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Estado de Transición Hartnup

La mujer de la limpieza se lanzó contra Dez con todo su peso, la agarró del pelo y la arrastró hacia atrás. Las dos estaban a punto de caer. La mujer gruñía, pero lo que salía de su garganta destrozada era un gorjeo extraño e imposible. Abalanzó la cabeza hacia delante con violencia, sin importarle que en ese preciso momento ambas estuvieran a punto de estrellarse contra la mesita del café. Hizo estallar la mesa en miles de fragmentos de madera y piezas decorativas incrustadas. El golpe le arrancó un grito a Dez. Le cayeron encima los noventa kilos que pesaba la rusa, además de clavársele en la espalda, en los riñones y en las costillas todos los artilugios que llevaba colgando del cinturón.

Dez oyó cómo los dientes ensangrentados de la mujer entrechocaban unos con otros a un centímetro de su oreja. Metió el antebrazo por debajo de la mandíbula de la mujer mientras esta seguía intentando darle mordiscos y más mordiscos, tratando de arrancarle un pedazo de cara, de oreja o de tráquea. La rusa se sentó a horcadas sobre Dez, la inmovilizó y le impidió echar mano de las armas con sus muslos inmensos. Y sin embargo, a pesar de los kilos, no era una mujer fuerte; era como si sus músculos estuvieran medio dormidos, además de que la carne le temblaba. Pero era un horrible peso muerto que le impedía huir.

En realidad, el ataque de la mujer de la limpieza no obedecía a ningún plan preconcebido; solo quería tener a Dez lo bastante cerca para darle un mordisco. Gruñía, silbaba en lugar de jadear, mordía el aire y trataba de retorcerse y estirarse, obsesionada por sobrepasar la barrera del brazo de Dez. Pero defenderse de esos dientes era terriblemente cansado, porque suponía empujar y levantar toda aquella masa de carne floja y retorcida.

La rusa trató de escupirle. Expectoró una masa viscosa de sangre coagulada sobre Dez, quien logró esquivarla. La sustancia negra pegajosa cayó al suelo, y Dez pudo ver por el rabillo del ojo cómo algo parecido a los gusanos se retorcía en aquella masa de mierda.

—¡Por Cristo!

Por fin Dez consiguió liberar el brazo derecho. La cámara seguía colgando del cordón atado a su muñeca. Dez la agarró y la estampó con todas sus fuerzas contra la sien de la rusa. El impacto incluso le hizo daño en la muñeca. Trozos de metal y de plástico salieron volando en todas direcciones. La mujer de la limpieza echó la cabeza a un lado. Y eso fue todo. La expresión de su rostro no cambió ni lo más mínimo, y eso a pesar de que el golpe le arrancó una tira de carne del tamaño de un billete de la mejilla, que se le quedó colgando. La herida no sangró. La mujer no reaccionó en absoluto al golpe ni al dolor que, por fuerza, tenía que haberle producido.

Un estallido de ira y un grito surgió de lo más hondo del pecho de Dez. Se abalanzó sobre la mujer para pegarle con la cámara una y otra vez y aplastarle la oreja, desgarrarle la ceja, perforarle la sien, el ojo y los orificios nasales. Los bordes metálicos rajados de la cámara le desfiguraron todavía más la cara, desgarrándosela en una serie de tiras rojas.

Pero eso no detuvo a la rusa. Ni siquiera trató de evitar que Dez siguiera golpeándola. Lo único que hacía era morder y morder, tratar de escarbar en la carne y sujetarla. La mujer volvió a escupir sangre negra otra vez sobre Dez, cuyo uniforme quedó completamente manchado.

—¡J. T.! —gritó Dez, que por fin comenzaba a sentirse presa del pánico y la impotencia.

Dez flexionó las rodillas, acercó ambos talones al culo y colocó las plantas de los pies en el suelo, y entonces tomó impulso y levantó las caderas hacia arriba como si fuera un caballo salvaje que se resistiera a la doma. La sacudida lanzó el cuerpo de la rusa por los aires, y de inmediato Dez rodó a un lado y aprovechó la fuerza de giro de sus caderas para golpear la parte interna de los muslos de la mujer. El mecanismo de palanca surtió efecto, y la mujer cayó de lado.

Dez se giró al instante en el sentido contrario, rodó hasta quedar de lado y comenzó a dar patadas a la mujer con ambos pies en el pecho y en la cara hasta que la rusa se derrumbó sobre el sofá.

Pero ni siquiera entonces la mujer se quedó aturdida. Se levantó de inmediato de donde había caído, se apoyó en manos y rodillas y comenzó a arrastrarse hacia Dez.

—¡Mierda! —exclamó Dez, que se giró hasta quedar boca arriba y sacó la Glock—. ¡Quieta o disparo!

La mujer gruñó, chocó los dientes de arriba contra los de abajo y se lanzó sobre ella.

Dez disparó.

La bala le dio en la parte superior del pecho y le hizo un agujero negro de un centímetro de diámetro justo debajo de la clavícula. La fuerza del impacto la hizo retroceder y tambalearse hasta caer de rodillas, sin dejar en ningún momento de sacudir los brazos como si estuviera rezando y padeciendo una agonía religiosa. Sin embargo su rostro no reflejaba dolor alguno; no había en él el menor detalle que revelara que una bala del calibre 44 había atravesado su cuerpo. Se mordió los labios con los dientes sanguinolentos y se lanzó una vez más sobre Dez.

Dez gritó y volvió a disparar.

La segunda bala le voló parte de la mandíbula y le hizo un agujero que le llegó hasta la oreja, del cual salieron disparados sangre y restos de materia gris que salpicaron el sofá.

Solo entonces la mujer hizo una pausa. Su expresión salvaje se disipó para dar paso a un rostro ausente en el que los labios y los gruñidos habían perdido toda firmeza.

Pero no se derrumbó.

Dez creyó que el mundo comenzaba a dar vueltas a su alrededor. Disparó otras dos veces más a quemarropa. Dos disparos. Sobre el pecho y la cara. En el maldito sofá había trozos de hueso y de tejido cerebral. Era increíble, imposible.

No podía ser verdad.

La rusa volvió a la carga con una lentitud insólita; se arrojó a las piernas de Dez y la sujetó para darle un mordisco.

Dez se inclinó hacia delante y colocó el cañón del arma sobre su frente.

—¡Muérete ya, joder!

Apretó el gatillo. Una vez. Dos. La cabeza de la mujer reventó. Restos del cráneo y tiras de duramadre y pulpa cerebral se desparramaron sobre el sofá, la pared y la lámpara de pie.

La mujer… se derrumbó por fin.

De golpe.

Sucedió justo en el instante en el que J. T. abría la puerta de la sala de preparación de cadáveres con la escopeta en la mano.