Estado de Transición Hartnup
Podía sentirlo todo.
Hasta-la-más-mínima-cosita.
La forma de sacudirse los muslos con cada paso torpe. Las quejas de los músculos, que trataban de luchar contra el rígor mortis justo en el instante en el que flexionaba los brazos y las manos. El estiramiento de los músculos de la mandíbula. La vibración durante los segundos en que se produjo el chasquido al cerrar los dientes con fuerza alrededor del cuello del joven agente.
Y después la sangre. Cálida, salada y pegajosamente dulce. Fluyendo por su boca, bañándole las encías y la lengua, entrando a borbotones por su garganta.
Lee Hartnup gritó. Gritó desde lo más hondo de su alma mientras abría la boca y volvía a cerrarla una, y otra y otra vez. Partiendo, desgarrando. Masticando.
Devorando.
Gritó y gritó, pero no con los pulmones. Ni con la voz. Esas cosas, cada una de esas partes físicas, ya no le pertenecían. Existían en torno a él. Él estaba en el interior. Impotente y sin control sobre ellas, y no obstante conectado de alguna forma a cada uno de los nervios y de los órganos sensoriales. Notaba cada detalle. Desde el arañazo de los dientes sobre el hueso maxilar al morder hasta las vértebras cuando hacía ese movimiento lento de masticar a medias y deslizar el bocado por la garganta. Lo sentía todo. No se le pasaba nada.
Sus gritos produjeron un eco en el vacío oscuro. Si acaso escapó algo al exterior, fue el más débil de los susurros. Un simple gemido grave y lastimero.
Hartnup trató de echarse atrás. Trató de arrojar aquella cosa roja destrozada que sostenía entre las manos… pero a pesar de que sentía cómo se flexionaban los músculos de sus manos, de sus muñecas, de sus bíceps, de sus hombros y de su pecho, no era capaz de controlarlos. Ninguno de aquellos órganos era ya suyo, excepto la terrible conciencia.
Dios, permíteme morir, rogó.
Pero fue su misma voz la que le susurró que ya estaba muerto.
Los dientes mordieron, rasgaron y masticaron.
Esto es imposible. ¿Cómo puede mi cuerpo hacer estas cosas tan terribles, tan repugnantes?
Pero ninguna voz, ni interior ni exterior, respondió.
Estaba atrapado en la oscuridad como un pasajero que viaja en contra de su voluntad; era incapaz de mover un dedo, ni tan siquiera la aleta de la nariz. Nada.
Su cuerpo cayó de rodillas al suelo y su cabeza se sacudió al tratar de rasgar un trozo de carne del cuerpo del agente.
Estoy en el infierno.
Su cuerpo se inclinó sobre el festín para morder y arrancar.
Soy un monstruo.
Soy un hombre hueco.
Inmerso en aquel oscuro raciocinio, Doc Hartnup gritó y gritó.