Estado de Transición Hartnup
El tanatorio estaba escondido al fondo de una calle serpenteante sin salida de unos nueve metros de largo que había sido rebautizada oficialmente con el nombre de «travesía de la Transición». Al borde de la calzada crecía una vegetación exuberante de flores silvestres y arbustos de hoja perenne. Dez siempre se echaba a reír nada más ver la señal amarilla enorme de «Sin salida» justo al girar.
El propietario era Lee Hartnup, más conocido como Doc, y no porque fuera médico, sino porque tenía un doctorado. Igual daba que el doctorado fuera en Literatura con alguna asignatura de filosofía; el hecho de que hubiera alcanzado semejante nivel lo situaba en la cima de la pirámide de la comunidad de Stebbins.
Doc le caía bien. A veces parecía un poco estirado, pero era buena gente a juicio de Dez.
Detrás del edificio, que imitaba una mansión y que servía de decorado, había otros más pequeños dedicados a actividades distintas. En aquel momento no había luz en ninguno de ellos y tampoco coches aparcados a la vista. El tanatorio estaba al fondo, así que Dez y J. T. entraron con los coches zigzagueando por entre los pinos hasta el aparcamiento. Había dos coches fúnebres junto a la puerta trasera de un edificio de aspecto funcional. El primero era un Cadillac cuya nariz gris asomaba entre las sombras de un garaje abierto. El segundo estaba aparcado fuera, en batería. Dez y J. T. aparcaron los suyos juntos, bloqueando la salida de ambos coches fúnebres. Abrieron las puertas, se quedaron un rato analizando la escena y finalmente salieron cada uno de su vehículo.
J. T. alzó el mentón al ver el más grande de los dos turismos aparcados en el aparcamiento: un Lexus plateado de solo cuatro años.
—Ese coche es el de Doc Hartnup. El otro debe de ser el de la mujer de la limpieza.
El segundo vehículo era un Ford, pero estaba tan viejo y lleno de rasguños que era prácticamente imposible descifrar el modelo, año o color.
El resto del aparcamiento se mostraba desierto a primera hora de aquella mañana apacible, en la que solo soplaba una ligera brisa que sacudía las copas de los árboles. Los rayos de luz roja y azul de las unidades de policía trazaban líneas en las superficies reflectantes una y otra vez; en los cristales de las ventanas, en el esmalte gris brillante del coche fúnebre, en los faros apagados del vehículo aparcado en batería.
—Todo parece tranquilo —comentó Dez.
J. T. seleccionó el canal uno en el micrófono que llevaba enganchado a la solapa.
—Informando, dos unidades en la escena del robo. ¿Puedes decirnos dónde está la testigo?
—No, cariño —contestó Flower—. Quiero decir, negativo. Le dije que esperara en el coche, pero colgó.
—Entendido —contestó J. T., que se giró hacia Dez—. Flower dice que le advirtió a la señora de la limpieza que se quedara en el coche. Puede que esté dentro.
Conforme iban acercándose al edificio del tanatorio, ambos policías desabrocharon las cartucheras de las pistolas que llevaban a los costados. Se aproximaron cada cual por un lado para evitar ponerse a tiro si alguien disparaba desde la puerta. Era una buena táctica de aproximación, la forma de proceder habitual en cualquier escenario de un potencial delito. Cierto que el pueblo no era grande, pero los dos se tomaban su trabajo muy en serio.
La mujer de la limpieza tenía razón. Había un detalle sospechoso en la puerta trasera. Dez lo vio la primera y se lo señaló a J. T. con un gesto de la cabeza. J. T. se inclinó sobre la puerta y comprobó que estaba encajada en la jamba, pero no lo suficiente como para que el pestillo entrara en el hueco correspondiente.
—¿Cómo quieres que lo hagamos? —le preguntó él en voz baja.
No hablaron en susurros. Los silbidos que se generan con los murmullos se oyen por lo general desde muy lejos.
Dez examinó la puerta.
—No hay señales de que la hayan forzado. La cerradura está intacta. Pero esto no me gusta, colega. Vamos a seguir la consigna de los Boy Scouts.
