33

Guardia Nacional del Ejército de Pensilvania

Compañía Acorazada D, 1-103RD

Avenida de Washington 108

Connellsville, Pensilvania

El sargento Teddy Polk estaba en pie bajo la lluvia, haciéndoles a sus hombres un gesto con la mano para que siguieran adelante, empujándolos para que se subieran a la parte trasera del camión de transporte de tropas. Una cola de camiones de transporte de tropas esperaba perezosamente bajo la lluvia.

Uno de los soldados que era del mismo pueblo que Polk, un cabo llamado Nick Wyckoff, asintió en dirección al convoy y preguntó:

—¿En qué consiste la operación? ¿En colocar sacos de arena para detener la corriente de agua y toda esa mierda?

Polk sacudió la cabeza.

—Nadie nos ha informado de nada, Nickie.

Wyckoff asintió y llegó a la cuerda a la que tenía que agarrarse para subir al camión, pero entonces Polk le dio una palmadita en el hombro y Wyckoff se inclinó hacia él.

—Hay un par de cosas extrañas en esta operación, ¿sabes?

—¿Sí? ¿Qué cosas?

Polk habló lo más bajo que pudo, que no era mucho teniendo en cuenta el rugido de la lluvia.

—Nos han pedido que escojamos a los soldados uno a uno. Que no elijamos a nadie que tenga niños o que tenga familia por los alrededores. Los casados solo van a hacer tareas de control de la inundación y de evacuación de emergencia de la población. No vienen con nosotros.

—¿Y por qué…?

—No, espera —lo interrumpió Polk—, la cosa es más extraña todavía. He visto a la tropa cargando cajones en un par de camiones.

—¿Cajones de qué?

Polk se humedeció los labios antes de contestar:

—De trajes contra materiales peligrosos.

—¡Dios! ¡Mierda! —murmuró Wyckoff.

—Exacto.

Minutos más tarde los camiones salían del recinto.

El general de división Simeon Zetter estaba en pie junto a la ventana de su despacho con las manos entrelazadas en la nuca, el rostro impasible y los ojos fijos en la cola de vehículos que se dirigía directamente hacia la zona en la que se localizaba la tormenta. Estaba solo en el despacho. Sus oficiales de rango superior se habían marchado con el convoy. No era una operación que pudiera confiarse a los tenientes.

La lluvia lo tenía preocupado. Formaba una cortina gris espesa. Ni siquiera podía ver con claridad la fila de camiones por la ventana. Los helicópteros Apache y Águila Negra estaban varados en tierra por culpa del viento. Y eso no era nada bueno. Si alguna vez se había producido un conflicto perfecto para una operación de las fuerzas aéreas, era esa.

¿Tropas de tierra? El condado de Stebbins tenía muy poca población, pero ocupaba un territorio muy amplio. Campos de cultivo, bosques y granjas. Mucha naturaleza que peinar. En cualquier otra circunstancia sin duda habría recurrido a los escáneres térmicos, pero durante la videoconferencia con el gobernador, el presidente del gobierno y el consejero nacional de Seguridad, este último había dicho algo a lo que todavía le estaba dando vueltas en la cabeza. Algo que no acababa de entender.

—El enemigo puede mostrar grados variables de temperatura —había dicho Blair, el consejero nacional de Seguridad.

—¿Cómo dice, señor? —había preguntado Zetter.

—Hay que estar preparados para la posibilidad de no podamos rastrear térmicamente a buena parte de las personas infectadas.

—¿Cómo es eso, señor? ¿Es que utilizan un supresor térmico o…?

—No —había negado Blair—, son solo civiles.

—Pero los civiles no…

—Su temperatura corporal desciende. Un grado por hora, por término medio. Y con este frío probablemente más.

—¿Se trata de… de un síntoma de la enfermedad, señor?

—No, general Zetter —había contestado Blair—, es la señal de la falta de vida.