Estado de Transición Hartnup
Dez, J. T. y el jefe Goss se quedaron atónitos durante tres segundos, contemplando el nombre escrito en el documento sujeto a la tablilla. Después se giraron y se apresuraron a atravesar la hierba en dirección al edificio del tanatorio.
—¿Cómo demonios ha terminado aquí el cuerpo de un psicópata como Homer Gibbon? —preguntó Dez de mal humor mientras corría al paso de Goss—. ¿Tú lo sabías, jefe?
Goss desvió la vista hacia ella por un momento y luego apartó los ojos antes de contestar:
—Se arregló en el último momento.
—¿Y no se te ocurrió que los agentes de turno tenían que saberlo?
—Baja el tono —soltó Goss, poniéndose colorado—. ¿Por qué iba a contárselo a nadie? Estaba tieso, metido en una bolsa de cadáveres, y se suponía que iban a enterrarlo mañana. Además, hay una orden judicial que prohíbe hablar del asunto a todos los implicados en el traslado.
—¿Por qué? —quiso saber Dez.
Goss esquivó la pregunta por un momento. Era evidente que, dadas las circunstancias, no estaba seguro de que la orden siguiera siendo válida. Dio unos cuantos pasos rápidos antes de contestar:
—Vale, vale… Gibbon tenía un familiar en el pueblo que fue a reclamar su cuerpo ante el tribunal para enterrarlo en la propiedad familiar.
—Espera —intervino entonces J. T., alzando una mano—. ¿Gibbon era de aquí?
—No, pero su tía vive aquí. Selma Conroy.
J. T. lo miró.
—¿Selma la Sexi?
—¿Quién es Selma la Sexi? —preguntó Dez.
—Tú eras demasiado joven —explicó J. T.—. Selma Conroy dirigió un antro de prostitución en la carretera 381 durante años, cuando yo era un novato. Hicimos docenas de redadas, pero siempre se las apañó para esquivarnos. No cogimos a nadie de importancia. Se retiró hace años.
—¿Y esa es la tía de Homer Gibbon? ¡Qué encanto de familia! —exclamó Dez sin dejar de mirar a Goss—. No habría estado mal saber dónde nos metíamos cuando contestamos a esta llamada.
—¡Eh! —exclamó Goss—, que a mí tampoco me informaron más que de un par de memeces. Además, la prohibición era necesaria a causa de las amenazas.
—¿Qué amenazas? —exigió saber J. T.
—Durante el juicio se recibieron cincuenta tipos de amenazas distintas. La gente quería arrastrar el cuerpo de Gibbon por las calles y colgarlo de un árbol como si fuera una piñata. Otros se conformaban con mearse sobre su tumba.
—Yo también me habría meado a gusto —musitó Dez.
Goss siguió hablando sin hacerle caso:
—Llegaron cartas hasta de un par de sectas siniestras de admiradores.
—¿De qué sectas? —quiso saber Scott.
—No lo sé, de los gilipollas esos que rinden culto a los tipos malévolos como Gibbon, Ozzy Osbourne o Satanás. ¡Yo qué sé! Cretinos que celebran misas negras. Decían que querían guardar su cuerpo como reliquia.
—¡Oh, por el amor de…!
Dez no pudo terminar la frase. Era todo tan absurdo y estaba tan nerviosa que no quería más que olvidarse del asunto y marcharse a casa, pedir una pizza, beberse seis latas de Yuengling y ver unos cuantos capítulos de la serie Muertes terribles hasta que las cosas volvieran a su cauce.
Ya estaban casi en el tanatorio. Habían llegado más unidades de policía de otros pueblos, y el camino estaba completamente bloqueado.
J. T. se aclaró la garganta y preguntó en un tono neutral:
—Jefe, a la luz de las amenazas y todo eso, ¿no crees que sería más prudente darles unas cuantas pistas a los agentes que van a incorporarse ahora al caso? Si a esos admiradores se les ocurre intervenir, se podría montar un verdadero follón…
Goss no dijo nada, simplemente desvió la vista.
Ni siquiera se le había ocurrido pensar en ello, comprendió Dez muy enfadada. ¡Cabeza de chorlito!
—¡Dios! —exclamó J. T.
La tensión, producto de la desaprobación por parte de ambos agentes, era evidente. Pero J. T. no dijo nada, tampoco Dez. El jefe se puso todo colorado y aceleró el paso.
—Bien —dijo Goss, cambiando de tema—, menos mal que la prensa todavía no se ha enterado.
—Hay sangre en el agua. Los tiburones no tardarán en llegar —afirmó Dez.
Volvieron a entrar en el tanatorio, siempre con mucho cuidado para no estropear las pruebas. Scott se dirigió directamente hacia la camilla volcada. Los demás se reunieron a su alrededor. En cuanto prestaron atención a los detalles en lugar de quedarse paralizados contemplando tanta sangre y tanta muerte, los hechos resultaron evidentes. No hacía falta que Scott les explicara lo sucedido. La camilla yacía sobre una pila de sábanas blancas manchadas y una bolsa de plástico de las de guardar cadáveres.
Goss se giró hacia un agente que estaba haciendo fotos con una cámara digital para documentar el estado del escenario del crimen.
—Barney, te ocupas tú de todo eso, ¿verdad?
—Sí, jefe. Adelante.
Scott se sacó un par de guantes de polietileno del bolsillo, se los puso y levantó delicadamente la sábana por una esquina para mostrar las palabras impresas con tinta azul medio borrada sobre el embozo: Prisión Estatal de Rockview.
El mismo nombre que en la bolsa de cadáveres.
—Bien —concluyó Dez—, de modo que es cierto que trajeron aquí el cuerpo de Gibbon. Es una verdadera suerte. Así que… puede que tengamos que vérnoslas con una pandilla de mentecatos fanáticos religiosos, de esos que llevan antorchas y horcas, o con una secta satánica dispuesta a matar a Doc Hartnup y quien se le ponga por delante con tal de robar el cuerpo. Este trabajo es que me encanta.