Estado de Transición Hartnup
El eco de los disparos rebotó contra el techo bajo que formaban las nubes tormentosas. Dez se giró, sacó el arma y empujó instintivamente a J. T. fuera de una línea de fuego imaginaria. Fue un acto reflejo, y muy rápido.
Un grito agudo, largo y penetrante desgarró el aire, amortiguado únicamente por la humedad y la distancia. Hubo otros dos disparos. Luego tres más. Después una ráfaga continua y un segundo grito más alto y más agudo, que paulatinamente se desintegró en una especie de gárgaras húmedas.
Y después silencio.
—¡Por allí! —gritó J. T., señalando hacia la línea de árboles.
Pero Dez ya había echado a correr.
—¡Shanahan! —chilló Dez—. ¡Esa debe de ser Natalie Shanahan! Se internó en el bosque con ese chico, Diviny.
J. T. la alcanzó a lo largo del sendero que llevaba más allá del tanatorio. Muchos agentes de policía comenzaron a salir del edificio y a correr en la misma dirección. El jefe Goss salió caminando como un pato en medio de todos ellos, pero los policías que estaban en mejor forma lo sobrepasaron y corrieron hacia los árboles. Todos habían sacado la pistola, pero a Dez no le gustaba nada lo que estaba viendo. La mayoría de ellos eran chicos tan inexpertos en combate como J. T., y el entrenamiento de la academia distaba mucho de ser suficiente. Aparte de que muchos lo habían realizado hacía mucho tiempo. O demasiado recientemente. Corrían con una expresión de pánico en el rostro. Alguien saldría herido, se dijo Dez, y no será precisamente el malo. Será otro policía, o puede que un civil.
Dez aceleró y se dirigió hacia la izquierda para adelantarlos a todos, y enseguida comenzó a sacudir una mano para tratar de obligarlos a ir más despacio y con más cautela. Sin embargo, los chillidos parecían seguir resonando en el aire.
—¡J. T.… guárdame las espaldas!
—De acuerdo. Adelante.
Dez alcanzó la línea de árboles la primera y al pasar de la plena luz del sol a la oscuridad púrpura de las sombras aminoró la marcha y caminó con más prudencia. J. T. entró en la Arboleda por la derecha apuntando con el arma. Ambos las dirigían alternativamente a derecha y a izquierda, cruzándose el uno con el otro. No vieron nada excepto las ramas de los árboles y los arbustos, agitados por la brisa.
Al llegar el resto de agentes a la línea de árboles, Dez se colocó claramente a la vista y alzó un puño. Casi todos la vieron y se detuvieron. Dos agentes tropezaron uno con otro y cayeron al suelo, pero J. T. los ayudó a levantarse y les advirtió que guardaran silencio.
Dez se giró para observar a sus compañeros. Había dos de Stebbins y siete de otros pueblos. Que ella supiera, solo tres de ellos eran veteranos de combate. Vio que esos tres la observaban, así que les indicó con la mano que avanzaran formando una franja ancha. Al resto les hizo una señal para que se quedaran más atrás.
—¿Qué es lo que quieres, Dez? —le susurró J. T. nada más acercarse por un flanco.
—Que se queden atrás, en una línea desde la que se vean los unos a los otros, pero bien extendidos, cubriendo mucho terreno. Y asegúrate de que Simmons mantiene el jodido dedo lejos del gatillo. Yo me voy con los otros.
J. T. asintió y volvió atrás, cerca del agente Simmons. Era el policía más joven del condado.
Dez miró a derecha e izquierda para estar segura de que los veteranos se extendían formando una línea larga y se mantenían detrás de los árboles. Dos de ellos, Schneider y Strauss, llevaban una pistola en cada mano y el tercero, Sheldon Higdon de Barnesville, llevaba una escopeta FN que se recargaba automáticamente.
Dez señaló hacia delante con un movimiento de la mano. Salió de detrás del árbol y comenzó a avanzar a paso ligero, saltando de árbol en árbol y haciendo un zigzag que quebrara la ruta para no ser un blanco fácil. Oyó los crujidos de las pisadas sobre las hojas secas en el momento en el que los otros echaron a caminar para mantener el paso con ella. Algo menos de tres metros más adelante se detuvo para examinar el terreno. Vio dos grupos de huellas y un poco más lejos, a la izquierda, un tercer rastro. Esas terceras huellas eran las de Doc, de eso estaba segura. De los dos grupos que había visto al principio uno se desviaba para seguir a Doc, y por el tamaño se figuró que era el rastro de Andy Diviny. El grupo de huellas más pequeñas correspondía a Natalie que, de pronto, torcía a la derecha para seguir camino abajo. Lo cual era bastante extraño. ¿Por qué no había acompañado al otro agente y seguido unas huellas tan claras?
Le hizo un gesto con la mano a Mike Schneider y le mostró el rastro del camino ascendente. Schneider captó la situación al instante y asintió, y acto seguido se separó del grupo y sacudió la cabeza en dirección a Strauss para que lo acompañara. Dez le hizo una señal a Sheldon y señaló el camino descendente. Él asintió y ella comenzó a caminar cuesta abajo. Sheldon la siguió por el flanco derecho, a distancia. Apuntaba con el arma sin vacilar y apretaba los párpados con mucha concentración.
