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Urbanización «Puertas Verdes», números 55 y siguientes

El doctor Herman Volker estaba a punto de disparar cuando sonó el teléfono. Tenía los nervios en tensión, igual que las cuerdas de un instrumento musical, los latidos de su corazón iban a la velocidad a la que los dedos pulsan las teclas del ordenador, y la vieja pistola Makarov vibraba en su mano. Le olía la ropa a sudor, a Old Spice, a tabaco y a miedo. Apretaba el cañón de la pistola contra la sien, pero todavía no había deslizado el dedo en el gatillo. De haberlo hecho, a esas alturas ya estaría muerto. En lugar de ello acariciaba la parte externa del gatillo.

—¡Dios! —jadeó en voz alta.

Nadie podía oírle en el interior sombrío de su casa. La exclamación rebotó sobre las paredes y se desvaneció en el silencio, junto con el polvo.

El teléfono volvió a sonar. Era un modelo antiguo, el típico de los hoteles, al que entonces llamaban Kitschy. A esas alturas simplemente resultaba un engorro. Y escandaloso. Daba la sensación de que el timbre te gritaba.

Con el primer timbrazo se le había sacudido todo el cuerpo. Todavía podía oír el eco trémulo, reverberándole en el pecho. La sensación empeoró con el segundo timbrazo. La ansiedad que sentía en el estómago era como un cable eléctrico.

¿Sería la policía? ¿Lo habrían llamado por el busca? ¿Es que iban a entregarlo a la policía por lo que había hecho? ¿Llamaría la policía a la puerta o la abrirían por la fuerza? Después de tantos años trabajando con ellos en la prisión, en realidad no lo sabía.

¡Ring!

El señor Price, el contacto de Volker en la CIA, le habría llamado al móvil antes que al fijo de casa. Y lo mismo el director o cualquier otro del personal de Rockview.

La mano con la que sostenía la pistola se dobló como un pez moribundo. Volker dejó la pistola en la mesa. El ruido metálico que hizo al golpear la madera lo sobresaltó. Y de nuevo volvió a sobresaltarse un segundo después cuando…

¡Ring!

Volker sabía que era hombre muerto. Aunque la policía tirara abajo la puerta y consiguiera arrestarlo antes de que él apretara el gatillo, a pesar de todo seguía siendo hombre muerto. Un funcionario de prisión era un hombre marcado. Los presos se lo comerían vivo. Sobre todo cuando saliera a la luz lo que había hecho. Homer Gibbon era una leyenda en Rockview. El héroe de los convictos. Lo llamaban el Ángel de la Muerte. Algunos presos incluso tenían tatuada su cara en el brazo.

Cuando se enteraran de lo que había intentado hacer, de lo que había hecho en realidad, se lo… La mente de Volker se negaba a concretar cuál sería ese fin.

Se quedó observando el teléfono, que volvió a sonar otras dos veces, conteniendo el aliento. En realidad sonó cinco veces. No tenía contestador automático. Ni buzón de voz. Seguiría sonando hasta quedarse mudo. O hasta que Volker se volviera loco.

¿Quién podía ser?

De repente se lanzó a contestar. Cogió el auricular antes de que pudiera volver a sonar y lo apretó contra la oreja y la boca. Pero una vez más flaqueó y fue incapaz de pronunciar palabra.

Se oyó una voz desde el otro lado.

—¿Hola?

Volker cerró los ojos con una sensación de alivio. Era la voz de un extraño. No era su contacto. Ni el director de la prisión. Ni se trataba tampoco de la típica voz helada y formal que él imaginaba adoptaría la policía.

Segundos después la voz volvió a preguntar:

—¿Doctor Volker?

Volker trató de tragarse el nudo que le atenazaba la garganta, más gordo que un puño.

—Eh… ¿sí?

—Ah, bien. Creía que había marcado mal.

—¿Quién llama?

—Sí, lo siento. Soy Billy Trout, de Noticias Regionales por Satélite. Ayer estuve en la prisión y…

—Por favor —lo interrumpió Volker, cuya ira sobrepasó momentáneamente el miedo que lo embargaba—. No puedo comentar nada de lo sucedido ayer, y le agradecería mucho que…

Trout también lo interrumpió:

—No es acerca de la ejecución. No exactamente…

Volker no dijo nada. ¡Dios! ¿Así que ese hombre sabía lo de Lucifer 113? Y si era así, ¿cómo se había enterado?

—Le pido disculpas por llamarlo a su casa, doctor —continuó Trout—. Lo intenté primero con el número de su despacho y el del móvil.

—¿Y por qué razón quería ponerse en contacto conmigo?

—Me gustaría hablar con usted acerca de la tía Selma.

—¿De quién?

Volker sabía que su pregunta había sonado a mentira, pero es que lo era.

—Selma Conroy —continuó Trout—. La tía de Homer Gibbon. La que reclamó el cadáver… Tengo entendido que fue usted quien le proporcionó el cuerpo.

—Sí —confirmó Volker con rigidez. Su voz sonaba como la de un muerto incluso para sus oídos. Desvió la vista hacia la pistola sobre la mesa. Cerró los ojos—. ¿Cómo es que se ha enterado usted de eso, señor Trout? Según tenía entendido, esa información no debía darse a conocer a la prensa. ¿Cómo lo ha descubierto?

—Lo siento, doctor Volker. Fuentes confidenciales.

Volker soltó un gruñido de desagrado.

—¿Qué es lo que quiere? Mi tarea en ese caso ha terminado. Si tal y como dice estuvo usted ayer en la prisión, entonces ya lo sabe.

—Bueno, sí —contestó Trout, alargando la respuesta y relativizándola, dando a entender que el asunto podría tener otras interpretaciones.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere? —insistió en preguntar Volker.

¿Le habían intervenido el teléfono? No le habría sorprendido que la CIA hubiera puesto micrófonos en su casa en el instante mismo en el que se mudó allí. Volker miró a su alrededor con ansiedad, como si estuviera viendo a miles de agentes acurrucados y ocultos tras equipos de grabación de lo más sofisticados. Pero allí lo único que había eran las sombras del vacío de un hogar estéril.

—Me gustaría que me diera su opinión, doctor —continuó Trout—. Su posición como médico jefe de la prisión le ha permitido mantener una relación única con Homer Gibbon. Me refiero al trato personal. La gente se lo cuenta todo a su médico.

—No —negó Volker—. Yo soy el médico de toda la instalación, pero tengo a muchos empleados a mi cargo. No era el terapeuta de ese hombre, ni el trabajador social encargado de su caso.

—Lo comprendo, pero estamos de acuerdo en que usted conocía personalmente a Homer Gibbon. Quiero decir, tan bien como cualquier otro empleado de la enfermería.

—Bueno, yo… —comenzó a decir Volker, cuya voz se desvaneció.

No sabía qué respuesta dar para ponerse a salvo.

—Entonces —continuó Trout como si Volker hubiera admitido que era cierto—, ¿sabría usted decirme por qué razón podría alguien querer robar su cuerpo?

—¿Robar? —repitió Volker.

Su pecho inhaló tan repentina y profundamente que casi vomitó sobre el auricular. Lo soltó del golpe y se alejó del aparato como si fuera a morderle.

—¡Oh, Dios! —exclamó entre las sombras que invadían el salón—. ¡Oh, Dios!, pero ¿qué he hecho?