9

Estado de Transición Hartnup

—Dez, ¿estás bien? —quiso saber J. T., que nada más verla corrió hacia ella.

—Yo…

Al ver la sangre espesa desparramada sobre sus piernas y sus manos, la voz le falló y no pudo pronunciar más que una palabra. Entonces vio las larvas que se retorcían, se puso histérica y comenzó a sacudirse la ropa.

—¡Dios!

—¿Estás herida?

—No, pero… ¡ayúdame a quitarme esto de encima!

J. T. metió una mano por debajo de su axila y tiró de ella para sacarla de debajo del cuerpo de la rusa. Dez escarbó sin querer con los talones la sangre que cubría el suelo al tratar de salir de allí. J. T. la soltó involuntariamente cuando estaba todavía a solo tres metros del cuerpo, así que Dez cayó de culo al suelo y se quedó ahí, mirándolo con la boca abierta y sacudiendo la cabeza. El arma se le cayó de las manos, pero Dez no trató en ningún momento de recuperarla. J. T. se agachó y la recogió.

—¿Qué ha ocurrido?

La pregunta de J. T. parecía proceder de otro mundo, le sonó tan distante y lejana que Dez incluso llegó a dudar que él estuviera de verdad allí. J. T. dio la vuelta y se acuclilló delante de ella. Torció el gesto y frunció el ceño con una expresión de vacilación al tiempo que chasqueaba los dedos delante del rostro de Dez, tal como había hecho ella momentos antes. Dios, ¿era cierto que solo habían pasado unos cuantos minutos? Dez comprendió entonces, a cierto nivel muy profundo, que se encontraba en estado de shock, y al mismo tiempo se dio cuenta de que era consciente de ello. Su mente trataba de escabullirse de la realidad, de lo que acababa de ocurrir y, al hacerlo, parecía fragmentarse.

—Yo… —volvió a repetir, sin saber qué decir.

Sacudió la cabeza.

J. T. se levantó y la ayudó a ponerse en pie con cuidado, la agarró del codo y la llevó al extremo opuesto del despacho, a un rincón lleno de ficheros. Él seguía sujetando la Glock de Dez.

—Dez —insistió J. T. en voz baja—, ¿qué ha pasado?

—Esa mujer me atacó —jadeó Dez.

—No —negó él, sacudiendo la cabeza—. Escúchame, Dez… el jefe y los forenses están a punto de llegar. Tenemos que contarles lo que ha sucedido, contarles una historia. Hay que contarles algo que se puedan creer, así que tienes que decirme qué ha ocurrido. ¿Por qué has disparado el arma? ¿Ha sido un accidente? No, no —negó él mismo, corrigiéndose—. He oído cuatro disparos, así que no podemos decir que ha sido un accidente. Dez, ¿has visto al criminal? ¿Es que ha vuelto? ¿Es eso lo que ha ocurrido… que lo has visto y por eso has disparado?

Dez no paraba de sacudir la cabeza en una negativa. Se apartó un mechón de pelo de la cara con manos trémulas.

—Dime algo, Dez —rogó J. T., cuyos ojos comenzaban a nublarse por el miedo—. Tenemos que darle un sentido a todo esto, no sé…

—¡Ella me atacó, joder! —soltó Dez.

J. T. dio un paso atrás. La escrutó, buscó su mirada y después se giró y contempló a la rusa. Se dio la vuelta una vez más, volvió a mirar a los ojos a Dez y desvió la vista.

—Dez…

—¡Que no, mierda! ¡Esa zorra rusa me atacó!

—Vale, vale, ya te he oído. Ella te atacó. Pero… ¿cómo es posible?

—¿Qué quieres decir con eso de que cómo es posible?

—Vamos, Dez… Cuando llegamos estaba muerta. Estaba…

—¡Por supuesto que estaba muerta, pedazo de gilipollas!

—Dez, tenía toda la garganta abierta. Lo vimos los dos…

—¡Pues entonces es que lo vimos mal! —exclamó Dez, tratando de calmarse—. Escucha, J. T., te juro que no son imaginaciones mías. Esa mujer me atacó. Te aseguro que no le he disparado cuatro veces solo por divertirme. Ella-se-lanzó-sobre-mí —explicó, pronunciando cada palabra muy despacio y en voz alta y clara, y haciendo una pausa entre palabra y palabra.