Él asintió y ambos prepararon las armas. Glocks del 22 con una bala en la recámara y una ronda completa en el cargador de alta capacidad para quince balas. Ambos se regían por el sabio lema de estar preparados.
Esa parte del trabajo le gustaba a Dez. Era justo el tipo de actividad que necesitaba para borrar el recuerdo del dios Amor tirado sobre su propio vómito en el dormitorio. Esas entradas, igual que las intervenciones cuando los llamaban por una pelea en un bar o porque un adulto acosaba sexualmente a un niño, le aceleraban el pulso. Le hacían sentir que merecía la pena arrastrarse fuera de la cama por la mañana. J. T. en cambio las detestaba, y Dez lo sabía. Él se encontraba en el extremo opuesto de la escala evolutiva. Creía en serio que la palabra «paz» de la expresión «fuerzas por la paz» quería decir que su trabajo consistía en mantener el mundo en un estado de no violencia, de tranquilidad.
J. T. accionó el micrófono de la solapa.
—Aquí unidad cuatro informando. Contén el aliento y mantente a la escucha.
—Recibido.
—Estoy lista —dijo Dez—. Yo, a la izquierda; tú, a la derecha.
Dez metió la punta del zapato entre la puerta y la jamba. Solo con los labios, inició la cuenta atrás a partir del tres y empujó. La puerta se abrió hacia dentro sin el menor ruido. Por un segundo, Dez y J. T. retrocedieron, pero luego actuaron deprisa: ella entró por la izquierda y él la cubrió, y luego él entró por el otro lado, comprobó que nadie los pudiera sorprender por detrás y examinó los rincones. Los dos llevaban la pistola en alto, la agarraban con ambas manos y seguían el rayo de luz de la linterna con la vista.
Habían entrado en un cuarto grande que servía de lavandería; un cobertizo añadido al edificio hace tiempo. En una de las paredes había una lavadora industrial y armarios, y en la otra, estanterías con productos de limpieza. En la pared opuesta a la puerta, la más lejana, había otra puerta entornada.
—¡Hay sangre! —exclamó J. T.
—Ya la veo.
Habría sido imposible que pasara desapercibida. En la pared, junto a la puerta entornada, había una huella roja de una mano pequeña, de mujer. Los rastros de sangre recorrían toda la habitación. Para dejar esa huella aquella mano tenía que haber estado bañada en sangre. Dez sintió como si algo se alterara en su cerebro, como si alguien hubiera encendido un interruptor. Era una sensación que conocía. La había experimentado por primera vez en su primer viaje a Afganistán, en mitad de una misión, y de nuevo después, en el segundo y en el tercer viaje a ese mismo país, pero ya de una manera mucho más continua. Cierta vez, tratando de describirle esa sensación a un sargento, mientras se bebían una botella de Beam en una tienda de campaña al nordeste de Afganistán, el veterano del Ejército cubierto de cicatrices le había dicho que formaba parte de la mentalidad del guerrero. «Es la mentalidad del hombre de las cavernas, la mentalidad del superviviente», le había asegurado. «Se produce cuando te das cuenta, a un nivel profundo, de que acabas de abandonar el mundo habitual para internarte en el valle de las sombras».
En otra ocasión Dez había tratado de explicárselo a J. T., pero aunque lo entendía a nivel intelectual, el problema era que jamás había estado en el Ejército ni había participado en la Marcha por el Desierto. En sus treinta años de servicio, J. T. jamás había disparado el arma ni recibido ningún impacto de bala. Y eso suponía una diferencia, pese a que ninguno de los dos lo dijera en voz alta. Él era inteligente y se ajustaba estrictamente al código de conducta establecido, pero en cierto modo seguía siendo un civil y Dez jamás podría volver a sacar a colación esa preparación militar especial.
El cambio de mentalidad de Dez transformó también el lenguaje de su cuerpo: apoyó todo su peso en el envés del empeine de los pies, flexionó las rodillas levemente en posición de ataque y de lucha, parpadeó con menos frecuencia y sujetó la Glock con fuerza. Dez era consciente de ello de una manera un tanto distante.
J. T. se acercó a la sangre y retrocedió. Se lamió los labios con nerviosismo.
—Esto no me gusta esto, Dez.
