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Estado de Transición Hartnup

—No…

Dez oyó la palabra, pero en ese momento no supo distinguir si la había pronunciado ella o Sheldon. No podía haber sido Strauss. Eso era evidente. No tenía labios con los que hablar. Le habían arrancado la boca y las mejillas, y sus ojos se dirigían atónitos en un estado terminal hacia el techo de hojas verdes.

Los ruidos del bosque parecían haber cesado, barridos por un momento por otro sonido. El que producía Andy Diviny al masticar carne con la boca llena.

—¡No!

Esa vez fue Sheldon el que lo dijo; más que decirlo lo sollozó. Entonces su llanto se transformó en un berrido, se abalanzó con el arma en alto y encañonó a Diviny a la altura de la mandíbula. Dez lo observó todo, incapaz de reaccionar. Se produjo un chasquido terrible. Hueso roto, dientes por los aires; la cabeza del poli joven se partió en mil pedazos y todo su cuerpo se retorció con una pirueta extraña. Diviny cayó sobre el rododendro y desapareció casi por entero de la vista, excepto por las piernas retorcidas que sobresalían.

Sheldon bajó la vista hacia él, ladeó después la cabeza rápidamente para mirar a Schneider y a Strauss, y por último se giró hacia Dez. Tenía los ojos inmensamente abiertos con una expresión fiera, y respiraba a una velocidad alarmante.

—¡Joder, no! —gritó Sheldon.

Dez sacudió la cabeza en silencio en una negativa, como si estuviera de acuerdo con él.

Oyó ruidos detrás de ella. Gritos, cuerpos apresurándose entre los arbustos. Al girarse vio que J. T. estaba allí y que los otros estaban justo detrás. Llegaron todos al borde del claro y se detuvieron como si se tratara de un campo de minas. También a ellos la escena les parecía imposible.

Tres agentes caídos. Dos muertos. Otro destrozado, retorciéndose. Todos los polis miraban a su alrededor en busca del criminal, del maníaco que había hecho eso; pero paulatinamente sus ojos fueron quedando fijos en Sheldon y Dez.

—Ha sido Andy Diviny —dijo Dez con voz tensa—. Cuando llegamos aquí, Strauss estaba en el suelo y Andy estaba… mordiendo a Schneider. No sé… no sé… —continuó Dez, sacudiendo la cabeza; era incapaz de terminar la frase con cierta lógica.

J. T. se quedó parpadeando confuso, contemplando a los agentes muertos. Parpadeaba como si de ese modo pudiera borrar la imagen que veía. Entonces dio un paso adelante a tientas, luego otro, y por fin corrió el resto del camino hasta Dez. La sujetó de los brazos y se quedó mirándola de arriba abajo, comprobando si estaba herida.

—¡Dez! ¿Estás bien?

Ella casi se echó a reír. Era exactamente lo mismo que le había preguntado antes. La pregunta estaba clara. Y la respuesta era sí.

—No —dijo Dez.

De pronto él la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza. Como haría un padre. Como haría un compañero de armas.

El jefe Goss llegó caminando torpemente al claro con la cara toda colorada y el uniforme húmedo de sudor por las axilas y el pecho. Dez se soltó de J. T. y se giró hacia Goss. Lo observó intentando interpretar la escena.

—Ha sido Andy —dijo Sheldon con una voz ronca—. Andy Diviny… Él… Él…

Sheldon sacudió la cabeza.

Al igual que Dez, tampoco tenía palabras para explicar lo sucedido.

—¿Él qué? —gritó Goss—. ¿Qué estás tratando de decir?

—Es cierto —dijo Dez con voz rota—. Diviny… Diviny… cuando llegamos aquí él estaba…

—¡Eh! —gritó J. T.—. ¡Sheldon! ¡Cuidado! Pero… ¡se está poniendo en pie!

Todos se giraron hacia Diviny, que luchaba por apoyar las manos y los pies en medio de la densa maraña del arbusto. Gruñó y enseñó la mandíbula destrozada y una fila de dientes rotos. Entonces, con un grito salvaje, Sheldon Higdon dio un paso adelante, lo agarró por la parte trasera del cinturón, lo levantó, le dio una vuelta violentamente y lo tiró de bruces al suelo.

