21

Aparcamiento del centro comercial de Fairview

Condado de Stebbins, Pensilvania

—Con calma —aconsejó Cabra con una sonrisa y un montón de patatas fritas del Burger King en la boca—. Verte en acción es como hacer un curso rápido de periodismo de investigación. Has conseguido hacerle hablar al doctor Volker. ¡Uau!

—Cállate —gruñó Trout.

—No, en serio… Apuesto a que hasta Anderson Cooper te considera una estrella del rock. Quiero decir que me has dejado impresionado con tu forma de tratar a esa policía, pero luego, cuando le has hecho la entrevista al médico y he visto cómo le desnudabas el alma… ¡Ojalá te hubiera grabado en vídeo para subirlo a YouTube!

Trout le lanzó una mirada fulminante.

—¿Has terminado?

Cabra lo pensó y se encogió de hombros.

—Sí. A menos que esta comedia tenga un tercer acto.

Trout suspiró.

—Y hablando de esa policía —continuó Cabra—, ¿qué hay entre tú y la dama del Golpe Mortal?

Trout estuvo reflexionando acerca de ello un minuto y luego suspiró.

—Hemos estado una temporada saliendo juntos y rompiendo. Una larga temporada. En general manteníamos la relación al margen del trabajo. Ya sabes, poli y periodista no encajan. Ese tipo de cosas resultan sospechas. Pero… la cosa se fue poniendo seria, hasta que llegamos a un callejón sin salida. Ya sabes lo que pasa: uno quiere llegar a un compromiso y el otro quiere mantener la relación más relajada. Al final lo único que hacíamos era discutir.

—Deja que adivine —comentó Cabra con una sonrisa—: tú eras el gilipollas que no quería comprometerse. Tenías que correrte todavía unas cuantas juergas.

Trout se quedó mirando el parabrisas como si pudiera ver en él el pasado. Volvió a suspirar… pero esa vez larga y profundamente.

—No —negó—. Yo era el gilipollas que quería casarse con ella.

Eso hizo callar a Cabra. Se quedó mirando el perfil de Trout un rato y después sacudió la cabeza. Sacó el iPhone y comenzó a navegar por Twitter.

Trout no se molestó en contarle los detalles de la ruptura. No quería seguir hablando de ese tema. Todo había ocurrido seis meses atrás, y sin embargo lo sentía como si hubiera sido ayer. Según había oído decir Dez había apaciguado la amargura de su corazón follándose todo lo que tuviera dos piernas, una buena dosis de testosterona y mucha tolerancia al alcohol. Y probablemente eran todos del mismo estilo. Altos, rubios o con el pelo rubio rojizo, ojos azules, piel bronceada y muchas arrugas en la cara de tanto sonreír. Era el tipo de Dez. Lo era desde el instituto y desde aquel primer año excitante en que habían salido juntos por primera vez. Una noche habían entrado juntos en el instituto y allí mismo habían perdido ambos la virginidad, en el sofá del despacho del vicedirector. El sofá en el que se sentaban los alumnos castigados, nada menos.

Trout creía ser la plantilla en la que iban encajando una a una las sucesivas conquistas posteriores de Dez. Pero eso solo lo creía cuando tenía un buen día. Al fin y al cabo él tenía los ojos azules, era rubio y encarnaba una versión pasable de un rostro sonriente y bronceado. Sin embargo cuando tenía un mal día se preguntaba si no sería más bien él el que encajaba en el tipo que Dez se había formado en la pubertad. Trout sabía que había gente que funcionaba así: creaba una fijación con un tipo determinado y se pasaba la vida buscándolo. Años atrás, antes de que Dez y él fueran la comidilla del pueblo por tercera vez, un periodista amigo suyo había dicho que «Dez habría atravesado el Atlántico y llegado hasta el fondo si el capitán del Titanic hubiera tenido los ojos azules y la sonrisa de un vaquero».

De momento habían sido ya la comidilla del pueblo en cinco ocasiones, y en los intervalos Trout se había casado y se había divorciado dos veces. Tampoco había contribuido mucho a su serenidad mental el hecho de que ese mismo periodista y amigo le hubiera señalado cuánto se parecían sus dos mujeres a Dez.

Trout le había dado un ultimátum la última vez que habían salido juntos. No podía seguir soportando los altibajos de la relación. Quería que fuera algo permanente por muchas facturas de psiquiatra que implicara e incluso a pesar de que eso los llevara al asesinato a los dos. Dez le había contestado que tenía que pensarlo.

Al día siguiente él se había presentado en la caravana de Dez con flores, un anillo y dos billetes de avión para Aruba. Había abierto la puerta con la llave que ella misma le había dado y había entrado con la sonrisa de niño inocente, dispuesto a ofrecérselo absolutamente todo, por este orden: su corazón, su carrera y sus esperanzas y sueños de aquel entonces. Pero Dez estaba desnuda y despatarrada en brazos de un motorista rubio de pelo largo con aspecto de expresidiario. Así que Trout había echado mano de todos los insultos que, por lo general, reservaba para los abogados de sus exesposas.