—Tus gustos no cuentan en el trabajo, colega.
Dez abrió la puerta poniendo solo dos dedos sobre el pomo, y en esa ocasión fue J. T. quien la empujó, y con fuerza. Comenzaron a moverse deprisa: entraron en la sala de preparación de cadáveres, revisaron los rincones, se cubrieron el uno al otro y siguieron todos los rastros… hasta pararse en seco sobre sus pasos. Las luces fluorescentes estaban encendidas y se reflejaban sobre las mesas de acero inoxidable y sobre docenas de instrumentos quirúrgicos plateados.
No había ni el más ligero indicio de movimiento en la habitación, pero estaba todo patas arriba.
Había una camilla volcada junto a la puerta de la cámara de refrigeración, sábanas y vendas enredadas y retorcidas por todas partes, vasos y botellas aplastadas, los delicados instrumentos quirúrgicos tirados y dispersos. Y todo, desde las paredes al suelo, hasta los restos de vendas, estaba cubierto de sangre.
Aquello parecía un matadero.
—¡Por Jesucristo! —exclamó J. T. apenas sin aliento.
Por un momento su talante tranquilo y profesional estuvo a punto de desvanecerse para dar paso a un espectador boquiabierto y paralizado. Había un olor muy fuerte a desinfectante y a carne corrupta, aparte de la peste a cobre de la sangre de los miembros cercenados.
—Lárgate de esta jodida sala, colega —soltó Dez de improviso en un tono de voz fuerte que sonó como una bofetada.
Pero J. T. reaccionó. Se dirigió al extremo opuesto de la sala, abrió los armarios de una patada y revisó la cámara frigorífica para asegurarse de que todo estaba tan desierto como parecía.
Solo que no lo estaba.
—¡Tengo un cuerpo! —gritó J. T. Dez echó un vistazo en su dirección—. ¡Oh, Dios!… ¡Es Doc!
Mierda.
—¿Herida de bala? —preguntó Dez a gritos.
—No… bueno… ¡Por Cristo!… ¡No lo sé! De navaja, tal vez… Pero está fatal. Descuartizado.
Sin embargo, Dez no estaba observando el aspecto del director de la funeraria. Chasqueó la lengua y, cuando J. T. alzó la vista, ella le señaló con la barbilla la puerta del lado contrario que daba a las oficinas.
—Rastros de sangre —dijo Dez.
J. T. trató de reprimir su repulsión y se concentró en su tarea de policía. Se apresuró a acercarse a Dez. Tenía los ojos bien abiertos y el arma lista, pero Dez comprobó que el sudor le cubría todo el rostro.
Había dos series de huellas de pies. Una serie correspondía a pies desnudos y la otra, a pies con zapatos. Los desnudos pertenecían a un hombre y eran grandes, posiblemente del número 44. Los otros eran más pequeños, aunque seguían siendo grandes para tratarse de zapatos de mujer, detalle por otra parte evidente.
Ambos grupos de huellas tenían grandes rayas y se giraban como si las dos personas hubieran salido de allí bailando. Pero una lucha violenta producía exactamente el mismo tipo de marcas.
—¡Joder! —gruñó Dez al tiempo que abría la puerta de una patada.
Entraron en el despacho a toda prisa, gritando a pleno pulmón:
—¡Policía! ¡Arriba las manos! ¡Policía!
Sus gritos rebotaron sobre las paredes y se desvanecieron en el aire inmóvil.
Igual que en la sala de preparación de cadáveres, solo había una persona en la oficina. E igualmente estaba muerta.
J. T. se paró en seco y se quedó mirando el cuerpo.
—¡Dios…!
Dez atravesó el despacho y se dirigió a la otra puerta, la salida principal que daba al exterior. El rastro de pies desnudos sanguinolentos salía por allí y se perdía en la hierba, más allá de la cual había una franja boscosa y densa a la que llamaban la Arboleda.
—Tenemos a una persona que va a pie y descalza —dijo Dez, apartándose de la puerta y llamando por radio—. Informando, unidad dos, tenemos múltiples víctimas. El sospechoso posiblemente sea un hombre grande y debe de andar por el vecindario descalzo. Manda a todas las unidades disponibles a la escena del crimen.
