17

Calle Fábrica de Muñecas

Condado de Stebbins, Pensilvania

—Vale, ¿y cuál es el plan? —preguntó Cabra—. Llegamos al tanatorio y soltamos por las buenas: «Hola, amigo, sabemos que tienes a un criminal en serie en la cámara frigorífica. Venimos a hacerle una foto».

Trout soltó un bufido y contestó:

—Claro. Así, sin más. Seguro.

—¿Lo dices en serio?

—No. Tenemos que ir camelándolo con artimañas, porque si no nos va a echar a patadas y va a llamar a la tía Selma para que suba el puente levadizo.

—Y entonces, ¿cuál es tu malévolo plan maestro?

—Le soltamos una historia que nos sirva de tapadera. Le contamos que estamos haciendo un reportaje sobre el negocio de la muerte. Ya sabes: tanatorios, residencias de ancianos, cementerios, depósitos de cadáveres, ese tipo de cosas. Le decimos que estamos rodando una serie. Un análisis sobrio y compasivo acerca del proceso de la muerte y de las diversas etapas anteriores y posteriores al fallecimiento. Respeto por la vida incluso después de la muerte y mierdas de esas.

—Vale —convino Cabra—. A ese tipo le encanta la New Age… Puede que se lo trague.

Condujeron unos pocos segundos en silencio.

—Esa historia podría estar bien en cualquier otra circunstancia —comentó Cabra.

—Lo sé. Eso mismo estaba pensando justo mientras te lo decía.

—¿Y cómo vamos a llegar hasta Gibbon y Selma?

—No estoy seguro todavía. Primero hay que conseguir entrar en el tanatorio con esa historia, y luego nos lo trabajamos un poco, lo ponemos de nuestra parte. Incluso podemos incluirlo en el proyecto del rodaje. Le hablamos del éxito en Hollywood. Y de un best seller. Y si no es capaz de ver las ventajas publicitarias del asunto… bueno, entonces solo queda pasar al soborno y a la amenaza.

—Para eso no cuentes conmigo, Billy.

Trout aceleró para adelantar a un autobús escolar.

—No te estoy hablando de amenazarlo con romperle las piernas. Si se trata de la misma Selma Conroy que conocí cuando aterricé por primera vez en este pueblo, entonces es una vieja prostituta. Ya nos inventaremos algún tipo de conexión entre Doc y ella. El hecho de que sea verdad o no da igual, porque será él el que tenga que demostrar que es falso, y eso en los medios de comunicación es imposible. Twitter es más poderoso que una espada, como tú bien sabes, y tal y como anda la economía, ningún negocio puede permitirse la mala prensa.

Cabra se giró en el asiento hacia él y se quedó mirándolo.

—Eres un cabrón, ¿lo sabías?

Trout siguió conduciendo unos segundos antes de contestar:

—¿Y tú? ¿Es que eres un santo?

Cabra suspiró y sacudió la cabeza.

—¿De verdad conoces a alguien en Hollywood a quien puedas poner a trabajar en esto?

Trout asintió.

—Tengo una agente, solo que hasta ahora no había tenido ninguna historia tan jugosa como esta. Ni remotamente tan jugosa. Ella sabrá con quién tiene que hablar.

—¿Y si Hartnup no se lo traga?

—Nos largamos y nos vamos a ver a la tía Selma. Podemos utilizar su pasado como palanca de presión. Y si eso no funciona, de todos modos escribimos la historia y la sacamos a la luz pública. Todas las historias terminan por salir a la luz, chico. Todas.

—Deberías poner esa frase en tu tarjeta de visita, chico. O decirlo cuando contestas al teléfono. Es mucho mejor que eso de «Billy Trout a la caza de la noticia».

—¡Vaya!

Cabra sonrió, sacó el iPhone y se conectó a la cuenta de Twitter.

—¡Uau!, la cosa va bien. Tenemos trescientas respuestas de twiteros en el correo. Estupendo. Cuéntame algo más para que el bollo no se enfríe.