Dez había salido tras él hasta bien entrada la carretera con un arma en la mano. Desnuda y, según se comprobó después, con el arma descargada.

J. T. Hammond se había visto obligado a intervenir con las esposas para apaciguar las cosas. Pero la magia de la relación se había roto.

¿No es verdaderamente grandioso el amor?, meditó Trout mientras conducía.

—He colgado otra pista en Twitter —dijo Cabra, interrumpiendo la ensoñación de pesadilla de Trout—. Vale, ¿y ahora qué?

—Vamos a volver a escuchar la conversación —sugirió Trout.

Trout había grabado la llamada telefónica con el equipo digital. Rebobinó y la reprodujo con los altavoces. Apenas tenía distorsiones, así que el tono y la inflexión de la voz de Volker se mostraron claramente.

—Vale, mi querido y portentoso Cabra… se supone que eres un gran director de cine… Así que dime, ¿cómo calificarías tú la actuación de Volker?

Cabra se quedó contemplando el techo del coche, reflexionando.

—Bueno… yo diría que estaba molesto.

Trout giró un dedo en señal de que continuara.

—O bien Volker trataba de mantener un tono de voz neutral y la ha jodido —apuntó Cabra, analizándolo despacio—, o bien estaba asustado.

—¿Asustado? Eso a mí no me lo ha parecido.

—Sin duda. Asustado y puede que hasta paranoico. Su voz es tensa. Vacila entre estar a la defensiva y tratar de averiguar qué sabes tú.

Trout se quedó fascinado.

—Explícate.

—Bueno, piénsalo. Llamas a ese tipo a su casa. Mientras marcabas el número me dijiste que lo más probable era que colgara. Cosa que ha hecho, pero no en el momento correcto. Es el médico jefe de una prisión y acaba de inyectarle una solución letal a un asesino en serie. Por fuerza tiene que haberlo perseguido todo el mundo, desde los medios de comunicación hasta la derecha cristiana. Si el teléfono de su casa fuera del dominio público, entonces habría dejado que sonara hasta que saltara el contestador o el buzón de voz. O incluso habría desenchufado el cable, harto de tantas llamadas, ¿no?

—Sí.

—Pero su número no es del dominio público. Has tenido que pedir favores para conseguirlo. Así que Volker no está recibiendo llamadas a mansalva por esa línea, y por eso le ha sorprendido que lo telefonearas.

Trout asintió. Comenzaba a ver adónde quería ir a parar Cabra.

—En cuyo caso tendría que haberse enfadado por el hecho de que lo molestara. Nada más descolgar el teléfono tendría que haberme leído la cartilla, amenazarme con posibles consecuencias, etcétera, etcétera —concluyó Trout.

—Cosa que no ha hecho. Ni siquiera te ha presionado para que le digas de dónde has sacado el número. Solo quería saber por qué razón llamabas. Cualquiera en su situación sabría de sobra para qué llamabas: para conocer su punto de vista acerca de Gibbon ya que él lo conocía personalmente, para saber qué pensaba de las protestas, de la ejecución; esas cosas. El tipo de preguntas que se hacen normalmente en estos casos. Pero Volker ni siquiera se lo figuraba. No solo intentaba averiguar por qué llamabas, sino que además creo que tenía miedo de lo que le dijeras.

—Estás construyendo un caso entero basado en la conciencia de la culpa —comentó Trout, poco convencido.

—Es que si tuviera que montar una trama sobre la conciencia de la culpa para una película —alegó Cabra mientras se señalaba el pecho con una patata frita encorvada—, usaría precisamente esto como modelo.

Trout se reclinó en el asiento y se quedó absorto, mirando a una distancia intermedia. Cabra le tendió el cucurucho de patatas fritas. Trout cogió una y la masticó despacio, mordiendo trocito a trocito en una especie de trance contemplativo.

—¿Qué conclusiones sacas tú? —preguntó Cabra.

—No tantas como tú. Eres muy bueno, chico.

Trout cogió el móvil y marcó un número de marcación rápida.

Noticias Regionales por Satélite —contestó una voz alegre y primaveral como una pradera florecida.

—Querida Marcia, ¿te gustaría ganar un dinerillo haciendo unas horas extra?

—Soy la chica que buscas. Siempre y cuando no tenga que salir de una tarta ni esté relacionado con ningún polaco desnudo.

Trout sonrió. Aquella prometía ser la voz de una rubia veinteañera californiana, voluptuosa y sonriente. Todo el que llamaba al despacho se enamoraba. Pero de hecho la voz pertenecía a una mujer que pasaba un poco de los cuarenta años y mucho de los noventa kilos. Repleta de curvas, desde luego, y de carita alargada con montones de rizos negros. Y, según decía ella misma, con diecinueve piercings bien repartidos por todo el cuerpo. Billy Trout había visto ocho y, a pesar de que ella pesaba por lo menos veinte kilos más que él, estaba deseando ver el resto.