Después cerró la puerta, encendió la luz del despacho y se acercó a J. T., que seguía mirando a la víctima. La mujer se había desplomado sobre la silla rodante de piel del despacho en medio de un charco de sangre.
Iba vestida con la bata azul del uniforme de limpieza que se abrochaba por delante. Llevaba unos manguitos grises y trapos en las suelas de los zapatos. Tenía el pelo moreno echado hacia atrás y recogido en un moño bien apretado. Del cuello le colgaban unas gafas enganchadas a una cadena barata. Llevaba una etiqueta con su nombre: Olga Eltsina.
Dez se figuró que Olga rondaría los cincuenta años. Rusa. Debía de medir al menos un metro ochenta y pesar unos noventa kilos. Tenía los brazos de un lanzador de disco, las piernas como los troncos de los árboles y los pechos como los bolos de una bolera. La miraras como la miraras no era guapa, y además tenía los labios y la nariz grandes.
El estado en el que se encontraba era inexplicable. No tenía sentido tomarle el pulso. No merecía la pena, viendo lo poco que le quedaba de cuello. Lo tenía rasgado y destrozado. Le colgaban tiras de carne de las mejillas, de los brazos y de los pechos. Tenía trozos de carne sin forma pegados al uniforme y había más tirados en el suelo.
Dez se guardó la linterna en el estuche del cinturón, se inclinó y examinó las heridas. Eran extrañas. No había un solo corte limpio. Ni agujeros de bala. Tampoco eran los agujeros que dejarían las dos puntas posteriores de un martillo. La piel parecía hecha jirones.
Dez oyó el sonido que haría alguien amordazado y se giró a medias hacia J. T.
—Si vas a vomitar, hazlo fuera.
J. T. estaba de color gris, pero sacudió la cabeza en una negativa.
—Tómate un respiro, colega —aconsejó Dez.
Él le hizo caso. Respiró despacio, de forma irregular.
—¡Dios! —volvió a exclamar J. T. casi sin aliento mientras se limpiaba el sudor de la cara con la manga—. He visto todo tipo de accidentes de tráfico. He visto decapitaciones y… y todo eso. Pero ¡por Cristo, Dez!, que me parece que eso son mordiscos.
—Lo sé —contestó ella en voz baja—. ¿Doc estaba igual?
J. T. asintió y preguntó:
—La puerta estaba entornada… ¿crees que podría haber entrado un oso?
Dez escrutó el rostro de su compañero por un momento antes de responder:
—¡Vamos, J. T.! Esto no lo ha hecho un jodido oso. Habría señales de arañazos de uñas.
—¿Un coyote, entonces? —volvió a preguntar J. T., más esperanzado que otra cosa.
Pensilvania había sido repoblada con manadas de coyotes en bastantes ocasiones durante la última década. Eran criaturas agresivas, violentas, y se habían cobrado unas cuantas víctimas entre los animales domésticos de la zona. Sin embargo era extremadamente extraño que atacaran a seres humanos, y sus mordiscos se parecían a los de los perros. Dez se inclinó cuanto pudo sin pisar el charco de sangre.
—No —negó mientras se erguía—. No ha sido ni un oso, ni un coyote, ni el yeti. Y tú lo sabes.
J. T. jadeaba como si hubiera estado corriendo.
—Pero Dez… entonces es que crees que son mordiscos de un ser humano, ¿verdad?
Era evidente a juicio de ambos; lo habría sido para cualquiera que hubiera visto alguna vez las marcas que deja una dentadura humana. Dez mantuvo la cara de póquer y respondió:
—El forense construirá el molde.
Se echó atrás y volvió a la sala anterior para echarle un vistazo a Doc Hartnup. Yacía retorcido sobre el suelo de baldosas sanguinolentas, con una postura que solo podría haber puesto una muñeca. J. T. la siguió.
A Dez le dolía ver a ese hombre así. Doc había sido un buen tipo.
—Mira esto, J. T. —dijo ella al tiempo que señalaba el bulto del bolsillo trasero izquierdo de los pantalones de Hartnup—. Parece como si todavía llevara encima la cartera.