Trout se quedó pensativo por un momento antes de decir:

—«Homer Gibbon: ¿sabe el testigo equis dónde enterró los cadáveres de sus víctimas?». ¿Qué tal, te gusta?

—Horripilante —comentó Cabra, que inmediatamente colgó el mensaje—. Me encanta.

Giraron para salir de la calle Fábrica de Muñecas y entrar en la travesía de la Transición. Trout presionó el freno de inmediato y el coche dio bandazos a los lados, derrapó y esparció la gravilla hasta detenerse.

Toda la calle estaba bloqueada con coches de policía y ambulancias.

—¿Qué coño pasa aquí? —gritó Cabra—. ¡Oh, Dios…! Creo que alguien más ha descubierto la historia.

—No —murmuró Trout mientras sacudía la cabeza despacio, inspeccionando—, no es eso, se trata de otra cosa. Pero… lo que sí creo es que somos los primeros periodistas en llegar. Me parece que hemos tenido todavía más suerte de la que esperábamos.

Trout aparcó, giró la llave de contacto y abrió la puerta. Dos policías los observaban mientras Cabra recogía sus cosas antes de bajarse del coche. Uno de ellos, una mujer, echó a andar hacia el Explorer con esa seguridad y determinación que, por experiencia, Trout sabía que no podía significar nada bueno. Aunque tampoco le sorprendió, porque a pesar de la distancia reconoció a la agente.

Se aferró al volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

Dez. Habían estado evitándose el uno al otro durante meses, pero ahí estaba. Solo a un idiota se le habría ocurrido pensar que Trout se había pasado todo ese tiempo acariciando la idea de tumbarla debajo de él. De pronto el corazón comenzó a latirle aceleradamente en el pecho. Trout no supo discernir si era por los nervios de volver a verla o por miedo a que ella le disparara en la rodilla en el preciso instante en que saliera del coche.

—¡Agárrate, chico! —comentó Trout entre dientes—. Estamos a punto de experimentar el huracán Desdémona.

—¿Esa?, ¿esa es la chavala de las fotos de tu cubículo? Pues tiene un culo que no te lo pierdas. Y un buen polvo…

—¡Cabra! —advirtió Trout en voz baja—, si quieres conservar los huevos en su sitio, ni se te ocurra decir absolutamente ni una sola palabra de eso delante de ella. No tiene mucha paciencia cuando está de buen humor, pero si estoy yo delante entonces su tolerancia es cero, peor todavía que… que Hitler en una ceremonia del bar mitzvá.

—¿En serio? Así que tuvisteis una historia, ¿eh?

—Más o menos.

Cabra se encogió de hombros y preguntó:

—¿Y quién hará su papel en la película?

—El tiburón Mandíbulas Grandes —musitó Trout.

Dez Fox llegó furibunda al Explorer y cerró la puerta del conductor. Trout tuvo que meter las piernas a toda prisa para evitar que lo pillara.

—¡Por Dios, Dez! —exclamó él de mal humor—, has abollado todo el…

—¿Qué cojones estás haciendo tú aquí? —lo interrumpió Dez con un tono de voz tan frío que habría podido dar comienzo a una nueva Edad del Hielo.

Trout hizo una mueca, pero enseguida intentó transformarla en una sonrisa.

—¡Eh!, ¿crees que esa es forma de tratarme después de…?

Dez se enfrentó a él cara a cara y le habló con un tono de voz tenso y bajo:

—Como se te ocurra traer a colación el pasado, Billy, voy a freírte con la pistola eléctrica mientras te meas en los pantalones. Y no creas que es broma.

—¡Dios, Dez! Veamos las cosas con un poco de perspectiva. No he sido yo el que…

—Tú eres un gilipollas al que deberían haber tirado a la basura nada más salir expulsado de la placenta.

Trout suspiró y se llevó la mano al pecho.

—Me duele que me digas esas cosas, Desdemona.

—Más te va a doler.

—¡Vaya, agente! —intervino Cabra, sacudiendo una mano entre los dos para separarlos—. Bajemos un poco el tono de voz y…

—¡Que te follen! —contestaron Dez y Trout al mismo tiempo.

