Estado de Transición Hartnup
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó uno de los agentes más verdes con una voz teñida de miedo.
Su expresión era de preocupación y de culpa, como si lo ocurrido fuera de alguna forma responsabilidad de todos ellos en lugar de un acontecimiento absolutamente inesperado.
—¡Nada de nada! —gruñó el jefe Goss—. Esta situación está por completo fuera de nuestro control, así que nos quedamos sentaditos y esperamos a la policía estatal. Llegarán de un momento a otro.
—Jefe —lo llamó J. T. con discreción—, ¿no deberíamos informar de esto?
Goss se sacó el walkie-talkie del cinturón y apretó un botón.
—Aquí Goss informando… Tenemos varios agentes caídos. Repito, agentes caídos.
—¿Quéeeee? —exclamó Flower—. ¿Quién está herido…?
Goss la interrumpió.
—Necesito médicos, ambulancias y unidades adicionales. Extiende el aviso al nivel siguiente. Mándame a todos los que puedas… Y dime la hora estimada de llegada de la policía estatal.
Por un segundo, Flower se atascó con las palabras, pero finalmente pudo responder:
—La policía estatal llegará en ocho minutos. Hay dos unidades…
—No quiero oír esa mierda ahora, Flower. Diles que nos manden a todas las unidades disponibles porque vamos a tener que bloquear las carreteras y necesitaremos a muchos polis de a pie. Y quiero helicópteros. Llama también a los Zimmer, a Carl y a Luke. Los necesitamos aquí con los perros. Y consígueme a alguien que pueda controlar a los medios de comunicación.
—¿Pero qué está pasando? —exigió saber Flower casi con un chillido.
—Tú haz lo que te digo —soltó Goss, que acto seguido apagó el walkie-talkie.
Sudaba tremendamente y le había salido un sarpullido de granitos rojos en las mejillas. Soplaba un viento húmedo que ascendía por la colina y le volaba el pelo empapado en sudor.
—Va a llover —advirtió J. T. con una voz deliberadamente neutral—. Y con este viento… No creo que puedan utilizar ni helicópteros ni avionetas de observación.
—Pero a los perros no los va a detener ni la lluvia ni el viento —afirmó Sheldon—. Los Zimmer tienen perros rastreadores que pueden seguirle la pista hasta al más mínimo pedo en un huracán.
Dez desvió la vista hacia el jefe, cuya expresión era la de alguien a punto de estallar. Comprendía su situación. Al igual que la mayoría de los agentes presentes, Goss era policía de carrera y había trabajado siempre en un pueblo pequeño en el que jamás ocurría nada serio. Las peleas en los bares o la conducción bajo los efectos del alcohol o de las drogas no suscitan el mismo tipo de estado vigilante que adoptan los polis de las grandes ciudades o los soldados veteranos. Goss no tenía ninguna clase de experiencia con el problema que se traía entre manos, y se le escapaban múltiples detalles.
—Jefe —intervino entonces Dez, tratando de imitar el tono de voz neutral de J. T.—, tenemos agentes esparcidos por toda la zona y ni siquiera sabemos si el problema acaba aquí. ¿No deberíamos hacer un recuento del personal?
Goss la miró y por un momento parpadeó como si Dez le hubiera hecho la pregunta en chino. Instantes después la expresión de sus ojos reveló que había captado la idea y asintió.
—Recuento de agentes. Bien, bien… —contestó Goss, que miró a su alrededor como si esperara que todos estuvieran ya allí, preparados para la enumeración.
¡Por Dios!, pensó Dez, no solo el asunto se le había ido de las manos, sino que además había perdido los papeles.
Miró a J. T., cuyo rostro oscuro parecía esculpido en un pedazo inerte e inexpresivo de caoba, por mucho que sus ojos brillaran y casi ni siquiera parpadearan. Trataba de mantener una cara de póquer, pero él también estaba al límite. Hasta Sheldon, que había estado en Afganistán, estaba asustado.
Dez tragó. En realidad todos lo estaban. Todos, incluida ella.
Entonces Goss volvió a sacar el walkie-talkie y apretó el botón del canal por el que se comunicaba todo el equipo de la policía.
—A todos los agentes, informad ahora mismo. Nombre, localización y estatus.
Uno por uno los agentes de policía fueron contestando. Paul Scott, dos enfermeros de ambulancia y otro forense en busca de pruebas estaban en el tanatorio. Cinco agentes, todos ellos de otros pueblos, estaban con Goss, J. T. y Dez. Faltaban dos para el recuento completo.