—Las llaves del coche están en un gancho de la pared junto a la puerta —alegó J. T.—. El criminal ha debido de huir en su propio coche.
—Pues iba descalzo cuando salió fuera. Si es que esas son las huellas del criminal, claro —lo rebatió Dez sin dejar de sacudir la cabeza—. Necesitamos forenses y detectives para este caso. A mí las cosas no me cuadran. Aquí dentro hay un montón de objetos valiosos y en el despacho hay una pantalla plana y un Blu-ray. ¿Por qué no se lo han llevado?
—Puede que el asesino no tuviera tiempo. Puede que lo hayamos asustado y que saliera huyendo en dirección a la Arboleda.
Dez asintió. Esa era una posibilidad, pero entonces andaban listos. Porque la Arboleda se comunicaba con el parque estatal a un kilómetro escaso de allí.
—¿Sabes que te digo, colega? Que aquí se va a montar un buen circo muy pronto. Hay que tomar nota de todo esto, y no quiero cargarme nada. Ve a por la cámara de fotos de tu coche.
J. T. asintió distraído, pero no salió a por la cámara.
Dez se enderezó y chasqueó los dedos delante de la cara de J. T., sobresaltándolo.
—¡Eh, tú! ¿Estás ahí? Si tienes que salir de aquí, lárgate. Ve a sentarte en el coche, lo que sea; pero no eches la pota aquí.
J. T. se quedó mirándola con cierta irritación e impaciencia, como si estuviera contando hasta cinco, tratando de evitar contestar de mala manera.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Dez con un tono de voz tranquilo aunque poco delicado y con los ojos azules fríos como el metal.
J. T. inspiró largamente abriendo las aletas de la nariz y luego asintió con un gesto escueto.
—Sí, estoy bien.
Dez sonrió antes de añadir:
—Pues entonces espabila, grandullón, y volvamos a la tarea.
—Vale. Lo siento. Es solo que…
—Cuando vayas a por la cámara —lo interrumpió Dez—, tráete también la escopeta. Por si acaso a Caníbal Lecter se le ocurre volver. No vamos a ponerle el sándwich de cerdo en bandeja.
El comentario le arrancó una pequeña sonrisa a J. T., que salió fuera. Dez hurgó en los bolsillos de su pantalón en busca de un paquete de chicles, sacó dos del estuche de papel de aluminio de Eclipse y se los metió juntos en la boca.
Pobre J. T., pensó Dez mientras se quedaba mirándolo unos segundos, en pie junto al dintel de la puerta. Era él quien estaba nominalmente al mando en la mayoría de las ocasiones y en cualquier otra circunstancia, y Dez lo sabía. Los dos lo sabían. Él era mejor policía que ella en la mayoría de los sentidos. Los dos eran buenos. Pero él había ejercido la profesión durante mucho más tiempo. Sin embargo, cinco años en el Ejército proporcionaban una reacción completamente distinta ante escenas horribles como aquella. Dez había jugado al escondite con los talibanes en las montañas afganas mientras J. T. conducía por las carreteras secundarias del condado de Stebbins. Ella jamás había pertenecido a las Fuerzas Especiales, pero sí había participado en el ajetreo de la batalla a lo largo de kilómetros y kilómetros de desierto y había colaborado en todo tipo de tareas: desde patrullar, pasando por explorar en busca de artefactos explosivos improvisados y caseros, hasta esquivar el fuego enemigo. Había formado parte de la primera oleada de mujeres americanas enviadas al frente para luchar hombro con hombro con los hombres. Había visto todos los tipos de carnicerías y caos que podían producir las armas modernas, además de todo tipo de carroña de animales. De haber sido cualquier otro el que hubiera perdido los papeles en plena faena, Dez le habría echado la bronca. Pero J. T. era para ella como de la familia; a él no se le aplicaban las mismas reglas.
