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Terrenos de los Conroy

Condado de Stebbins, Pensilvania

Billy Trout tuvo que conducir por una serie de carreteras secundarias y de caminos rurales que no hacían más que dar vueltas absurdas para llegar a la casa de Selma Conroy, situada en pleno corazón del condado. A pesar de que el pueblo de Stebbins era pequeño, el condado al que pertenecía era enorme y estaba compuesto fundamentalmente por grandes terrenos de cultivo de trigo, cebada, patatas, manzanos, melocotoneros y maíz. Entre las tierras de cultivo había caminos y extensiones de pastos para vacas y rebaños de ovejas. Las casas y las granjas estaban desparramadas por la inmensidad del paisaje, pero las granjas eran tan gigantescas que parecían una isla perdida en el vasto océano de verde ondulante.

Marcia lo llamó por teléfono y Trout paró en la cuneta y encendió el altavoz.

—¿Qué tienes?

—Solo he conseguido la mitad —contestó ella—. El doctor Volker me está costando trabajo, pero de Selma Conroy lo tengo todo. ¿Quieres que te lo cuente ahora mismo?

—Mándame un correo electrónico con todos los datos y ahora hazme un resumen con lo fundamental.

—Vale —contestó Marcia. A continuación oyeron el ruido de las teclas del ordenador—. Selma Elsbeth Conroy tiene ochenta y dos años. Nació en el este de Texas, en un pueblo diminuto llamado Red Lick, cerca de la frontera con Arkansas. Se mudó a Stebbins en 1969, pero parece ser que aunque tenía familia aquí, en Pensilvania, el traslado se debió a que la echaron con cajas destempladas por ejercer la prostitución. Su madre era tan virtuosa como ella. Seis hijos, de cinco padres distintos. Una mujer con clase. ¿Quieres saber el nombre de uno de esos padres?

—Si dices Gibbon te doy un beso.

—Si es Gibbon, ¿puedo elegir dónde me das el beso?

—Ya veremos. Cuéntame la relación con Gibbon.

—¿Cabra está oyendo esto?

—Y me lo estoy pasando en grande —intervino entonces Cabra.

—Bien, esto os va a encantar, chicos. Homer era el hijo único de la hermana de Selma. ¿Queréis saber cómo se llamaba la madre de Homer? ¡Clarice!

Trout y Cabra se quedaron mirándose el uno al otro dos segundos. Luego estallaron a reír.

—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó Trout—. ¿La madre de un asesino en serie se llama Clarice?

—¡Hola, Clarice! —bromeó Cabra, poniendo la voz de Hannibal Lecter.

—No te estoy tomando el pelo —aseguró Marcia—. ¿Crees que la vida imita al arte o algo así? Bueno, pues ahora viene lo bueno. El apellido de la familia de hecho es Gibbens. Clarice Gibbens. G-i-b-b-e-n-s. Ni idea de cuándo cambió. Los registros de nacimiento y de los juzgados son escuetos, y eso es decir poco. Pero por lo que he podido recopilar, Clarice tuvo un hijo fuera del matrimonio que dio en adopción a los pocos meses. Debió de ser el que rellenó la solicitud de adopción el que transformó el apellido.

—¿Y cómo es que nadie siguió la pista de Gibbon hasta Stebbins? —preguntó Trout.

—No había ninguna razón para hacerlo. Cuando Clarice dio al niño en adopción, puso la dirección de una prima suya de Pittsburgh. No hay nadie en Stebbins con el apellido Gibbon o Gibbons, Clarice solo vivió aquí una temporada. Jamás fue una residente a nivel oficial. Además, solo conseguí enterarme de todo esto cuando añadí el nombre de Selma Conroy a la búsqueda. Selma aparecía como el pariente de sangre más cercano de Clarice en los informes de adopción. Y con la dirección del este de Texas, no la de Stebbins. Los archivos están patas arriba.

—¿Intencionadamente?

—Imposible saberlo. Es probable que la mayoría de los errores se deban a la escasa alfabetización del campesino blanco reaccionario que rellenó las solicitudes y los informes del hospital. Y puede que después Homer Gibbon borrara a propósito las huellas.

—¿Qué hay de la madre, Clarice? ¿Dónde vive?

—Imposible de localizar, probablemente esté muerta. Lo último que aparece de ella es un arresto por posesión en Harrisburg en 1993. Mi chico del Departamento de Policía de Harrisburg la ha buscado en los archivos, y tiene una docena de arrestos por posesión y prostitución. Según los informes médicos tenía el sida y un montón de problemas más. Debió de morir en algún fumadero de crack. Muchos drogadictos mueren en esos fumaderos sin papeles, o se los roban cuando se han metido una sobredosis.

