comprendes?

—Sí —contestó Trout con voz pastosa—. Comprendo.

—Y todo el daño que él hizo a otras personas… todos esos asesinatos… las cosas malas que les hizo a esas mujeres y a esos niños. Puede que entonces él no hubiera hecho nada de eso…

—Eso no lo sabes, Selma. Puede que lo llevara dentro, de nacimiento.

Selma apartó la mano de la manga de Trout y sacudió la cabeza con desprecio.

—¿Una mala semilla? ¡Gilipolleces! Yo no creo en eso. Los bebés no llevan la semilla del pecado.

—Me refiero a un desequilibrio químico o…

Pero Selma volvió a sacudir la cabeza en una negativa.

—No. Fue el sistema el que hizo un monstruo de él. Es culpa del sistema. De ellos… y mía.

Permanecieron en pie frente al viento helado, contemplando cómo el día soleado iba oscureciéndose paulatinamente.

—Entonces —comenzó a decir Trout despacio—, ¿por qué traerlo de vuelta aquí?

—Homer jamás tuvo un hogar —repitió ella—. Yo jamás antes le había dado nada. Ahora… al menos puedo hacer eso por él. Darle un hogar… y puede que algo de paz.

Trout tenía cientos de preguntas más que hacer, pero calló. Todas las cuestiones que quedaban pendientes sucumbieron como pájaros heridos que caen al suelo ante el brillo de los ojos verdes de Selma. Las ventanas del alma; y las de Selma se abrían ante un paisaje desgarrado por las tormentas y marchito más allá de cualquier posible reparación.

—Lo siento —dijo él.

Ella asintió. Las lágrimas volvieron a correr por su rostro, pero Selma apretó los dientes. Trout la observó apagar el segundo cigarrillo y encender el tercero.

Se giró sin decir una palabra más y se marchó despacio por el camino hacia el Explorer. La historia era oro puro, de eso no cabía duda, pero Trout sabía con absoluta certeza que tener que escribirla le desgarraría el corazón.