La mente de Dez fue divagando de J. T. al escenario del crimen. Aquel era un asunto gordo que fácilmente podría írseles de las manos. Si el criminal se había internado en la Arboleda, entonces habría que montar una misión de caza y búsqueda a lo grande. Más allá del césped y de la Arboleda, el parque forestal estatal era un lugar en el que resultaba fácil perderse y permanecer escondido. Por no mencionar las decenas de miles de acres de terreno dedicado a granjas de particulares del condado de Stebbins. Habría que rastrear cientos de carreteras secundarias, de cortafuegos, de carreteras estatales, de cruces de sendas y de circuitos de motocross. Bastaba con el que criminal fuera un poquitín inteligente para que hicieran falta cien hombres con perros y helicópteros, y aun así quizá tardaran días en dar con él. Días con los que no contaban, si es que el pronóstico del tiempo acertaba y se acercaba una tormenta terrible.
Dez se giró y se quedó mirando el cuerpo.
Doc Hartnup… ¡Maldito fuera el asesino!
Había conocido a muchos soldados que habían muerto en la batalla o a causa de artefactos explosivos como las minas o los chalecos repletos de dinamita de los suicidas, pero jamás había visto a nadie asesinado de ese modo. Y le sorprendía que esa imagen la hiciera sentirse mucho peor.
—Esto está pero bien jodido —le comentó a Doc.
J. T. volvió con la cámara unos instantes después. También llevaba la Mossberg, una escopeta cargada con una munición de balas que parecían judías. Dez habría hecho cualquier cosa con tal de no tener que utilizarla. La consideraba una mariconada, e incluso en una ocasión había comentado que tenían la fuerza letal de una mamada. Naturalmente J. T. no estaba de acuerdo. El cartucho de judías podía tumbar a cualquiera: desde un ciclista gilipollas, hasta un drogadicto adicto a la metadona. Podía dejarles la cabeza a la altura del culo. Pero eso a Dez no le bastaba.
Dez tomó la Nikon digital.
—Yo haré las fotos de la escena. ¿Por qué no montas un perímetro mientras tanto? Trata de imaginar por dónde ha escapado el criminal, a ver si conseguimos unos cuantos refuerzos para iniciar la persecución. Quiero pillar a ese cabrón antes de que termine nuestro turno. Me gustaría pasarme la noche con él, haciéndolo cagarse de miedo en la celda. Suena bien, ¿eh?
J. T. se echó a reír. Era evidente que no estaba muy convencido de que ella estuviera bromeando.
—Y mantén los ojos bien abiertos, J. T. El gilipollas este podría estar fuera. Y acaba de cargarse a dos personas… No vaciles ni un segundo —advirtió Dez, subrayando el último comentario con un leve asentimiento hacia la escopeta que él sostenía.
J. T. cargó la escopeta con una ronda completa y salió fuera sin decir una palabra.
Dez se dirigió al despacho adyacente, sorteó con cuidado las pisadas impresas con sangre y se quedó en el trozo de alfombra limpio. Desde allí comenzó a hacer las fotos. Tomó todas las fotografías precisas para seguir con claridad el rastro de las pisadas desde la sala de preparación de cadáveres hasta el despacho. Luego se inclinó y fotografió de cerca las huellas de pies desnudos. Las imágenes que tomó se solapaban las unas con las otras, así que después podrían colocarlas de manera que mostraran la progresión ininterrumpida desde una de las salas escenario del crimen hasta la otra.
La luz del flash destacaba cada uno de los elementos con un brillo instantáneo que a Dez le recordó la intensidad de los cielos de Afganistán.
Flash.
Dez fotografió las marcas de las manos de la pared. Fotografió la sangre esparcida por la pantalla de la lámpara de la mesa y por toda la superficie de la mesa. Fotografió el charco de sangre alrededor de las ruedas de la silla de despacho. Se giró, se enderezó y tomó fotos de la víctima.
Flash.
La mujer de la limpieza estaba ahí mismo.
Justo ahí.
Flash.
Dez se quedó contemplando a aquella mujer rusa enorme a un metro escaso de ella. Estaba absolutamente horrorizada, se sentía incapaz de comprender. Sus ojos abiertos no revelaban nada. No había el menor rastro ni de conciencia, ni de dolor, ni de cualquier otro sentimiento en esos ojos negros profundos.
—No… —comenzó a decir Dez.
Y de pronto, la mujer gruñó y la embistió.