—Callejón sin salida —dijo Trout—. ¿Algún otro pariente vivo?

—No en los registros. Hay más datos, pero nada tan emocionante como lo que os he contado. Copias de documentos, cosas de esas. Ahora voy a ponerme a investigar a Volker.

—Muy bien, Marcia —contestó Trout—. Eres un hacha.

—Lo sé —dijo Marcia con cierta presunción, tras lo cual colgó.

Trout se giró hacia Cabra. El cámara sonreía.

—¡Oh, sí! ¡Esto es de Pulitzer!

—Por lo menos de película —alegó Trout, que volvió a arrancar el coche—. Y ahora vamos a ver a la tía Selma.

El GPS los fue guiando por carreteras que cada vez eran peores hasta que dieron con un camino polvoriento lleno de baches, capaz de acabar con los bajos del Explorer. Finalmente entraron por un sendero tan insignificante que no tenía ni nombre en el GPS.

—¿Pero esto es una carretera? —se quejó Cabra, que no dejaba de dar botes.

El camino giraba en una curva y penetraba bajo los brazos de dos hileras de olmos retorcidos cuyas cortezas estaban salpicadas de roya y envueltas en enredaderas fibrosas. Había hiedras venenosas a los dos lados, que se retorcían y encorvaban a lo largo de kilómetro y medio en dirección a la granja desvencijada y medio abandonada.

Trout pisó el freno y detuvo un momento el coche, y el motor por fin descansó lánguidamente.

—¡La leche! —suspiró Cabra.

Trout asintió. Ni siquiera la llamarada de colores otoñales era capaz de darle una pizca de gracia al lugar. Los rojos y naranjas se mezclaban formando las siluetas de víctimas del fuego. La casa estaba completamente cerrada en previsión de la tormenta. Sin duda sus paredes habían sido encaladas alguna vez, pero la pintura estaba descascarillada y enseñaba la madera gris leprosa de debajo. Todo el perímetro exterior estaba rodeado de un porche, amplio y cubierto, en el que las mecedoras vacías se balanceaban y chirriaban al son de la brisa fuerte del oeste, que se colaba por entre los altos maizales. Los campos de maíz estaban secos y marrones, los tallos desvencijados bajo el peso de la cosecha sin recoger.

—Toma unos cuantos metros de película del lugar —dijo Trout—. Esto vale su peso en oro.

—Ya lo veo —contestó Cabra, que andaba ya toqueteando los botones de la diminuta cámara digital de alta definición—. La granja de la estrafalaria familia Adams. Me he colado de polizón en vagones repletos de heno más alegres que esto. Sería mejor tomar fotos de las vistas desde lo alto de un helicóptero.

—¿Y quién va a pagarlo?

Cabra sonrió antes de contestar:

—Era solo una idea. Si es que realmente quieres invertir en este proyecto.

Trout bajó la ventanilla del coche y asomó la cabeza. Hasta el aire esparcía el olor apestoso y dulzón de la cosecha pasada.

—Este sitio tiene todas las características que necesitamos —comentó Trout al tiempo que apartaba el pie del freno y conducía hasta la puerta principal de la casa.

Aparcaron en una rotonda junto a un Nissan Cube de solo dos años de antigüedad. El coche estaba tan limpio y parecía tan fuera de lugar que cualquiera habría jurado que lo habían colocado allí con PhotoShop.

—¿Te pega que la tía Selma conduzca un Cube? —preguntó Cabra sorprendido, con una sonrisa.

Trout sacudió la cabeza.

—Será de alguien que ha venido a verla. Es una mujer mayor, así que a lo mejor ha pedido que le traigan comida rápida. No sé. El coche está limpio, y todo lo demás está polvoriento.

Salieron de su vehículo y echaron a caminar hacia las escaleras que subían al porche. Cabra llevaba la cámara grande apoyada en el hombro. Iba filmando.

Al llegar a los escalones, la puerta principal se abrió unos doce o quince centímetros. Trout se detuvo y Cabra le tocó el brazo. El rostro que se asomó para mirarlos era el de una mujer con la piel tan arrugada que parecía una momia. El ojo que se podía ver, no obstante, era de un verde brillante e impactante.

Antes de que Trout pudiera decir nada, la mujer preguntó en tono exigente:

—¿Qué?

La voz era aguda y cortante como el sonido de un palo al romperse.

—Perdone la intrusión, señora —dijo Billy Trout con la mayor educación del mundo, sombrero en mano y rebosante de humildad al estilo sureño. Aunque nominalmente Pensilvania era uno de los estados del Norte, contaba con un vasto territorio de cultivo—. Trabajo para Noticias Regionales por Satélite. Me llamo…

—Ya sé quién eres —interrumpió ella—. Te he visto en la televisión.

