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Estado de Transición Hartnup

El jefe Goss se quedó contemplando la locura de sombras rojas y verdes esparcida ante él. Dos agentes allí mismo. Otro más bajando la pendiente. No eran agentes suyos, pero eso daba igual. Los distintos pueblos del condado compartían siempre el trabajo; los casos respectivos invariablemente se solapaban unos con otros. Formaban todos una familia.

Tres muertos.

Otro agente completamente loco.

El claro estaba en calma. Nadie se movía. Todos los presentes compartían una misma expresión de shock en la mirada y sus corazones palpitaban acelerados.

Goss observó los cuerpos. Mike Schneider, Jeff Strauss. No solo muertos, sino además en parte desgarrados. ¿Qué demonios les había hecho Andy? ¿Se los había comido?

Goss sintió que se le revolvía el contenido del estómago. Sentía deseos de vomitar. Quería marcharse a casa. Se giró hacia Sheldon.

—Shel, ¿qué ha ocurrido? —le preguntó en voz baja.

Sheldon sacudió la cabeza. Tomó aliento, se humedeció los labios y le explicó exactamente lo que él había visto. Y mientras tanto Goss a su vez tampoco dejó de sacudir la cabeza. No como si quisiera sugerir con ello que Sheldon estaba mintiendo, sino por la extrañeza de lo ocurrido. Era todo demasiado extraño, tenía que ser un error.

—¿Algún rastro de Doc Hartnup?

Goss puso una rodilla en el suelo y apoyó todo su peso en ella, a escasos centímetros de Strauss. Conocía a Strauss mejor que a Schneider. Sus hijos estaban en el mismo curso, jugaban en el mismo equipo de la liga infantil. El hijo de Strauss era centrocampista entre la segunda y la tercera base; el suyo era el catcher.

No tendrían más remedio que celebrar el funeral con el ataúd cerrado. Toda la parte inferior del rostro de Strauss había desaparecido. Tenía restos sobre el uniforme, sobre el césped, en el pelo. Y lo que faltaba…

No se atrevió ni a pensarlo.

—¡Ah, Jeff… maldita sea!

Goss jamás había estado así, junto al cuerpo muerto de un amigo caído. Las personas que conocía habían muerto en la cama o en el hospital, y las víctimas de los accidentes de tráfico por lo general eran desconocidos. Se preguntó si debía cerrarle los ojos. Es lo que se hacía siempre en las películas. Cerrarles los ojos. Era algo así como cerrar una puerta, bajar una persiana. Significaba algo, o eso al menos se figuraba. Era una especie de muestra de respeto; un gesto que restauraba de algún modo la dignidad del fallecido.

¿Les importaría a los forenses?

Reflexionó acerca de ello, apretó los labios y sintió un enorme peso en el corazón.

—Sí —murmuró para sí mismo—, es lo correcto.

Alargó la mano. Los dedos le temblaban de tanta adrenalina y del shock. Y debido a la repugnancia. Era duro contemplar ese rostro desgarrado. Goss sintió el contenido de su estómago revolverse una y otra vez.

Rozó con los dedos los párpados medio cerrados.

La boca sin labios de Strauss se irguió inesperada y bruscamente hacia delante y los dientes descarnados mordieron los dedos del jefe Goss.