—¡Ponedle las esposas a este hijo de puta enfermo! —gritó Sheldon a continuación.

Los dos agentes que estaban más cerca vacilaron. Era todo demasiado extraño como para reaccionar.

—Espera… ¿qué estás diciendo, Shel? —preguntó el más mayor de los dos—. Tienes que estar equivocado. Andy llegó aquí al mismo tiempo que nosotros. Él no pudo atacar a Doc y a…

—¡Abre los ojos! ¡Acaba de matar a Mike Schneider y a Jeff Strauss, maldita sea! Dez y yo lo hemos visto —gritó Sheldon, que le propinó una patada bestial a Diviny en la espalda y volvió a tirarlo al suelo justo cuando trataba de levantarse—. Tírame unas esposas para que se las ponga a este cabrón antes de que le suelte una…

Diviny se giró en el suelo. Tenía los ojos abiertos, negros y vacíos. La barbilla destrozada estaba cubierta de sangre y el cuello era una masacre de carne desgarrada. Su boca emitió un gruñido salvaje. Entonces soltó otro silbido antinatural y se arrojó sobre el poli más mayor, que se echó a un lado y dio diez pasos atrás. Todas las pistolas se giraron y apuntaron a Diviny.

Diviny se abalanzó entonces sobre Sheldon, pero Dez metió una pierna por en medio y el joven tropezó. El poli novato destrozado cayó al suelo con un fuerte golpe, pero inmediatamente trató de ponerse en pie de nuevo sin mostrar el menor síntoma de dolor o de miedo.

—¿Qué demonios le pasa? —preguntó Goss en un tono exigente.

Dez dio la vuelta al círculo de policías por el interior y les indicó que se apartaran, diciendo:

—No lo sé. Se ha vuelto loco. Jefe, escúchame… —añadió, agarrándolo de la manga de la camisa—. Natalie Shanahan también ha caído. Creo que ha sido Andy también quien la ha matado.

—¡Santo cielo!

El cuerpo de Andy Diviny se tambaleaba y se sacudía. Le salía una baba negra de la boca. Dez se acordó de la mujer rusa de la limpieza, a quien le pasaba exactamente lo mismo. No sabía qué era esa baba negra, pero el solo hecho de verla le producía un miedo atávico.

—¡Mucho cuidado! —gritó Dez—. ¡No dejéis que os escupa!

—¡Andy! Túmbate en el suelo. Las manos a los costados. ¡Ahora! ¡Al suelo! —gritaban los policías.

Pero la expresión fiera del rostro del novato no daba muestras de que entendiera los gritos. De repente, se lanzó sobre el jefe Goss y trató de clavarle las uñas.

J. T. y Sheldon alzaron las escopetas y dispararon. Llevaban las Mossberg cargadas con balas pequeñas de tela del calibre 9, rellenas de plomo de un peso de alrededor de cuarenta y dos gramos. No eran letales, pero una sola bala equivalía a la patada de una mula. Las dos ráfagas acertaron a Diviny en el pecho, cada una por un lado. El agente salió disparado hacia atrás como si alguien lo tuviera atado con una cadena por la espalda y tirara de él. Cayó al suelo. En teoría las balas tendrían que haberlo dejado aturdido y mareado, además de obligarlo a toser; en vez de eso, Diviny rodó de inmediato por el suelo y se puso en pie.

—¡Pero si no hay manera de…! —exclamó el jefe Goss, casi sin aliento.

—¡Échale pimienta! —gritó alguien.

De hecho Dez tenía ya el espray en la mano. Apartó de golpe el brazo de Diviny y le roció la pimienta en los ojos.

Pero ni tosió ni se ahogó. Ni siquiera parpadeó. Al contrario, siguió tratando de escupir, pero en dirección a Dez.

Dez lo golpeó una y otra vez, pero tuvo que echarse atrás para apartarse de sus dedos sanguinolentos y de la mucosidad negra.