De pronto, J. T. alzó la cabeza en actitud de escuchar. Dez también lo oyó. Sirenas.

—Escucha, Dez, tú sabes que yo te apoyo, ¿verdad? Eso es incuestionable. Les contaré la historia que tú quieras. Que se joda el jefe y que se jodan todos… pero tienes que darme algo con lo que pueda trabajar. No puedo soltarles un cuento de hadas.

—¡J. T.!

—Te harán un análisis de sangre —dijo él.

J. T. dejó caer el cargador de la Glock y sacó la bala de la recámara. Luego metió la bala en el cargador y volvió a meter este dentro del arma. Pero no se la devolvió.

—¿Cuánto alcohol tienes ahora mismo en sangre?

—¡Que te den!

—No —negó él con firmeza—. No me dejes fuera. Estoy de tu parte, ¿no te acuerdas? ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? Pero tienes que contarme qué ha ocurrido.

Dez señaló el cuerpo con un dedo y dijo:

—No podía estar muerta, J. T. Es imposible. No me importa lo que pareciera. Debimos juzgarlo mal. ¿Quieres una historia? Pues esa es la historia, y es la pura verdad. Esa cerda trató de pegarme un mordisco.

—Pegarte un mordisco —repitió J. T. sin ninguna entonación ni entusiasmo.

J. T. se acercó al cuerpo, se agachó y tocó la mejilla, el antebrazo y la muñeca con el dorso de los dedos. Se enderezó y se dirigió hacia la sala de preparación de cuerpos, donde yacía el cadáver de Doc Hartnup. Pero inmediatamente volvió hasta donde estaba Dez, caminando muy lentamente y con una expresión de duda y preocupación en el rostro.

—Sí, trató de morderme. Y me parece que eso de morder está muy de moda por aquí.

—Tiene la piel helada, Dez —afirmó J. T.

—Como si está hecha un témpano, J. T. Se abalanzó sobre mí, me clavó en el suelo y yo le dije que se apartara y le di tal patada que salió volando, pero como si estuviera de cachondeo. Vino a por mí y trató de destrozarme la garganta.

—Así que le disparaste.

—¡Sí, le disparé, joder!

—A una mujer desarmada.

—¡Sí! —volvió a confirmar Dez de mal humor.

—A una mujer desarmada y gravemente herida.

—¡Que sí! ¡Aj, Dios, J. T.!

Las sirenas sonaban ya muy cerca. Parecía como si estuviesen girando en la calle para entrar por la carretera de acceso al tanatorio.

—Le disparaste cuatro veces, Dez. ¿Cuántos disparos hacen falta para…?

De pronto Dez lo empujó y J. T. se tambaleó hacia atrás y se tropezó con la fila de ficheros. De uno de ellos cayó un jarrón de gardenias que se estampó contra el borde de la mesa. Antes de que J. T. pudiera recuperar el equilibrio, Dez le quitó la Glock de las manos y se la guardó en la cartuchera.

—¡Jamás pensé que me fallarías, J. T.! —dijo ella amargamente. Sentía deseos de darle un puñetazo, de tirarlo al suelo y pisotearlo.

Y de llorar. Pero era capaz de tragarse la pistola antes que derramar una sola lágrima. A pesar de lo ocurrido.

J. T. se puso en pie despacio, mirando alternativamente el rostro de Dez y la pistola en su mano.

—Me estás asustando, Dez. Te estás comportando un modo completamente irracional…

—Soy perfectamente racional. No he perdido la cabeza, y no estoy borracha. Ni drogada, ni nada de eso. ¿Quieres hacerme la prueba de la alcoholemia? Bien, pero cuando compruebes que estoy limpia, te voy a dar una patada en el culo.