—Lástima, pero esta vez no —contestó Trout.

—¿Murray está de acuerdo? —preguntó entonces ella.

De sobra era sabido que Murray Klein, el editor, se negaba a que sus trabajadores hicieran horas extra de ninguna clase. Quería que todos los empleados terminaran las tareas en el horario establecido. Pero no por eso Trout le tenía manía. Noticias Regionales por Satélite funcionaba con un excedente de presupuesto que apenas habría alcanzado para dos cafés.

—Sí —contestó Trout, faltando a la verdad. Aunque Klein no lo había aprobado, dada la naturaleza de la historia sin duda lo habría hecho de haberle consultado—. Necesito un poco de tu magia a la hora de investigar. Tú serías capaz de encontrar hasta a Jimmy Hoffa si nos faltara algún dato de la historia.

—Seguramente. ¿Qué puedo hacer por ti, Billy?

—Necesito que averigües todo lo que puedas sobre dos personas. Una investigación profunda. Todo lo que encuentres en internet y en cualquier otra fuente. La primera es Selma Conroy. No sé si ese es su nombre de soltera o de casada.

—¿La Sexi Selma? ¡Dios! ¿No me digas que ha vuelto al negocio? Fue al instituto con mi madre, y estoy convencida de que tuvo algo que ver con el divorcio tan complicado de mis padres. O mucho.

—Escucha… es para algo realmente importante. Fundamental. No puedes contárselo a nadie. A nadie.

—Mis labios están sellados.

—Lo digo en serio.

—Y yo.

—Bien… está relacionado con el caso de Homer Gibbon. Creo que es bastante probable que Selma Conroy sea la tía de Gibbon y que ella haya solicitado que traigan su cuerpo a Stebbins.

Marcia silbó.

—¿A que sí? Sabía que te sorprendería —dijo Trout.

—Pues… la verdad es que no —negó ella—. Porque, ahora que lo dices, es verdad que se parecen.

—¿Selma y Gibbon?

—No. Gibbon y la hermana de Selma.

—¿Es que hay una hermana?

—La había. Murió hace tiempo. Tranquilo, yo te monto todo el rompecabezas. Sé dónde encontrar todos los datos de los Conroy. ¿Cuál es el otro objetivo?

—El médico de la prisión de Rockview. Herman Volker. Estuve investigando para mi historia, pero lo único que descubrí es que es europeo. El nombre es alemán, pero no tiene acento alemán. Más bien suena a polaco o algo así. Vive aquí desde hace mucho tiempo. Se licenció en Medicina en la Universidad de Jefferson de Filadelfia.

—Vale. Te conseguiré todo lo que pueda. ¿Algo más?

—No, preciosa, pero lo necesito ya.

—¿Está relacionado con lo que está pasando en el tanatorio de Doc?

—No lo sé. Fuimos allí, pero nos topamos con Dez, así que la cosa no podría haber salido mejor. Nos echó.

—¡Vaya! —exclamó ella—. Voy a ver si me entero de qué está pasando allí. Hay montones de policías, y creo que todavía vienen más. Además acaban de llamar a una segunda ambulancia.

—¿Quién está herido?

—No se sabe. Se han pasado a un canal de radio táctico al que no podemos acceder.

De pronto, Trout sintió un miedo atroz en pleno pecho. Por Dios, que no se tratara de Dez.

Marcia, tan intuitiva como siempre, añadió:

—Llamaré a Flower a comisaría, a ver si puedo sacarle algo. Dez ha debido de darle a alguien una buena paliza, porque el pobre chico se ha quedado como tú.

—¡Muy gracioso!

—En serio, Billy, estoy segura de que primero se ha ocupado del uno y luego del otro —rió Marcia.

—Gracias. Tú tampoco lo haces mal, Marcia.

—No tienes ni idea —contestó ella con una risita sofocada, tras lo cual colgó.

—¿Qué? —preguntó Trout.

Cabra sonreía ampliamente nada más colgar Trout.

—¿Cuándo te la vas a beneficiar?

—Es una compañera de trabajo.

—Ya. No después de las cinco ni entre las sábanas. Y te aseguro que es una mujer salvaje.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Trout casi a gritos.

La sonrisa de Cabra se amplió.

—De la única manera posible.

Trout lo miró y preguntó:

—¿Hay alguien a quien no te hayas follado?

—¿En Stebbins?

—En los Estados Unidos.

Cabra lo consideró un momento antes de contestar:

—No me he follado a esa poli de las tetas estupendas.

Trout sacudió la cabeza y comentó:

—No eres su tipo.

—¿Por qué?, ¿porque soy judío?

—No. Porque no estás loco.

Trout giró la llave de contacto y arrancó.

—¿Vamos a casa de la tía Selma? —preguntó Cabra.

—Exacto, a casa de la tía Selma.

Billy Trout atravesó el aparcamiento, se internó en medio del tráfico, giró el volante y pisó el acelerador en dirección a la granja de Selma Conroy. Le traía al fresco el límite de velocidad. Todos los polis estaban ocupados.