5

Pinky, el Paraíso de los Donuts

Condado de Stebbins, Pensilvania

El verdadero nombre de pila del sargento J. T. Hammond era J. T. La idea había sido de su padre. J. T. tenía una hermana que se llamaba C. J. y un hermano más pequeño que se llamaba D. J. Su padre lo encontraba gracioso. Pero hacía más de once años que J. T. no le mandaba una postal por el día del padre.

J. T. estaba sentado en el vehículo policial esperando a que Dez saliera del Pinky con los cafés. Después de ir a recogerla y de llevarla a buscar su coche habían quedado en encontrarse en la estación de servicio de la calle Fábrica de Muñecas para revisar juntos la agenda de patrullas de ese día tomando café. Stebbins era un pueblo pequeño, pero compartía con los otros tres únicos pueblos del condado las tareas de patrulla de toda la región. El condado entero era del tamaño de Manhattan, pero estaba constituido por granjas en un noventa y cinco por ciento y no contaba más que con siete mil habitantes. J. T. siempre quería empezar el turno diario con el plan de patrullas y de retirada para pasar luego a las tareas posteriores. De ese modo, si todo lo que se anotaba en el cuaderno de bitácora eran unas cuantas multas por aparcamiento, un par de infracciones por conducir bajo los efectos de la droga o el alcohol y unos cuantos accidentes de tráfico, entonces al menos al final del turno tendrían todos los informes casi hechos y todos los puntos sobre las íes.

Sin embargo ese día parecía que iba a ser uno de esos en los que lo importante iba a ser la atención al detalle. Si la tormenta resultaba tan terrible como pronosticaban los servicios meteorológicos, entonces sin duda todos los agentes trabajarían hasta bien entrada la noche. Tendrían que hacer la tarea de pastor del rebaño y llevar a la gente a los refugios, cerrar los colegios antes de la hora y coordinarse con el servicio de bomberos y con los otros servicios de emergencias para rescatar a los vecinos de las zonas inundadas y quién sabía qué más.

Los dos coches policiales estaban aparcados formando una uve, con los capós casi tocándose. La unidad de J. T. era un Police Interceptor de siete años de antigüedad, con casi trescientos cuarenta mil kilómetros de rodaje en el motor, que seguía siendo el original. No obstante, el coche no tenía ni una mota de polvo, y era el único de toda la flota de seis vehículos que no olía a cerveza rancia, a sangre seca o a pis reciente. J. T. era muy quisquilloso con eso. Tenía que pasarse ocho horas diarias allí metido y a veces el doble, así que la limpieza le importaba mucho. Su casa seguía tan limpia como el primer día tras la muerte de Lakisha. Los hijos de J. T. eran mayores y ya se habían marchado: LaVonda se dedicaba a salvar al mundo en Médicos sin Fronteras y Trey era agente de policía estatal en Ohio. El esmero en la limpieza era el único modo de soportar la vida en soledad.

Por el contrario, el vehículo policial de Dez era mucho más nuevo, pero estaba hecho un desastre. Estaba plagado de manchas y de abolladuras, y eso que no tenía ni dos años. Dez lo conducía a lo bruto; siempre estaba deseando intervenir en persecuciones y pisar el acelerador. De haber podido, Dez habría preferido conducir un tráiler sin carga con una ametralladora instalada en la parte frontal y un par de lanzacohetes.

J. T. solía ofrecerse para ayudarla a limpiar el coche, e incluso para limpiar y decorar la caravana, al menos tres veces al año, pero la sugerencia se topaba invariablemente de frente con una de esas expresiones vulgares que se oían con tanta frecuencia y entusiasmo en las emisoras negras o con la revisión de los impuestos.

J. T. miró el reloj y tocó la bocina con renuencia una vez. Dez asomó la cabeza por la ventana sucia de la cafetería. Él tocó el reloj y ella le sacó el dedo corazón.

J. T. sonrió, se recostó sobre el respaldo del asiento y abrió el ejemplar de JET que estaba leyendo. Iba a medias por un artículo sobre los superhéroes negros de los cómics y quería terminarlo antes de que saliera Dez. No es que ella fuera a enfadarse por el hecho de que él leyera una revista tan particularmente étnica; después de todo ella tenía la colección completa en DVD de Recorrido cómico por las costumbres de los trabajadores del mono azul, y no había nada más típicamente blanco que eso. Sencillamente Dez tenía por costumbre burlarse de su afición a los cómics. J. T. estaba convencido de que Dez jamás había sido una niña.