—Cálmate, Dez. Yo no he dicho…

Las sirenas sonaban ya como si estuvieran exactamente delante de la puerta; sus aullidos parecían asfixiar el ambiente del despacho exiguo de consecuencias. Dez cerró los ojos un instante al oír que se abrían y cerraban las puertas de los coches y al escuchar las pisadas sobre la gravilla. De golpe, la puerta trasera y la principal del tanatorio se abrieron, y todo el edificio comenzó a llenarse de gritos de agentes de la policía de Stebbins y de dos de los pueblos vecinos.

—Dez —insistió J. T. una vez más, despacio—, tú sabes lo que van a decir. Van a examinar el cuerpo. Van a tomarle la temperatura, a medir su grado de lividez y a hacerle todas esas pruebas científicas que aclararán cuánto tiempo lleva muerta. Y después van a comparar eso con el registro de nuestras respuestas. Y a examinar las heridas de bala.

—¿Y qué? ¡Pues que examinen!

—Vamos, Dez… Le has disparado cuatro veces. ¿Cómo es que no ha sangrado por ninguna de las heridas?

Dez dio un paso atrás sin darse cuenta, como si J. T. le hubiera dado un puñetazo.

—¿Qué?

J. T. señaló el cuerpo y añadió:

—Los cadáveres no sangran. O bien la mataste al primer disparo, en cuyo caso querrán saber por qué seguiste disparando desde ángulos y a distancias distintos, o bien la mataste con los disparos de la cabeza, y entonces te pedirán que les expliques por qué no salió sangre de la bala del pecho —objetó J. T. sin dejar de sacudir la cabeza y con una nota de ruego en la voz—. ¿Qué vamos a decirles, Dez?

Parecía como si no hubiera aire suficiente para respirar; Dez no sabía ninguna de las respuestas. Tenía el pecho tenso, el corazón le martilleaba de puro miedo. Bajó la vista hacia la mujer muerta y siguió la dirección de la mirada de los agentes que acababan de llegar. Por primera vez fue consciente de la violencia tremenda de la escena. Vio la sangre y los pedazos de tejido humano a través de los ojos de los otros agentes.

Dios, se dijo, sin duda ese iba a ser su final. Porque si ni siquiera J. T. la creía, entonces nadie más lo haría.

El pánico se apoderó de ella. Miró a su alrededor con la esperanza de encontrar una puerta en la que leer «salida». Pero una de las puertas daba a la sala de despiece en la que se había convertido la sala de preparación de cadáveres, y la otra era la ruta que había tomado el asesino para abandonar la locura del escenario del crimen.

Entonces, de repente, esa primera puerta se abrió y el jefe Martin Goss entró en el despacho desde la sala de preparación de cadáveres. Era un hombre bajito y gordo. Su piel colorada estaba constantemente cubierta de sudor.

Goss desvió la vista de J. T. a Dez, después al cuerpo y de nuevo a J. T. Se quedó contemplando el uniforme de Dez, completamente cubierto de sangre.

—¡Dios mío de mi vida! —exclamó—. Dez, ¿estás bien?

—Sí, estoy bien —musitó ella.

—¿Seguro? Hay enfermeros de camino…

Ella asintió.

—Estoy bien, jefe. Solamente estoy manchada.

—¿J. T.?

—Yo estoy bien. Estaba fuera cuando ocurrió todo.

Goss se lamió los labios.

—Según vuestra llamada había un sospechoso que huyó a pie, ¿no?

J. T. le mostró las huellas de los pies desnudos ensangrentados.

—Desaparecen al borde del césped. Parece que se dirigía al oeste, pero es solo una suposición.

Goss asintió brevemente, apretó el botón de su micrófono e informó al resto del equipo. Ordenó que comenzaran la búsqueda de inmediato y les aconsejó a todos que tomaran precauciones extremas. También llamó a la policía estatal para pedir ayuda. Ellos disponían de más hombres y de helicópteros. Entonces llegaron otros agentes, entre ellos el forense del condado, Paul Scott. Scott echó un vistazo rápido a J. T. y a Dez y volvió a la sala de preparación de cuerpos. Llevaba una bolsa en la que iba guardando las muestras.

Goss se giró de nuevo hacia J. T. y Dez.

