19

Estado de Transición Hartnup

—¿Cómo demonios se ha enterado? —preguntó Dez de mal humor mientras ella y J. T. observaban desaparecer el coche de Billy Trout.

J. T. se encogió de hombros y contestó:

—Puede que estuviera escuchando el canal de radio de la policía y que oyera la llamada.

—Pero eso no explica que supiera lo de Gibbon.

J. T. volvió a encogerse de hombros.

—Es un buen periodista, Dez. Seguramente tendrá sus fuentes de información. Puede que en el Departamento de Policía, en los tribunales, o incluso en la prisión. Podría haber sido cualquiera, pero eso da igual. El caso es que lo sabe y que ahora este circo se va a convertir en una feria estatal. Vendrán todos los medios de comunicación de los grandes. La CNN, la Fox, todo el mundo.

—Sí.

J. T. miró a Dez, que se restregaba las sienes y hacía una mueca.

—¿Por qué eres tan dura con ese pobre chico? —preguntó él.

—No empieces.

—Dez…

—Billy lo quiere todo. Quiere cosas que yo no puedo darle.

—Sé lo que quiere, Dez. Yo estaba ahí las quinientas o seiscientas últimas veces que rompisteis. Lo que no entiendo es por qué se lo haces pasar tan mal. Te he visto tratar con más compasión a los adictos a la metadona que maltratan a sus mujeres. Lo único que quería el pobre chico era…

—¿Y a ti qué te importa lo que él quería?

J. T. alzó un dedo en señal de advertencia.

—A mí no me hables en ese tono, niña.

Por un momento Dez se quedó mirándolo de mal humor, pero luego apartó la vista.

—Lo siento.

Entonces J. T., con un tono mucho más suave, añadió:

—Me importa todo lo que te pasa, Dez. Has estado hecha una furia desde que rompisteis la última vez. Ya antes bebías mucho, pero ahora…

Dez apretó los puños.

—Escucha, doctor Phil, no me hace ninguna falta que me recuerdes que mi vida es una mierda. La verdadera noticia es que lo llevo bien. Estoy cómoda así de jodida, así que basta ya de portarte como si fueras mi madre.

—Si fuera tu madre te mandaría a tu habitación.

Dez señaló con el dedo hacia el tanatorio.

—¿Lo dices por lo que ha pasado ahí dentro? ¿Es que pretendes hacerme pasar por una discapacitada o algo así? ¡Pobrecita Dez! Tiene el corazón tan destrozado que no hace más que empaparse el cerebro de Jack Daniels. Ya no te puedes ni fiar de lo que dice. Ve hasta elefantes rosas y…

—¿Pero qué te pasa hoy, Dez? Sigues empeñada en que no te he respaldado ahí dentro, pero si dejaras de gritar aunque solo fueran dos minutos te acordarías de que lo que he hecho es precisamente apoyarte.

—Tú lo que has hecho ha sido venderme. Ni me has creído, ni me has apoyado.

—¡Y una mierda que no! Te he respaldado antes y te he respaldado ahora. Todo el tiempo, y tú lo sabes. Le conté al jefe la única versión de la historia que tenía sentido, así que deja ya de meterte con todo el mundo. Yo no soy tu enemigo. Ni Billy Trout tampoco, por cierto. Ni el resto de la humanidad.

Los ojos azules de Dez brillaron con un azul desafiante.

—¿Entonces lo que quieres decir es que me crees cuando te digo que esa rusa gigante me atacó?

—¿Cuántas veces quieres que te lo repita?

Dez le clavó el dedo índice en el pecho y preguntó:

—¿Y por qué no lo dijiste cuando estábamos ahí dentro?

J. T. apartó el dedo de Dez.

—Porque estaba conmocionado, ¿tú qué te crees? Tú también estabas paralizada por el shock. No sabía qué pensar en absoluto. ¿Es que vas a decirme sinceramente que lo que ha ocurrido hoy es lógico, que es fácil de creer?

Dez no dijo nada.

J. T. asintió.

—Justo lo que pensaba. Así que dime, ¿qué habrías pensado tú si te hubiera dicho que Doc Hartnup se había levantado y se había marchado? ¿Pretendes decirme que te lo habrías creído sin vacilar? ¿Sin hacer preguntas? No. No te lo habrías creído porque no tiene lógica. Pero nosotros sabemos que ocurrió. Del mismo modo que sabemos que la mujer de la limpieza te atacó. Y sin embargo no tiene ninguna lógica.

J. T. y Dez se quedaron mirándose en silencio el uno al otro durante unos cuantos segundos. Muy lejos, al oeste, se oyó el rugido grave de un trueno. El ruido echó a perder el momento, y Dez desvió la vista hacia el oeste y luego al suelo de gravilla.

—¡Mierda! —exclamó ella.

—No importa —dijo J. T. en voz baja, tocándole el brazo—. Ya verás como todo se arregla.

No especificó qué era lo que se iba a arreglar: si el caso, el asunto de Billy, o el tren descarrilado que constituía la vida de Dez. No obstante ella asintió muy despacio.

Detrás de los árboles se produjo un crujido sordo. Dez alzó la vista hacia las nubes. Habían dicho por la radio que la tormenta se acercaba, pero…

El mismo crujido otra vez.

No era un trueno distante.

Era un arma de fuego.

Entonces fue cuando comenzaron los gritos.