—Espera… ¿quién falta? —preguntó J. T.
—Un momento —intervino Dez—, ¿quiénes fueron los que se acercaron a la casa de la hermana de Doc y sus hijos?
Goss soltó una maldición y apretó el botón del walkie-talkie.
—Contened el aliento. Agentes Gunther y Howard, informad de vuestra localización y estatus.
Se produjo un silbido agudo, producto de las interferencias, y luego se oyó intermitentemente una voz al mismo tiempo que el chisporroteo.
—Estamos en casa de Hartnup. No hay nada de qué informar. Me ha parecido oír disparos. He llamado a Flower, pero…
Goss lo interrumpió.
—¿Le has contado a April lo de su hermano?
—Nos dijiste que no se lo contáramos.
—Bien, porque puede que no esté muerto.
—Repite, por favor —contestó Gunther tras una pausa.
—No está confirmado, pero tenéis que estar alerta porque se ha perdido el cuerpo de Doc Hartnup y es muy posible que esté herido y sufra un fuerte shock. Puede incluso que esté delirando. Debe de andar por la Arboleda.
—¿Pero… cómo? Jefe… creía que Dez y J. T. habían dicho que estaba…
Goss volvió a interrumpirlo:
—No me preguntes cómo es posible, porque no lo sé. Simplemente mantened los ojos bien abiertos. Puede que Doc esté tratando de llegar a casa de su hermana. Quiero que uno de vosotros se quede en el porche y el otro entre dentro con la familia. E intenta evitar por todos los medios que April y sobre todo los niños vean a Doc. En cuanto lo veáis, tú o quien sea, llamad inmediatamente.
—Sí, muy bien, jefe.
Goss cortó la comunicación. Si las noticias de Gunther habían supuesto un alivio para él, no se le notó. Las gotas de sudor brillaban en su cabeza. Dez temía que acabara por darle un ataque si las cosas seguían así.
—Pronto estarán aquí los polis estatales —repitió Goss. Miró a su alrededor y se lamió los labios con nerviosismo—. Tenemos que formar un perímetro alrededor de esta zona y también en el lugar en el que… donde está Natalie.
—Yo me ocuparé de eso —dijo uno de los agentes.
Le dio un golpecito a otro poli de su mismo pueblo y ambos comenzaron a descender por la colina siguiendo las indicaciones de Dez.
—¡Os quiero a todos participando en la búsqueda! —gritó Dez—. En realidad tendríamos que estar ya todos fuera buscando para…
—¿Buscar a quién? —soltó Goss—. ¿Es que acaso sabes qué es lo que está pasando aquí? Porque yo desde luego no. Tenemos un doble homicidio en el tanatorio que resulta que no es un doble homicidio. Una de las víctimas te ataca a ti y la otra se va de paseo por el bosque. Tenemos a un agente implicado en un tiroteo con una de esas supuestas víctimas. Tenemos a un desconocido descalzo que abandona el escenario del crimen, y que no sabemos si está implicado o no. También tenemos el robo del cuerpo de un asesino en serie. Y por último, ahora tenemos a dos agentes muertos y a otro que se ha vuelto completamente loco.
—Pero jefe…
—Así que dime, agente Fox… ¿qué conclusión exacta podemos sacar del escenario del crimen? Porque de no ser por el hecho de que todo esto está ocurriendo aquí y ahora, delante de nuestras mismas narices, yo juraría que es mentira y, desde luego, soy incapaz de hilvanar una historia razonable en la que todos ellos formen parte del mismo maldito caso.
Dez cerró la boca. No tenía la respuesta a esa pregunta y estaba claro que cualquier conversación con Goss iba a acabar mal. No es que el jefe le cayera bien, pero tampoco quería ser la causa de que se le hinchara la vena de la cabeza hasta reventar.
—De acuerdo, jefe, ya te hemos oído —intervino entonces J. T. con calma—. Pero si tuvieras que apostar, ¿qué dirías que está pasando?
Por un momento Goss le lanzó una mirada cáustica.
—¿Y cómo cojones quieres que lo sepa?
—Pero jefe —continuó J. T., acercándose a él y bajando la voz—, creo que tendríamos que ir sacando unas cuantas conclusiones, ¿no te parece?
El jefe respiró tan hondo que los botones de su camisa estuvieron a punto de estallar. Luego exhaló el aire despacio al tiempo que asentía.
