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Redacción de Noticias Regionales por Satélite

Agencia del condado de Stebbins, Pensilvania

«Billy Trout a la caza de la noticia», esa fue la frase con la que contestó al teléfono.

Sin embargo, su voz sonó de lo más sosa. Estaba tirado en el sillón de su despacho que, según él, había pertenecido al criminal en serie y misógino Gerald Stano. Al sillón lo llamaba la «Vieja Chispita» en memoria de aquella otra silla tan distinta, situada en la sala de ejecuciones de la prisión de Florida, desde la cual Stano había partido de este mundo.

—¿Eres tú, Billy?

La persona que llamaba tenía acento de Misisipi.

—Mmmm —musitó Trout de mal humor.

Solo le faltaban seis letras para terminar el crucigrama del New York Times. Tenía que rellenar la casilla treinta y ocho, vertical hacia abajo, con una palabra que fuera un sinónimo de «parásito» y que tuviera seis letras. Lo había intentado con las palabras «abogado», «exmujer» y «editor», pero ninguna de ellas encajaba.

—¿Sigues trabajando en esa sección de noticias extravagantes?

—De ahí la inteligente frase que suelto nada más descolgar el teléfono —murmuró Trout sin el menor interés.

—¿Y sigues pagando bien los soplos de ese tipo de noticias?

—Depende. ¿Quién llama?

—Soy Barney Schlunke.

—¡Ah! —exclamó Trout, que acababa de dar con la palabra que le faltaba—. Insecto —añadió, arrojando el periódico sobre la mesa—. ¿Sigues en Rockview?

—Sigo en Rockview. Aunque son los presos los que viven dentro, los empleados solo…

—Lo sé. Era una broma. Nos vimos ayer. ¿Qué quieres?

—Sí, traté de hablar contigo ayer durante la ejecución, pero te escabulliste antes de que me soltaran.

Lástima, pensó Trout.

—¿Hablar conmigo de qué?

—De una noticia.

Trout soltó un bufido.

—La única noticia por aquí es la tormenta, y yo no soy el hombre del tiempo.

—No me refiero a ese tipo de noticias. Escucha, Billy, quiero saber si sigues pagando lo mismo que antes por los soplos.

—Si es una noticia buena, puedo darte el setenta y cinco por ciento.

Schlunke bufó.

—¿Es que quieres estafarme?

—No —negó Trout—. La economía se ha ido al garete, ¿o es que no lees los periódicos?

—¿Y quién lee los jodidos periódicos cuando puedes enterarte gratis por internet?

—¿Y me preguntas por qué bajan mis precios?

—Quiero el mismo porcentaje de antes.

—Imposible. El setenta y cinco por ciento o mis criaturas no comen.

—Tú no tienes hijos.

—Tengo que pagar la pensión alimenticia de mis dos exmujeres, que son como niñas. Así que es lo mismo.

—Créeme —continuó Schlunke—, lo que tengo se merece el porcentaje habitual más una…

—Ese es ahora el porcentaje habitual.

—… más un veinticinco por ciento más, además.

—No puedo permitirme pagarle los vicios a un drogadicto.

—Yo no me drogo.

—Pues entonces no puedo permitirme pagarte tus costumbres porno por internet, Schlunke.

—¡Dios!, no sabes cuánto he echado de menos ser tu pelele y apuntador, Billy. Puede que fuera mejor que me drogara, porque me parece que estoy a punto de sufrir un episodio psicótico. Quiero decir… creía que estaba hablando con un periodista serio, con ganas de hacerse con una exclusiva. Pero… ¡eh, será producto de las setas alucinógenas!

—Ya vale con la guasa —contestó Trout, bostezando.

De pronto se le ocurrió pensar que Schlunke era una de esas personas extrañas cuyo aspecto parecía corresponderse a la perfección con el nombre. Era grandote y de carnes flojas; el típico zoquete sureño que había arrastrado el culo hasta Pensilvania porque en Misisipi la gente no era lo suficientemente reaccionaria. Sin embargo tenía que admitir que Schlunke le había mandado tres o cuatro historias buenas a lo largo de los años.

—Bueno, vale —añadió el periodista—. Tú me cuentas lo que tienes, y yo te digo si se merece lo que pides.

—El precio completo es del cien por cien más un veinticinco por ciento de tu porcentaje.

—Tú suéltalo.

—¿Palabra de honor?

