Urbanización «Puertas Verdes», números 55 y siguientes
Condado de Fayette, Pensilvania
El viejo médico se sentó en una de esas sillas duras de madera de la cocina y se quedó mirando el teléfono. La llamada del director de la prisión de Rockview, donde trabajaba como médico jefe, había sido breve. El director solo quería darle una noticia interesante. De la conversación solo había seis palabras que destacar.
—Hemos transferido el cuerpo esta mañana.
Seis palabras pronunciadas de la forma más natural, que no obstante habían sido como navajazos en el pecho del médico.
Hemos transferido el cuerpo esta mañana.
Durante la conversación telefónica había tratado de mantener la calma y se había esforzado por no gritar. Había preguntado el nombre y el número de teléfono del encargado de la funeraria que había ido a recoger el cuerpo a la prisión y los datos personales del pariente del fallecido que se había ocupado del papeleo del traslado. Pariente que el médico no sabía que existiera. En realidad nadie lo sabía. Porque se suponía que no tenía parientes. Por eso iban a enterrar el cuerpo tras la ejecución. Por lo cual era de suponer que en ese preciso momento estaría bajo tierra.
—¡Oh, Dios! —exclamó en un susurro el doctor.
Se levantó de la silla, se dirigió al salón como un sonámbulo y subió las escaleras hasta el dormitorio. Abrió la puerta del armario, alzó el brazo hacia el estante de arriba, sacó un estuche, lo abrió y se quedó aturdido contemplando el arma. Una pistola automática rusa Makarov PM. La había comprado en 1974, nueva. La suya se la habían quitado al abandonar la CIA, aunque después se la habían devuelto. Una muestra de confianza. Se sentó en el borde de la cama. En el estuche tenía una caja de balas llena y tres cargadores vacíos. El médico abrió la caja y comenzó a introducir las balas en uno de los cargadores. Lo hizo con lentitud, metódicamente, casi sin conciencia de lo que hacía. Su mente estaba en otra parte, a kilómetros de distancia, en un pueblecito en el que el empleado de una funeraria abría una bolsa con un cadáver.
—¡Dios! —murmuró una vez más.
Introdujo la última bala en el cargador y lo deslizó dentro del arma. Cerró los ojos, respiró hondo y contuvo el aliento durante diez segundos. Luego lo exhaló despacio y tiró de la corredera hacia atrás para meter las balas en la recámara.
La pistola pesaba y estaba fría.
No obstante sería rápido. Sabía cómo y dónde tenía que colocarla para acertar a matarse. Solo necesitaba un instante de coraje. Si es que la palabra coraje era la correcta. Cobardía quizá fuera mejor, de hecho.
Dos lágrimas heladas brotaron en sus ojos y se deslizaron de forma irregular por su rostro, surcando las arrugas de la vejez; la ira y la locura marcadas en las mejillas.
Calibró el peso del arma en la palma de la mano.
—Quiera Dios perdonarme por lo que he hecho —susurró.