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Estado de Transición Hartnup

—¡Echadme una mano! —gritó Dez.

Dos enfermeros salieron por la puerta trasera de una ambulancia y se apresuraron hacia ella. Dez los conocía. Eran Don y Joan. Un equipo mixto que bien podría haber sido de hermanos: ambos musculosos, de cuello corto, cubiertos de tatuajes y con aspecto de tener genes de bulldog en el ADN.

—¿Eso de la garganta es una herida? —preguntó Joan, que enseguida alargó un brazo hacia Diviny.

Dez le dio un manotazo para apartarla.

—¡Cuidado! —advirtió Dez—. Muerde… y escupe mierda negra asquerosa.

—Trae la camilla —ordenó Don.

Joan volvió al vehículo. Sacó la camilla y comenzó a cargar encima el equipo. J. T. y Dez sujetaron a Andy, que no dejaba de retorcerse, y Don se inclinó hacia la víctima todo lo que se atrevió para levantar un poco los bordes del Izzy y ver la herida.

—¿Qué clase de herida es esta? —preguntó Don.

—Un mordisco —contestó Dez.

Don le lanzó una mirada breve a Dez.

—¿Qué clase de mordisco?

—Humano.

—¡Jesús! Los bordes están completamente desgarrados. Pero no ha sangrado a través de la venda, así que voy a dejarla en su sitio. Hay que llevarlo a emergencias de inmediato —declaró el enfermero.

—Justo lo que pensábamos hacer —dijo Dez entre dientes.

—¿Por qué está esposado? —siguió preguntando Don.

—Se ha vuelto loco —contestó J. T.—. No sabemos cómo. Ha matado por lo menos a otros dos agentes, posiblemente a tres.

El enfermero se quedó boquiabierto mirando a J. T.

—¡Tonterías! Yo conozco a Andy y es…

—¿Sabes si había intentado comerse a alguien antes? —soltó Dez agriamente.

—¡Pero tú te has vuelto loca, Dez! ¡Ay, Dez…!

—¿En serio? Quítale la máscara y acércate —contestó Dez—. Cuando termine de comerse tu cara, entonces hablamos.

Joan volvió con la camilla y la dejó caer al suelo, exhausta.

—¿Qué tenemos? —le preguntó a Don.

—Dicen que Andy ha perdido el juicio y se ha puesto a atacar a los otros policías.

—A matar policías —corrigió J. T.—. A Jeff Strauss, a Mike Schneider, y puede que a Natalie Shanahan.

Joan se puso completamente blanca.

—¡Oh, Dios mío!

—Te lo repito —insistió Don—, eso es imposi…

Diviny saltó hacia delante tan brusca e inesperadamente que estuvo a punto de soltarse de Dez y de J. T. Los dientes del joven agente mordieron el aire a escasos centímetros de la nariz de Don.

—¡Jodida rata de mierda! —gritó Don, que se echó atrás y cayó sobre la camilla.

—Deja ya de jurar y trae la tabla —chilló J. T. mientras él y Dez luchaban por seguir sujetando a Andy.

Los enfermeros se quedaron atónitos por un momento. Dez vio la chispa de la incredulidad brillar en sus ojos y supo exactamente cómo se sentían. Imposible. Todas y cada una de las malditas cosas que ocurrían ese día eran imposibles. Los enfermeros reaccionaron enseguida y se pusieron manos a la obra.

La tabla era una pieza de plástico de alta tensión del tamaño de un cuerpo, con agujeros por los bordes que servían para sujetarla a la camilla y atar al paciente. Tardaron tres minutos de sudor y juramentos en tumbar a Andy Diviny en la tabla, cerrarle las esposas a los lados y sujetarle las piernas con un rollo de cinta adhesiva. Otros departamentos de policía mejor equipados disponían de correas más caras para ese tipo de situaciones, pero allí en el campo la cinta adhesiva era rápida, duradera y siempre estaba disponible. Joan dio vueltas y más vueltas con la cinta alrededor de las espinillas. Luego hizo lo mismo a la altura de los muslos y del pecho.

—¿Tienes una mascarilla de plástico para los mordiscos? —preguntó Dez mientras sujetaba la cabeza de Diviny por enésima vez.

—Son mejores los collarines de Filadelfia —dijo Don, que sacó uno del maletín con el equipo.

Se trataba de un collarín cervical de espuma de plástico formado por dos piezas que se unía con velcro y que tenía una abertura para dar acceso a la garganta. Sin duda evitaba que Diviny abriera la mandíbula lo suficiente como para darle un mordisco a nadie, y por otra parte le inmovilizaba la cabeza. De todos modos reforzaron el collarín con otra vuelta de cinta adhesiva alrededor de la frente y de la tabla. Dez le quitó la cinta a Joan y dio otra vuelta más alrededor del pecho y de los hombros.

Por fin Dez y J. T. se echaron atrás, agotados y sudando. Don y Joan vacilaron, indecisos.

—¿Está bien atado? —preguntó J. T. Diviny gimió, gruñó y se retorció—. ¿Puedes darle algo? —siguió preguntando J. T. mientras se secaba el sudor de los ojos—. ¿Tenéis algún calmante? ¿Valium o algo?

—Ahora usamos Midazolam, o Versed —dijo Joan, que comenzó a rebuscar por el equipo para traumas.