Trout sonrió mientras echaba un vistazo a la redacción dividida en despachos con mamparas. Parecía como si un experto en decorados de Hollywood hubiera querido que estuvieran allí reunidos todos los estereotipos y clichés jocosos propios de un periódico de provincias: desde el tipo asiático grasiento hasta la fosa séptica, pasando por los cerros de papeles. Dos terceras partes de su mesa estaban vacías; el otro tercio había quedado enterrado bajo un desorden tan completo que hacía tiempo que se había metamorfoseado en una única vista amorfa y horrenda en lugar de una colección de chismes únicos; el reloj de pared que seguía marcando la hora antigua para ahorrar luz; y el reportero dormido, con los pies encima de la mesa y una novela de John Grisham abierta sobre el pecho.

El ambiente lo deprimía. Todavía era capaz de recordar un tiempo, no tan lejano, en el que acudir al trabajo constituía un acontecimiento emocionante. Por supuesto por aquel entonces él aún creía que los periodistas eran los buenos, que representaban la voz del pueblo, y que lo único que importaba era la verdad. Pero el tiempo y la economía habían ido arrebatándole todos esos principios. El periodismo no era ya más que un trabajo, y quizá pronto dejara incluso de serlo.

El servicio de Noticias Regionales por Satélite era uno de esos híbridos que había surgido con el bum de las noticias por internet del siglo XXI y la muerte de la prensa escrita. Trout y sus compañeros reporteros recopilaban historias nuevas para más de cuarenta periódicos impresos del oeste de Pensilvania, ninguno de ellos de primera línea. Grababan vídeos con historias para internet y, con suerte, incluso para servicios como AP. Pero en el oscuro condado de Stebbins no habían vuelto a tener ni un solo día de suerte.

—Palabra —contestó Trout—. ¿Te fías de mi palabra?

—¡Ja! ¿Cómo te sienta eso de ser el pelele de otro?

—¡Es jodidamente divertido! ¿Cómo te sentaría a ti que te colgara el teléfono?

—No vas a colgar. No con lo que tengo para ti.

Billy Trout golpeó la goma del extremo del lápiz contra el papel secante de la mesa y contó hasta tres.

—Vale. El veinticinco. Pero tiene que ser realmente bueno…

—Te diré dos palabras —dijo el guardia de prisión—: Homer Gibbon.

—Me has dicho dos palabras. Pero esa noticia es de ayer.

Trout oyó que Schlunke se echaba a reír.

—¿Sabes que está muerto? —preguntó Trout—. ¡Ah!, espera… creo que recordar que tú estabas en la sala de ejecución cuando le pusieron la inyección letal. Pues te voy a dar otra noticia: ¡yo también! Pero dime, Gosh, ¿cuánto tiempo hace de eso? ¿No fue ayer? No, miento… hace solo veintitrés horas y…

—Y la historia seguiría si tú cerraras la boca y escucharas.

—Vale —suspiró Trout—. Cierro la boca.

—Se ha producido una tormenta de noticias desde el día en que Gibbon perdió la última apelación y se fijó la fecha de la ejecución. Los periodistas han acampado en el aparcamiento. No sé cómo es que pillaste la entrada para el espectáculo principal, pero…

—Tengo amigos en los bajos fondos.

—… pero en cuanto murió ese gilipollas, empezó la fiesta. Y ahora el último capítulo. La historia oficial es que Gibbon iba a ser enterrado en no sé qué agujero sin nombre ni losa de los terrenos de detrás de la prisión.

—Correcto.

—Pero no es eso lo que ha ocurrido.

El interés de Trout aumentó medio grado. Homer Gibbon era el asesino en serie más famoso del estado. Lo habían encerrado por once casos de asesinato, pero se sospechaba que, de hecho, había matado a más de cuarenta mujeres y niños por toda Pensilvania, Ohio, Nueva Jersey, Maryland y Virginia, a lo largo de un período de diecisiete años. Aunque él jamás había admitido oficialmente ninguno de los cargos, al final solo lo habían condenado por uno de ellos, basándose en unas pruebas tan contundentes que el tribunal no había tardado ni dos horas en tomar una decisión. Después había ido perdiendo apelación tras apelación, y durante el transcurso de la última habían surgido pruebas forenses nuevas que lo implicaban irrefutablemente en un caso doble de violación y asesinato de una camarera y de su hija de dos años. El crimen había sido tan brutal y con tantas evidencias de tortura que hasta el periodista más acostumbrado a ese tipo de noticias se había visto obligado a describirlo con generalizaciones en lugar de con detalles. La apelación no surtió efecto, se celebró un nuevo juicio rápido, se le condenó a pena de muerte y el gobernador aprobó por primera vez la ejecución por inyección letal tras la ejecución de Gary Heidnik en 1999. Esta vez hasta las protestas de los grupos provida y de los derechos civiles fueron escasas. No había nadie que quisiera que Gibbon siguiera vivo.