Las sombras fueron creciendo conforme se internaban camino abajo. Cada vez había más piedras y las rocas eran más grandes. Las había arrastrado hasta allí un glaciar miles de años atrás. Había sido fácil seguir las huellas de Natalie Shanahan por la tierra y el musgo, pero enseguida se desvanecieron en cuanto el terreno se hizo más rocoso. Noventa metros más adelante Dez había perdido el rastro por completo.
Dos minutos después, Sheldon se giró bruscamente y silbó. Dez se dio la vuelta, y entonces él le indicó con la mano que se acercara. Dez vio claramente la razón antes incluso de que él se la señalara. Las huellas de Natalie habían vuelto a aparecer, pero en un sitio distinto del que Dez esperaba. Giraban alrededor de una de esas piedras enormes y después se dirigían directamente en línea recta hacia arriba. La profundidad de la huella del zapato era mayor a la altura del envés del empeine.
—Debió de salir corriendo ladera arriba como alma que lleva el diablo —murmuró Sheldon.
Dez asintió.
—Yo iré para arriba directamente desde aquí. Tú da la vuelta y sube por el este.
—Voy para allá —contestó él, que inmediatamente echó a correr muy deprisa y en silencio.
Dez lo observó por un momento y asintió con aprobación. Al igual que ella, Sheldon había dejado atrás la actitud policial y había vuelto a las arenas del desierto.
La colina era demasiado escarpada por esa cara como para subirla sin la ayuda de las manos, así que Dez se guardó la pistola en la cartuchera y fue agarrándose a las raíces para ascender. Le sorprendía que Natalie hubiera sido capaz de subir el culo por allí. Natalie era la reina del control de peso, pero se metía dos Big Mac todos los días a la hora de la comida.
Al llegar a cierta altura, Dez sacó la pistola y la sujetó con mano firme. No podía oír a Sheldon, pero sabía que él estaría ya subiendo a esa misma colina. Había tomado una ruta más larga pero también más sencilla, así que los dos llegarían a la cumbre más o menos al mismo tiempo.
Dez respiró hondo, se irguió y atisbó el terreno brevemente desde su posición. Pero enseguida se agachó y comenzó a cavilar acerca de lo que acababa de ver en ese breve vistazo.
El bosque, normalmente verde, estaba rojo.
—¡Por Dios! —exclamó en voz alta, al tiempo que ubicaba mentalmente los datos en la pantalla de su imaginación.
Las hojas y la hierba estaban pintadas de un rojo carmesí fuerte. Había algo tirado en el suelo; algo pálido salpicado de líneas de un rojo oscuro. Un brazo. De eso estaba segura. Y lo de más allá… ¿era una figura en pie? No. Se trataba de un árbol. De eso también estaba convencida.
El corazón de Dez comenzó a martillearle el pecho como un loco. Se aferraba a la pistola y a la raíz de un árbol. Entonces, tras soltar un gruñido y maldecir, siguió subiendo y escarbando con los pies por las piedras escurridizas, cubiertas de musgo. Más arriba, más arriba… hasta la cresta, donde barrió el terreno con el cañón de la Glock agarrada con las dos manos, observándolo y comprobándolo todo, apuntando a un sitio y a otro hasta que cada forma adquirió un sentido y todo pareció en orden.
Solo que en realidad nada de lo que veía parecía estar en orden. Ninguna pieza iba a encajar para formar una imagen lógica. Lo comprendió de pronto, y por un momento inconexo ni siquiera notó que tuviera el arma en la mano.
Natalie Shanahan yacía tumbada sobre las hojas y el musgo. Tenía los ojos abiertos. Lo mismo que el pecho. Su chaleco estaba desgarrado y abierto. La camisa y el sujetador hechos jirones. Unas cuantas costillas blancas rotas salían disparadas hacia arriba por el torso, cuya carne estaba hecha trizas. Tenía el cuerpo bañado en sangre y el rostro salpicado de una mucosidad negra. La carne alrededor de la herida del pecho estaba rasgada, como si hubieran tirado de ella para arrancársela. Y de esa carne reventada del pecho salía vapor hacia arriba. Humo del cañón de la pistola, que la agente todavía agarraba con la mano; la corredera estaba echada hacia atrás. Había cartuchos de latón desparramados entre las hojas y las piedras, y trozos de carne tirados.
No había el menor movimiento en el claro. Ni rastro del criminal. Nada.
—¡Dios todopoderoso…! —exclamó Sheldon en voz baja.
Dez ni siquiera se dio la vuelta al oírlo. Se sentía incapaz. No podía moverse.
—¡Agente herido! —se oyó gritar a una voz—. ¡Agente herido!
Dez alzó la vista. Sheldon la desvió hacia ella por un momento y luego los dos se giraron y se quedaron mirando en dirección este. Los gritos provenían de un punto un poco más alto de la pendiente. Dez reconoció la voz. Era la de uno de los otros dos polis veteranos. Al instante comprendió aterrada que habían encontrado a Andy Diviny.
—¡Dios… Dios…! —murmuró.