—Vale… pues ahora contadme qué ha pasado.

Dez arrancó a hablar, pero no pudo emitir más que un caos de palabras incoherentes. Ella misma captaba el miedo en su propia voz.

J. T. dio un paso adelante y tomó el relevo. A pesar de su primera reacción, pareció haber recuperado la calma e informó con rapidez de todo lo ocurrido desde que aparcaron el coche, vieron la huella de la mano ensangrentada en la pared y encontraron el cuerpo de Doc Hartnup. Y lo hizo con la jerga fría y objetiva de un agente de policía. Por un momento Goss frunció el ceño, pero no lo interrumpió. Dez no dejaba de observar su rostro todo el tiempo, tratando de descifrarlo.

J. T. continuó:

—Creímos que estábamos ante el escenario de un crimen, así que solo examinamos el cuerpo de la segunda víctima de una manera superficial. La dimos por muerta. Entonces yo salí fuera para inspeccionar mientras Dez… la agente Fox, quiero decir, comenzaba a hacer fotos del escenario con la cámara digital. Y fue entonces cuando la… mmm… —J. T. hizo una pausa de solo un segundo; Dez no podía quejarse—… la segunda víctima, que evidentemente seguía viva, procedió a atacar a la agente Fox de una manera completamente agresiva e irracional. La agente Fox se vio obligada a defenderse utilizando la fuerza para salvar la vida.

Todos los agentes se habían detenido para oír la historia. Sus rostros expresaban confusión, duda y asco en grados distintos. Paul Scott entró y se inclinó sobre el oído de Goss para susurrarle algo. El jefe lo miró, se acercó a la puerta y asomó la cabeza por la sala de preparación de cuerpos. Luego volvió y escrutó los rostros de J. T. y de Dez. Su propio rostro expresaba confusión y vacilación.

No se lo creía, reflexionó Dez. Así que estaba verdaderamente jodida.

—¿Y eso es todo? —preguntó el jefe Goss muy despacio, arqueando las cejas—. ¿Esa es vuestra historia?

—Es lo que ocurrió, jefe —respondió J. T.

Dez asintió. Tenía la ropa manchada de sangre y el pelo revuelto. Sabía que debía de parecer una loca.

Goss señaló a la mujer muerta.

—¿Fuiste tú la que le causó esas heridas en el cuello?

—¡Por supuesto que no! —comenzó a decir Dez.

Entonces J. T. le tocó el hombro y la interrumpió.

—Parece ser que tenía ya todas esas heridas cuando llegamos al escenario del crimen, jefe —alegó J. T.—. Tal y como dije, le hicimos un examen superficial y…

—¿Y a Doc Hartnup también le hicisteis un examen superficial?

J. T. hizo una mueca al oír la inflexión de la voz de Goss al pronunciar la palabra «superficial».

—Sí, señor.

—¿Y qué decidisteis, que estaba probablemente muerto, o que en apariencia seguía vivo?

—Muerto, señor —contestó Dez.

—¿En serio? —siguió preguntando Goss muy despacio—. ¿Y la mujer de la limpieza te atacó en este despacho?

—Sí.

—¿Y Doc Hartnup?

—¿Qué quiere decir, señor?

—¿Él también te atacó?

—No —negó Dez—. Ya te lo ha dicho J. T. Doc estaba muerto de verdad cuando llegamos.

—¿En serio? —continuó preguntando Goss, al tiempo que se acercaba de nuevo a la puerta—. Y entonces, ¿dónde coño está su cuerpo?

Dez le lanzó una mirada a J. T. y acto seguido ambos salieron corriendo a la sala de preparación de cadáveres. Había sangre por todas partes, además de unos cuantos agentes. Parte de la sangre era roja, parte negra y otra parte eran esputos como los que le había escupido la rusa a Dez. En los esputos había lombrices diminutas, semejantes a gusanos, retorciéndose. Una serie de pisadas sanguinolentas trazaban un camino desde el charco de sangre del suelo más grande hasta la puerta trasera abierta.

Pero no había ningún cadáver.

Doc Hartnup había desaparecido.