—¿Y qué ha ocurrido?

—Que han enviado los restos a su familia.

—Mmm… Pero él no tenía familia. Estuve investigando.

—Lo sé, ¿vale? Querías hacer uno de esos reportajes humanitarios de mierda: «El coste que paga la familia del asesino» o «Los ejecutados no son las únicas víctimas». Una mierda de esas.

—Me alegro mucho de que respetes mi trabajo.

—Vamos, Trout, seamos sinceros. Yo reúno la mierda y tú la sueltas toda en los titulares. Ninguno de los dos actúa por motivos humanitarios. Como mucho, si hay suerte, yo consigo transformar la vida de esos violadores de niñas en un infierno mientras esperan a que el sistema los reincorpore a la sociedad; tú, por tu parte, puede que logres escribir un artículo genuino y con auténtico sentimiento cada diez años, en vez de esa basura sensacionalista. Dime que no es verdad.

Trout se quedó impresionado. No cabía duda de que Schlunke era un parásito, pero según parecía no era el bicho estúpido que había creído. Opinión corregida.

—La familia —soltó Trout, volviendo al tema anterior—. Según los registros del caso no tenía familia.

—Los registros del tribunal eran erróneos. Después de la última apelación apareció una tía bastante vieja. Según parece aportó pruebas suficientes para convencer al juez y al guardia. El asunto es que reclamó el cadáver para enterrarlo. Todo en el último momento, deprisa y corriendo.

Por fin Trout estaba verdaderamente interesado en la historia.

—Así que una tía, ¿eh? ¿Cómo de vieja?

—Más que Matusalén. Se las arregló para llevarse el cuerpo a casa y que una funeraria lo pusiera presentable antes de meterlo en la caja.

—¿Pero qué cementerio aceptaría a un…?

—No, quería enterrarlo en la propiedad de la familia. Bueno… en una granja. Antes era una propiedad grande, pero ya no le queda casi nada. Unas cuantas docenas de acres sin cultivar, repletas de malas hierbas. Tiene un cementerio familiar detrás de la casa, y quería enterrar a Homer Gibbon allí.

—¿Por qué?, ¿es que quiere devaluar la propiedad? —preguntó Trout.

Sin embargo lo comprendía perfectamente. La vieja dama cuyo único pariente vivo es un asesino en serie. Puede que lo hubiera conocido de pequeño y que quisiera rendirle honores al niño que había sido, más que al hombre en el que se había convertido. La historia clásica de siempre. O puede que se tragara la teoría del abogado defensor de que Gibbon padecía un desequilibrio químico. ¿Era ese el pretexto que utilizaba para aferrarse a su amor propio y al orgullo de su apellido?

—¿Pero me estás escuchando, cabrón? —gritó Schlunke.

—¡Pues claro, hombre! —mintió Trout, que comenzaba a pensar que quizá la historia mereciera la pena. Quizá incluso diera para una película. De las sentimentaloides. O una serie con un sinfín de capítulos, si es que la tía se parecía a Betty White—. Decías que la tía… que la preparación para el entierro…

—Cuando reclamó el cadáver, pidió que no se informara a la prensa. Debía de tener miedo de que alguien quisiera profanar la tumba: amigos o familiares de las víctimas de Gibbon. O gente en busca de emociones fuertes y ese tipo de cosas.

—Sí, sí —convino Trout, que todavía estaba con el reparto de la película. Kristen Bell en el papel de la camarera asesinada—. Pero necesito la dirección. Sin ella no hay historia.

—Lo sé. Así que… ¿estamos completamente de acuerdo en lo del ciento veinticinco por ciento?

—Schlunke, eres tú el que debería estar al otro lado de los barrotes.

—¿Sí o no?

—Sí, sí, sí. Y ahora dime, ¿dónde vive esa jodida tía…?

—En Stebbins.

Trout no captó el nombre, y preguntó:

—¿Qué?

—Stebbins. La tía vive en Stebbins.

—Pero… pero yo vivo en…

—Sí —confirmó Schlunke—, la vieja tía vive en tu pueblo.