Genial,se dijo Trout. ¿Y esa era su audiencia? Sin embargo, mantuvo la sonrisa impasible.

—Me gustaría hacerle unas preguntas.

Selma Conroy escrutó el rostro de Trout con esos ojos verdes fieros, e instantes después abrió la puerta y salió al porche. Era delgada y vieja, pero bajo el cúmulo de arrugas Trout pudo adivinar la gran belleza que había sido en su juventud, antes de que la vida y sus propias elecciones erróneas la talaran. Llevaba un vestido azul descolorido y encima una bata gorda gris que se ató con fuerza al llegar a la barandilla del porche.

—¿Preguntas acerca de qué?

—Sobre su sobrino —confesó Trout.

No dijo el nombre. Quería saber cómo respondía ella.

Los ojos verdes de Selma se enfriaron.

—Toda mi familia está muerta.

—Tengo entendido que tenía usted una hermana que tuvo un hijo.

Selma sacudió la cabeza brevemente y con amargura.

—Mi hermana murió hace mucho tiempo. Y yo ya tengo el billete para ese tren —dijo, tras lo cual asomó la cabeza fuera del porche para escupir sobre una hilera de rosas marchitas.

Trout levantó un pie y lo apoyó en el primer escalón.

—Pero usted conoce a su sobrino.

Selma no dijo nada, solo echó un breve vistazo al coche aparcado en la rotonda.

—¿Qué pasa con él? —preguntó al fin Selma en voz baja.

—Lo ha arreglado usted todo para traerlo a Stebbins.

Ella calló.

—Con la intención de enterrarlo en la granja de la familia —continuó Trout.

—¿Cómo sabes tú eso?

—¿Eso importa?

—Se suponía que no tenía que enterarse nadie. Ni la prensa. Me lo garantizaron en el juzgado y en la prisión.

—No creo que lo sepa nadie más que yo —contestó Trout, que apoyó el peso de su cuerpo en el primer escalón y puso el otro pie en el segundo.

Selma se mantuvo firme y defendió su posición.

—Pues vaya tontería. ¿Y qué? —contestó de mal humor—. Has venido aquí a por una historia, y diga lo que diga se la vas a contar al mundo entero. Es lo que hacen los periodistas. Buscar a personas que tengan una herida para escarbar en ella. ¿Cómo es esa frase? La sangre vende. ¿Por qué iba yo a querer hablar con alguien como tú? —preguntó finalmente Selma, sacudiendo la cabeza.

—Vale —concedió Trout—, me queda claro. Los periodistas comerciamos con el dolor. El dolor vende. Lo sabe todo el mundo. Y esta historia acabará por salir, no cabe duda —aseguró Trout. Subió otro escalón hasta que sus ojos quedaron a la misma altura que los de ella—. Pero ahora usted tiene la oportunidad de expresar su opinión para que salga a la luz pública junto con la historia… O no.

—¿Eso es una amenaza?

Trout extendió las manos y contestó:

—Así es el periodismo.

—Eres un cerdo.

—Y tú una exprostituta —soltó Trout lisa y llanamente, dejándose por fin de cortesías y de tratarla de usted—. Empezaremos por ahí, a ver si sale algo interesante.

La tía Selma se cruzó de brazos y escrutó a Trout con la frialdad de un carnicero que sopesara el valor de un pedazo de vaca. Entonces esbozó una sonrisa a medias, solo con las comisuras de los labios.

—Muy bien, hablemos.

Sin embargo, antes de que a Trout se le escapara la sonrisa, Selma señaló con el dedo a Cabra y añadió:

—Pero él no. Esa cámara no grabará la conversación. Todavía me queda algo de respeto por mí misma, y estoy decidida a conservarlo. Y para eso me basta con alegar que es tu palabra contra la mía. Nada de fotos ni de vídeos, y nada de grabaciones de sonido.

Trout lo consideró y asintió. Se giró hacia Cabra.

—Espera en el coche, ¿de acuerdo?

—Claro —contestó Cabra.

Cabra giró sobre los talones, se dirigió de vuelta al camino y desapareció en el coche.

Trout se volvió entonces hacia Selma.

—¿Vamos dentro y…?

—No —negó ella con sencillez—. Ha venido a verme una dama de la parroquia, y no quiero que oiga nada de esto.

Ah, pensó Trout, la propietaria del Cube.

Sin decir ni una sola palabra más, Selma bajó los escalones del porche y se dirigió al granero de aspecto oxidado situado junto a un riachuelo, a unos sesenta y cinco metros de la casa, en el interior de la propiedad. Trout se metió las manos en los bolsillos, encendió el botón de la grabadora digital con el dedo pulgar izquierdo y la siguió.