—Pero…

J. T. se había acercado unos cuantos pasos por detrás de Dez e intervino en ese momento para coger a Cabra del brazo y llevárselo.

—Ven conmigo, hijo. Cuando se ponen a discutir estos dos, más vale mantener las distancias.

Cabra permitió que J. T. lo arrastrara a la acera opuesta sin dejar de observar a Dez y a Trout, que se inclinaban el uno sobre el otro, nariz contra nariz, y se hablaban a voces.

—¿Pero qué les pasa? —preguntó Cabra—. ¿Es que se la tienen guardada el uno al otro, o qué?

J. T. esbozó una sonrisa tolerante.

—¿Y eso te lo has imaginado tú solito? Buen trabajo.

Cabra se giró hacia J. T., pero no con una sonrisa.

—Oye, que yo soy un fenómeno de reportero-cámara. Un poquito más de respeto, ¿eh?

J. T. extendió las manos.

—No te pongas así, chico, que era broma. Te he sacado de allí antes de que te hicieran daño. Ni siquiera yo me atrevo a meterme entre esos dos, y eso que voy armado.

La respuesta apenas apaciguó a Cabra, que murmuró algo en yidis. J. T. soltó una carcajada.

Dez y Trout seguían discutiendo a poco más de cinco metros de ellos.

—No he venido aquí a discutir, Desdemona.

—Como vuelvas a llamarme así voy a tener que hacerte entrar en razón con la porra. Me llamo Dez, o agente Fox. En realidad para ti soy la agente Fox. Y ahora dime a qué has venido.

Trout estuvo a punto de decir algo, pero se tragó las palabras. En lugar de atreverse, señaló la fila de coches de policía y contestó:

—En busca de la noticia, agente Fox. ¿A qué otra cosa podría haber venido?

—No hay ninguna noticia. Muchas gracias por venir. Que tengas un buen día. Y ahora, jódete y muérete.

—¿No hay noticia? ¿Y entonces por qué están aquí la mitad de los policías del condado? ¡Por Dios!, ¿eso que tienes esparcido por toda la camisa es sangre? —preguntó Trout con un nudo en el estómago—. ¡Maldita sea, Dez!, ¿estás herida?

Dez dio un paso atrás para apartarse de él, y Trout la vio cerrar los ojos. Luego Dez desvió la vista hacia J. T. y, al seguir Trout la línea de su mirada, pilló al sargento Hammond asintiendo escuetamente en dirección a su compañera.

Entonces Dez se aclaró la garganta.

—Este es el escenario de un crimen —declaró Dez con ese tono de voz inflexible que usan los polis de la academia—. De requerirlo las circunstancias, las autoridades harán una declaración formal pública a su debido tiempo.

Dez hizo ademán de darse la vuelta, pero Trout le tocó el brazo.

—Vamos, Dez, no me sueltes esa mierda. Tengo el copyright de toda la mierda que suceda en el condado de Stebbins. Aquí está pasando algo gordo, y yo quiero saberlo.

Dez, que por fin había recuperado el control, se detuvo y se quedó mirando la mano de Trout sobre su brazo con un gesto muy significativo. Luego lo miró a la cara.

—Quíteme esa mano de encima, por favor, caballero.

—¿Caballero? ¡Oh, por favor…! Corta ya ese rollo, Dez —se quejó Trout, quien, sin embargo, apartó la mano—. Dime al menos si estás herida.

Dez tardó un rato en responder a esa pregunta. Trout mientras tanto observó su rostro, que trataba de disimular y reprimir unas cuantas emociones. No obstante, al final fue la poli dura la que ganó.

—¿Por qué?

—¿Tú qué crees? —respondió él con otra pregunta, tratando de sonreír a pesar de sentirse profundamente dolido—. Escucha… solo por el hecho de que entre tú y yo se hayan producido ciertas cuestiones…

—Cuestiones —repitió ella en voz baja.

—… eso no significa que no me importe lo que te ocurra.

Dez miró para abajo, hacia su uniforme manchado, y luego alzó la vista hacia los ojos de Trout y contó hasta tres.