—¡Por Cristo! No me hace ninguna falta esta mierda de caso. Ninguna falta.
Eso desde luego no podía negarlo, coincidió Dez.
—Puede que no se trate exactamente del escenario de un crimen —sugirió entonces Sheldon, que también había logrado controlar los nervios—. Escuchad, tenemos a un montón de gente normal y corriente que de repente se pone a hacer cosas de lo más raras, cosas imposibles. Inexplicables. Pero puede que no se trate exactamente de asesinos cometiendo crímenes… puede que sea otra cosa. Puede que algo les afecte. Algo tóxico que se haya podido extender o que esté en el agua, ya sabéis a qué me refiero.
Los agentes se miraron los unos a los otros y la idea cambió su estado de ánimo tan repentinamente como si hubieran cambiado el canal de televisión. Hasta Goss adoptó una postura más relajada y se quedó absorto, mirando al vacío a una distancia media, reflexionando acerca de la cuestión.
—No creo que esté en el agua, Shel —concluyó entonces Dez, hablando despacio—. Andy llegó aquí después de que atacaran a Doc y a la mujer rusa. Y yo no lo vi beber nada desde que llegó. Ni agua del grifo ni nada.
—Sea lo que sea —intervino J. T.—, ha tenido que afectarles también a Strauss y a Schneider. Quiero decir… mira cómo tiene Andy la garganta. No ha podido hacérselo él mismo.
—¿Entonces quieres decir que tenemos a otro como este por ahí? —preguntó Goss, poniéndose pálido.
—Sería lo más lógico —señaló Dez—. Incluso podría ser Doc, si es que es algo que afecta a la gente. O podría ser la persona que ha dejado las huellas de pies descalzos en el tanatorio.
—Puede que sea algo que te afecte cuando te muerden —sugirió una vez más Sheldon—. Alguien mordió a la mujer de la limpieza, y entonces ella se puso como loca y atacó a Dez, ¿vale? Y puede que a Andy le pasara lo mismo. Le mordieron, se puso enfermo y enloqueció.
—¿Y no es todo demasiado rápido para tratarse de una infección? —preguntó J. T.—. Ese tipo de cosas, ¿no tardan días en extenderse?
—Yo solo digo que tendríamos que tenerlo en cuenta —alegó Sheldon.
—¿Podría ser algo que esté en el aire? —preguntó uno de los agentes que seguía agachado, sujetando a Diviny contra el suelo.
—Si estuviera en el aire, ahora lo tendríamos todos —argumentó Dez.
—Un virus —concluyó J. T.—. No todo el mundo reacciona de la misma manera ante una infección.
Sheldon asintió y añadió:
—O una alergia. Puede que sea por alguna planta rara que llevara Doc a un funeral. O por algún producto químico que usara. Puede que cierta gente sea sensible a esa sustancia.
De pronto todos los agentes tenían sugerencias que hacer mientras, por otro lado, Andy Diviny seguía retorciéndose y tratando de morder a alguien.
Por fin Goss levantó una mano.
—Así no vamos a llegar a ninguna parte. Si tenéis una teoría, se la contaremos a la policía estatal y a los médicos. Pero ahora mismo lo que hay que hacer es llevar a Diviny a hacerle pruebas —dijo Goss, señalando al agente en el suelo—. Dez, J. T.… llevadlo a la ambulancia y que lo lleven al hospital de Wolverton. Llama antes de ir para allá, diles que se trata de una situación de peligro biológico potencial.
—Muy bien, jefe —contestó Dez, que inmediatamente le dio un puñetazo a J. T. en el hombro—. Vamos, colega.
—¡Eh! —exclamó el jefe—. Y que nadie hable con la prensa. Prohibido llamar a casa y contárselo a la familia y, por supuesto, que a nadie se le ocurra subirlo a Twitter. Este es un asunto de la policía y no va a salir de aquí hasta que no sepamos qué está pasando.
Los agentes se miraron los unos a los otros y asintieron despacio con la cabeza. Incluso los polis más jóvenes convinieron en ello.
Dez exhaló angustiosamente una bocanada de aire que había estado reteniendo en el pecho y asintió. J. T. y ella agarraron a Diviny y se lo llevaron medio arrastrando, medio a cuestas, colina abajo. Parecía que por fin habían entrado en una etapa más tranquila y ordenada del caso, pero los acontecimientos del día seguían siendo absurdos e imposibles.