Donny Sampson, que tenía una tienda de piezas de recambio para tractores en la calle Mason, salió de la cafetería con un refresco de arándanos y otro de cola en las manos. Iba riéndose a carcajadas, así que J. T. se figuró que Dez le había contado una de sus bromas. A Donny siempre le habían gustado las bromas obscenas, y en eso Dez era una enciclopedia. Donny vio a J. T. y lo saludó alzando uno de los refrescos. J. T. asintió.

Dez tardaba lo suyo, así que se acomodó en el asiento. Pero en lugar de seguir leyendo dejó la revista sobre el regazo y se quedó mirando la puerta del Pinky por el parabrisas y pensando en Dez. Los emparejaban con frecuencia para hacer la patrulla y, dado que ninguno de los dos tenía familia por los alrededores, solían celebrar juntos el día de Acción de Gracias y la Navidad, además de asistir a los partidos de la Super Bowl. Nada romántico, por supuesto; J. T. podría haber sido su padre, y para él Dez era como su sobrina. Podría haber sido incluso como una hija si Dez hubiera sido capaz, aunque solo fuera por una vez, de dejar de lado su vehemencia a la hora de reclamar la igualdad de las mujeres. A su manera, J. T. la quería. Sentía hacia ella ese afán protector. Por muy dura que fuera ella. Dez había levantado una buena barricada salpicada de minas a su alrededor para alejar a todo el mundo. A excepción de él, el resto del departamento la odiaba y temía en proporciones iguales.

Como profesional Dez era muy buena, más de lo que requería el Departamento de Policía de un pueblo. Pero no era lo que se dice una tía maja. Bueno, quizá eso no fuera justo. Sencillamente era material defectuoso, que no es lo mismo que ser una mala persona. Eso y que además su forma de pensar estaba profundamente arraigada en el nihilismo, a menudo contraproducente, de la mentalidad rural de la América profunda. Juraba igual que un carretero, bebía como un cosaco y se follaba al tipo de gente a la que ellos mismos solían arrestar, siempre y cuando el tío tuviera un buen cuerpo, fuera mono y no estuviera interesado en ningún tipo de compromiso personal. Sobre todo desde la última vez que rompió con Billy Trout.

Lo de Billy Trout sí que era una verdadera lástima. Trout y Dez habían crecido juntos y habían sido la comidilla del pueblo en más ocasiones de las que J. T. podía recordar. Los rumores que circulaban eran de lo más picante. Sin embargo jamás habían conseguido que la relación funcionara, cosa que a J. T. le producía un verdadero sentimiento de frustración porque él sabía que entre ellos había magia de verdad. Por mucho que ninguno de los dos quisiera verlo. La expresión «almas gemelas» no era precisamente la favorita de J. T., pero no había mejor etiqueta para ellos. Lástima que en el día a día, cuando estaban juntos, fueran como la gasolina y las cerillas. Los tipos a los que Dez arrastraba a la cama eran invariablemente clones de Billy; no obstante, mencionárselo habría sido como pedirle que le pegara un tiro.

Así que en lugar de amante, Dez Fox tenía un compañero de trabajo. Un hombre negro de mediana edad de Pittsburgh, licenciado en Justicia Criminal y defensor decidido de la corrección y la buena educación, tal como le había enseñado su madre, bibliotecaria. Por su parte, Dez era el típico producto de la Pensilvania rural: una rubia de ojos azules que podría haber sido modelo a juzgar por su equipamiento, de no haber incluido ese equipaje lo que J. T. calificaba de «ira excesiva y reaccionaria del trabajador blanco americano», tan extendida en las zonas rurales del sur de Estados Unidos.

De repente se oyó una voz por la radio:

—Unidad cuatro, ¿dónde estás?

J. T. alzó el micrófono y apretó el botón para hablar.

—Aquí unidad cuatro informando. Estoy en el Pinky, en código seis. ¿Tienes algo para mí, Flower?