—¡Jesús! —gritó ella—. ¡Que alguien me ayude a reducir a este hijo de…!

Cinco agentes dispararon al instante la Glock. Las balas alcanzaron el chaleco de Kevlar, lo perforaron y le rompieron unos cuantos huesos del tórax a Diviny, que por un momento pareció bailar y menearse como una marioneta. La descarga lo mandó finalmente hacia atrás contra el tronco de un árbol, al que golpeó con tal fuerza que comenzaron a caer piñas de las ramas. Pero a pesar de la lluvia de piñas, Diviny rebotó contra el tronco y trató de arremeter otra vez contra Goss.

—¡Andy, por el amor de Dios, basta ya! —gritó J. T.

Diviny se lanzó contra el jefe escupiendo sangre. J. T. le apuntó con el arma a la cabeza.

—¡No dispares! —bramó Dez.

Dez arrojó el espray al suelo, sacó la porra, dio un paso adelante y golpeó a Diviny en las espinillas. El golpe hizo vibrar la porra y le produjo la sensación de que le pinchaban con agujas a lo largo de todo el brazo, pero por fin Diviny cayó de bruces al suelo. Antes de que pudiera rodar de nuevo y ponerse en pie, J. T. se acercó, le clavó la rodilla entre los omoplatos y seis policías se apresuraron a ayudarlo. Agarraron a Diviny del pelo para que mantuviera la cabeza en el suelo y los dientes contra la tierra, tiraron de los brazos hacia atrás, retorciéndoselos, y le pusieron las esposas con las manos a la espalda. Le quitaron las armas y le desabrocharon el cinturón con todas las armas y herramientas. J. T. mantuvo la rodilla sobre él, presionándolo con todo su peso. No tenían grilletes para los pies.

—¡Jesús!, ¿pero qué le ha pasado? —siguió preguntando Goss una y otra vez.

Sin embargo nadie tenía la respuesta.

Dez miró a su alrededor y preguntó:

—¿Alguien tiene una capucha?

—Yo tengo una —dijo un agente de Martinville.

Abrió uno de los bolsillos del cinturón y sacó una capucha de un solo uso. Dez la desplegó y se la colocó a Diviny en la cabeza. La goma elástica que quedaba a la altura del cuello mantendría la prenda en su sitio sin ahogar al agente. Había artilugios mejores para esa tarea, como por ejemplo las máscaras de plástico para evitar mordiscos. Pero nadie llevaba ninguna encima; todos se las habían dejado en los coches.

—Tenemos que hacerle algo en la garganta —advirtió J. T., que rebuscó en su bolsillo y sacó una venda Izzy.

J. T. rasgó el envoltorio y le tendió la venda a Dez, que estaba situada en la mejor posición para colocársela.

Dez le colocó el vendaje en la garganta. Era de fabricación israelí; de ahí el nombre. Tenía una tira de plástico por el interior que servía para ejercer una presión continua sobre la herida, de modo que por un lado la cerraba y por otro mantenía toda la venda fija en su sitio. Todos los soldados las llevaban; era un artículo muy común. Diviny le escupió a Dez mientras se la ponía, pero la capucha de plástico evitó que fuera ella la que se manchara.

—Cuidado, no se la pongas muy fuerte —aconsejó J. T.

—Podría estrangular a ese cabrito chupasangre —musitó Sheldon.

Nadie hizo caso del comentario. Dez comprobó la tirantez y asintió.

—Sobrevivirá. Y se le sujetará en su sitio —afirmó Dez, que entonces ordenó a otros dos agentes que mantuvieran a Diviny clavado al suelo.

El resto de agentes se quedaron de pie, formando un círculo alrededor de Diviny. Dez observó sus rostros mientras se erguía. Todos ellos miraban de reojo y con miedo los restos de los cuerpos de Mike Schneider y de Jeff Strauss.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó entonces alguien con voz ronca.

De pronto Dez se dio cuenta con un sobresalto de que la pregunta la había hecho ella.