—No estoy herida —dijo al fin con un tono de voz frío, eligiendo muy bien las palabras para que sonara muy formal.

Trout sintió por fin que se le disolvía el nudo del estómago.

—Entonces, ¿qué ha pasado?

—Vete, Billy —contestó ella al mismo tiempo que se daba la vuelta y se alejaba.

Trout apretó los dientes. ¡Ah… joder!, se dijo. Y salió corriendo detrás de ella.

—¿Es por Homer Gibbon?

El nombre detuvo a Dez en seco. Trout sabía que ella era demasiado buena policía como para darse la vuelta atónita, pero la tensión repentina se reflejaba en cada una de las líneas de su cuerpo. Dez se dio la vuelta y volvió a acercarse a él.

—¿Quieres repetir eso, por favor?

Trout se lamió los labios antes de volver a hacer la pregunta:

—¿Quiere eso decir que esto está relacionado con el caso de Homer Gibbon?

—¿Qué sabes tú de eso, Billy?

No «caballero», ni «gilipollas». Dez había utilizado su nombre.

—Sé que está aquí —confesó Trout, haciendo un gesto hacia el tanatorio.

Dez no dijo nada.

—¿Es que ha sucedido algo? —siguió preguntando Trout—. Durante el juicio, antes de la ejecución, hubo amenazas. ¿Ha entrado alguien a profanar el cuerpo?

Nada. Los ojos de Dez bien podrían haber sido dos piedras azules heladas.

—¿Han robado el cuerpo? Porque también amenazaron con robarlo.

Los ojos de Dez parpadearon involuntariamente, lo cual le reveló a Trout que había dado en el clavo. ¡Cojones!, se dijo. Si la ejecución había sido el tercer acto, entonces es que iban ya por el epílogo. Un epílogo de oro sólido.

No obstante, Trout evitó esbozar una sonrisa triunfal.

—¿Alguna teoría sobre quién ha podido robarlo? —insistió Trout una vez más.

—Yo no he dicho una sola maldita palabra acerca de… —comenzó a decir Dez, que se interrumpió al ver a J. T. Hammond cruzar la carretera y quedarse en pie a su lado.

Cabra lo siguió en silencio como si fuera una estela.

—¿Tienes alguna información que compartir con nosotros, Billy? —preguntó J. T. con un tono de voz tan frío como el de Dez.

—No, pero me gustaría conseguir información sobre…

—Entonces, por favor, entra en el coche, da la vuelta y vuelve a la otra calle —declaró J. T.

—No puedes echarme. Se trata de una noticia que…

J. T. dio un paso amenazador. Trout era alto; medía un metro ochenta y dos, pero J. T. medía cinco centímetros más que él y estaba mucho más fuerte.

—Esta es una travesía privada, Billy —dijo J. T.—. Es propiedad del tanatorio hasta la calle Fábrica de Muñecas. Puedes esperar fuera, en el cruce, o más arriba, en la cafetería. Pero no puedes aparcar aquí.

—¿Desde cuándo te has unido a la Gestapo, J. T.? —preguntó Billy con un tono de voz desagradable.

Las patas de gallo del agente se marcaron profundamente. Cuando quería, J. T. podía transformar su rostro para pasar del Samuel L. Jackson tonto y genial de Parque Jurásico al Samuel L. Jackson mucho más temible de Pulp Fiction. Aquella era la primera vez que llevaba a cabo la transformación para Trout.

—No contabas con muchos amigos nada más llegar aquí, Billy… pero ahora tienes todavía menos. Así que coge tu coche y lárgate. No voy a pedírtelo más veces.

Billy Trout se quedó mirándolo con una expresión intimidatoria a pesar de saber desde el principio que la batalla estaba perdida. No le quedaban cartas que jugar.

Se giró sin decir una palabra más, le hizo un gesto escueto a Cabra para se subiera al coche y en diez segundos salieron a la calle. Y solo para cabrearlos a ambos, rebasó el límite de velocidad. Era una pequeña victoria bastante tonta que le hizo sentirse unos seis centímetros más alto.