Flower Martini, de veintiocho años de edad, era uno de los frutos del bum de la generación del amor. Era la recepcionista, telefonista, secretaria, encargada del archivo de fotografías y taquígrafa del Departamento de Seguridad Pública del condado de Stebbins. Tenía el aspecto que habría tenido Taylor Swift de haber padecido un bajón en su carrera que la hubiera llevado a los bares más sórdidos del oeste. A pesar de todo seguía siendo una monada, y J. T. estaba convencido de que se había fijado en él pese a la diferencia de edad y raza.

—Sí —contestó Flower—. Parece que han entrado en el Estado de Transición de Hartnup.

Flower pronunció el nombre con mucha pompa, en un tono de voz que era una mezcla de ironía y desaprobación tácita. La familia Hartnup había sido la propietaria de la funeraria del pueblo durante generaciones, pero a mediados de los años ochenta, en plena ola de la New Age, a Lee se le había ocurrido cambiar la imagen del negocio. Para empezar había reemplazado el nombre de «Casa Funeraria Hartnup» por el de «Estado de Transición Hartnup», mucho más moderno. Había añadido cantidad de servicios no confesionales y mucha música de Enya. De hecho, el negocio prosperó tanto que atrajo a familiares incluso de Pittsburgh. Pero tras quedar cubierta de polvo la New Age, el nombre seguía siendo objeto de chistes en el pueblo. Aun así, la gente se seguía muriendo y los Hartnup seguían poniéndolos guapos y enterrándolos.

—Ha llamado la mujer de la limpieza desde el despacho —continuó Flower—. Es la única testigo, pero no habla inglés. Lo único que he podido comprender es que ha pasado algo raro en la puerta de atrás, aparte de la dirección. No tengo más detalles, lo siento. ¿Necesitas refuerzos?

—Dez está conmigo.

—Entendido.

A pesar del gran tamaño del condado, no había más que dos unidades de patrulla a cualquier hora del día. La unidad uno estaba reservada para el jefe Goss y la unidad tres permanecía siempre de reserva.

—Iremos a investigar y te llamaremos si necesitamos refuerzos.

—Es un código dos. Proceded con precaución, ca… J. T.

Flower hizo una pausa muy corta antes de decir su nombre. J. T. creyó oírla pronunciar la sílaba «ca». Siempre lo llamaba «cariño», excepto cuando hablaban por radio. El jefe le gritaba constantemente por esa razón. Pero Flower era la hermana del alcalde, así que más le valía no echarla si quería conservar su empleo.

—Entendido.

J. T. cortó la comunicación e hizo sonar la sirena del salpicadero una sola vez. Instantes después la puerta del Pinky se abrió y Dez Fox salió casi corriendo con una bolsa de papel blanco entre los dientes y vasos extralargos de café en cada mano. Le tendió uno por la ventanilla abierta del coche y metió la cabeza dentro para abrir la boca y soltar la bolsa de papel sobre el regazo de J. T.

—¿Qué ha sido esa llamada? —preguntó, molesta por el hecho de que el trabajo interfiriera con el ritual de la cafeína y los hidratos de carbono.

J. T. sabía bien que para ella constituía un momento sagrado.

—Un posible robo en la funeraria de Doc Hartnup.

—¿Y quién diablos iba a querer robar nada en un tanatorio?

—Probablemente un borracho. Pero aun así, no me vendría mal un refuerzo.

—Pues venga, vamos, colega. Con las luces encendidas, pero sin sirenas, ¿vale? Ahora mismo tengo la cabeza pegada con celo; está que no se me tiene.

—No haré el menor ruido —prometió J. T.

Dez volvió a meter el brazo por la ventanilla, recogió la bolsa de papel y se la llevó a su coche.

—¡Eh! —gritó J. T.

Entonces ella volvió a mostrarle el dedo corazón. Cuando lo miró de nuevo, J. T. le enseñó la lengua. Dez se echó a reír, pero luego hizo una mueca y se apretó la cabeza con una mano.

—¡Uaah!

—¡Ja! —soltó J. T. tras sacar la cabeza por la ventanilla.

Segundos después, Dez salió disparada del aparcamiento haciendo volar un montón de gravilla por los aires. Al llegar al asfalto apretó el acelerador, encendió las luces rojas y azules y el motor rugió por la calle Fábrica de Muñecas en dirección norte. J. T. suspiró, dejó el vaso de café en el hueco del salpicadero y la siguió a unos discretos ciento diez kilómetros por hora.