Sacó una inyección hipodérmica, le quitó la capucha e inyectó un poco de la solución al vacío para expulsar el aire. Pero de nuevo vaciló.

—Si sigue retorciéndose de ese modo no voy a poder ponérsela, y desde luego no quiero pincharme.

—Métesela intranasal —sugirió Don—. No es tan rápido, pero es mucho más seguro.

Joan le tendió la inyección y Don le metió una pieza en el orificio de la nariz, en la cual encajó luego la jeringuilla. Una vez en su sitio apretó el émbolo y el filtro que llevaba la pieza convirtió el chorro de la solución en vapor.

—Vamos a comprobar las constantes vitales y a llevárnoslo de aquí de una vez —dijo Don.

Joan enganchó la pinza del pulsioxímetro a la punta del dedo índice derecho de Diviny. Don le colocó la cinta del manómetro alrededor del brazo y comenzó a inflarla para tomarle la presión sanguínea.

Joan pulsó las teclas de la radio portátil para llamar al hospital. Cuando por fin logró ponerse en contacto con el médico de urgencias, le informó:

—Tenemos a un agente de policía caído con un fuerte desgarro en el cuello. Según otros agentes se trata de un mordisco humano. Le han puesto una venda Izzi y le hemos administrado Midazolam por vía nasal. Ahora le estamos tomando las constantes vitales. Tiene la piel fría.

Joan tomó un termómetro digital y se lo colocó a Diviny en la punta de la oreja.

—¡Uau! Tiene treinta y un grados. Las pupilas no reaccionan. Imposible captarle el pulso con el pulsioxímetro.

Joan colocó los dedos sobre la muñeca de Diviny. Puso cara de sentirse molesta y volvió a intentarlo colocando los dedos en otro punto diferente. Y una vez más volvió a intentarlo.

—Doctor, no le encuentro el pulso —dijo por fin por radio—. Ha sufrido un fuerte shock y…

—El manómetro no capta nada. Cero sobre cero —dijo Don, que comenzó a inflar la cinta otra vez. Y otra vez más—. Este maldito trasto está roto.

—¡Olvidaos de esa mierda y llevároslo! —exclamó Dez.

Don no le hizo caso. Se colocó el estetoscopio y puso la pieza metálica redonda contra las costillas de Diviny. La expresión de su rostro pasó de la confusión a quedarse completamente en blanco.

—No hay respiración. Hay que entubarlo.

Diviny abrió la boca y enseñó los dientes.

—No puedes entubar a un tío que muerde —dijo Joan.

—¡Lo estamos perdiendo! —gritó Don—, ¡se muere…!

El final de la frase se desvaneció en el viento. Diviny no se estaba muriendo. Seguía enseñando los dientes, gruñendo, retorciéndose y luchando contra las ataduras.

—Esto no tiene ningún sentido.

—¿Qué es lo que no tiene sentido? —preguntó Dez.

Dez oía al médico de urgencias del hospital por la radio. Gritaba y exigía que le informaran y que aclararan la situación. Joan se llevó la radio a los labios.

—Es imposible tomarle las constantes vitales —dijo. Después se quedó escuchando la radio por un momento y luego desconectó—. Quiere que le hagamos un EKG en cuanto lo metamos en la ambulancia. Y después una lectura de la glucosa en sangre. Está preparando la sala de operaciones.

Los cuatro se quedaron mirándose unos instantes y finalmente bajaron la vista hacia Diviny.

—No lo comprendo —dijo Joan con una voz distante—. No tiene presión sanguínea ni pulso. No respira…

—¿Qué quieres decir? —preguntó Dez.

Joan estuvo a punto de pronunciar las palabras, pero al final se conformó con decir:

—No conseguimos detectarle las constantes vitales.

—No es el equipo —añadió Don con calma—. Sencillamente… no le captamos las señales vitales. Está… está… —concluyó, sacudiendo la cabeza.

Ninguno de los cuatro dijo una sola palabra.

Dez miró a J. T., que sudaba como si estuviera delante de una hoguera.

Metieron la camilla en la ambulancia sin decir absolutamente nada. Joan se subió atrás con el paciente, pero se sentó sobre una banqueta plegable metálica atornillada a la carrocería, lo más lejos que pudo de la camilla. J. T. se subió atrás con ella y Don ocupó el asiento al volante. Dez corrió a su unidad, encendió el motor y fue abriéndoles paso a través de la multitud de coches aparcados de cualquier modo. Había otra unidad policial de Bordentown aparcada al final de la calle, en el cruce, y el agente estaba sacando vallas para impedir el paso. Tras esa unidad se amontonaban ya docenas de coches y de furgonetas. Era la prensa, que por fin había llegado. Y en cuanto se conociera la naturaleza del problema habría más periodistas que polis. Había mirones caminando a lo largo de la calle e internándose en el bosque; mirones que habían dejado el coche aparcado en la calle Fábrica de Muñecas y en las calles colindantes, y que ocupaban kilómetro y medio en ambos sentidos.

En cuanto llegaron a la calle Fábrica de Muñecas, Dez encendió las luces y las sirenas y apretó el acelerador. El Cruiser se alejó ruidosamente del lugar de la muerte y de la miseria. Y la ambulancia, con su misterio encerrado dentro, la siguió.