Cámping de caravanas «Dulce Paraíso»
Condado de Stebbins, Pensilvania
Hay días en los que nos levantamos con la sensación de que todo va ir de mal en peor. Lo captamos en cuanto sacamos el pie de la cama y lo plantamos de lleno, desnudo, sobre un vómito helado. Pero incluso en ese momento, cuando sentimos esa sensación viscosa y desagradable, sabemos que las cosas pueden ir mucho peor.
Desdemona Fox intuía que ese iba a ser uno de esos días. Era experta en el tema, y aquel día prometía ser un clásico de los malos.
El vómito pertenecía a la mierda de inquilino de una de las caravanas, un pedazo de cuerpo espectacular de cabellera larga, sin cerebro, que yacía despatarrado en el suelo con la pierna morena sobre el borde de la cama. Dez se incorporó y lo miró desde arriba. Su aspecto seguía siendo de toma pan y moja incluso a la luz cruda e implacable del amanecer, pero la barba incipiente, el vómito y el condón usado que tenía pegado al muslo izquierdo desvanecían por completo esa imagen de Eros, de dios del amor, de la noche anterior. Menos mal que había vomitado sobre sus propios pantalones en lugar de en la alfombra.
—Jódete —le soltó Dez.
Solo que en lugar de una palabra más bien le salió un croar ronco. Tosió, se aclaró la garganta y volvió a intentarlo. La segunda vez lo dijo con un tono de voz más fuerte y con un poco menos de flema, pero igualmente sin entusiasmo y sin autoridad.
Dez levantó el pie, luchó contra el impulso de echar ella también la pota y miró a su alrededor con el propósito de buscar algo con lo que limpiarse que no fuera suyo. No vio nada, así que se limpió el pie sobre la cadera del dios Amor.
—Jódete —repitió.
Esa vez sonó mejor.
Se levantó y caminó a la pata coja sobre el talón para evitar manchar la alfombra. La caravana que tenía alquilada era doble y no tenía ganas de perder la fianza que le había dado al gilipollas de Rempel solo por una mancha en la alfombra. Entró en el baño, abrió el grifo de la ducha y puso el agua a tal temperatura que podría haber servido para hervir una cacerola entera de cangrejos de los de caparazón grueso. Se quitó la camiseta con la que había dormido. Era una Pearl Jam de estilo vintage que sin duda había visto días mejores. Dez tomó aliento y lo retuvo antes de meterse bajo el grifo de la ducha, pero perdió el equilibrio y se dio en la barbilla con el borde de la bañera.
Juró bajo la lluvia de agua hirviendo y perjuró mientras se enjabonaba el pelo con champú. Y siguió lanzando juramentos cuando se terminó el agua caliente.
Entonces sí que juró, pero a voz en grito y con verdadera rabia, mientras bailaba bajo el agua helada y trataba de aclararse el champú. Rempel le había asegurado que había arreglado el calentador del agua. Se lo había jurado por sus hijos. Dez se acordaba de él pletórica de ira casi todos los días, pero aquel día no le cabía duda de que habría podido volarle la tapa de los sesos sin el menor rastro de arrepentimiento.
Se secó el pelo y trató de recordar el nombre del pastelito de carne despatarrado en el suelo.
¿Billy?, ¿Bart?, ¿Brad?
Empezaba por be.
Pero no, no era Brad. Brad era el guitarrista al que se había tirado la semana anterior. Tocaba con un grupo de sustitución. Música retro. Green Day y Nirvana. Un grupo pésimo. Pero el guitarrista tenía una carita como la de Channing Tatum y un cuerpo como el de…
Sonó el teléfono. No el fijo. El móvil.
—¡Mierda! —gruñó mientras se enrollaba la toalla y salía corriendo al dormitorio.
El tipo, como se llamara, aunque Dez estaba convencida de que empezaba por be, se había dado la vuelta y había colocado la mejilla derecha sobre el vómito. Encantador. Su vida entera en una sola imagen memorable.
Dez se lanzó sobre la cama para contestar, pero calculó mal el impulso y en lugar de cogerlo golpeó el teléfono con el brazo extendido. El móvil, el reloj, la insignia con su estuche y la Glock, con cartuchera y todo, resbalaron de la mesilla al lado opuesto de la cama.
—¡Joder!
Se columpió por la cama y trató de pescar el móvil que había quedado debajo, y por fin apretó con la uña el botón de contestar.
—¿Qué? —bramó.
—Buenos días a ti también, miss Simpatía.
Era el sargento J. T. Hammond. Su compañero de ocho a cuatro, su mejor amigo y con frecuencia solo uno más en la lista de gente a la que sin duda habría podido matar en cualquier instante, mientras se desternillaba de risa. Aunque tenía que admitirlo: con J. T. después se habría sentido mal. Él era lo más parecido que tenía a una familia y, al parecer, la única persona a la que no lograba espantar.
—Que te jodan —volvió a repetir, pero sin la menor rabia.
—Has tenido una mala noche, ¿eh, Dez?
—Que te jodan a ti al caballo que has cabalgado esta noche —siguió despotricando Dez. J. T. soltó una risita—. ¿Por qué demonios me llamas a esta maldita hora de la mañana?
—Por dos razones —contestó él con buen ánimo—. Por trabajo y por…
—No entramos a trabajar hasta las ocho en punto.
—… y porque no es tan pronto como tú te crees. Según mi reloj son las ocho y dos minutos.
—¡Ah… mierda!
—Así que anoche no pusimos el despertador, ¿eh? Bebimos un poquitín de más…
Dez colgó.
Pero se quedó ahí, tumbada en el borde de la cama con el culo al aire, apoyando el peso del cuerpo sobre un codo.
—¡Oh, Dios! —exclamó una voz pastosa detrás de ella—. Por una cosa así sí que merece la pena despertarse.
Dez no se movió; ni siquiera se dio la vuelta.
—Noticias del día, gilipollas —contestó en cambio con voz alta y clara—. O coges tu mierda y te largas de aquí en diez segundos, o te doy una patada en los huevos y te los meto entre los omoplatos.
—¡Demonios…! Sí que te has levantado con el pie izqu…
—Diez. Nueve. Tres. Dos…
—¡Ya me largo!
Se oyó un ruido como de arañazos mientras Brandon o Blake, o como se llamase, recogía sus cosas. La puerta de rejilla se abrió y cerró de golpe. Después rugió un motor y las ruedas de una Harley lanzaron la gravilla contra la chapa de aluminio de la caravana.
Dez se revolvió en la cama con las carnes vibrantes, se giró y se incorporó. El dormitorio pareció balancearse a los lados, pero por fin se quedó fijo. Miró a su alrededor. Todo estaba desnudo, lúgubre, sin decorar y apenas sin amueblar. Y eso le recordaba a su propia vida. Cerró los ojos. Ideas como esa no eran buenas ni siquiera en un buen día. Pero en un día como ese resultaban crueles.
Abrió los ojos, recuperó el aliento y se puso en pie.
El dios del amor había dejado un rastro de motas de vómito que iban de la cama a la puerta, pero no tenía tiempo de limpiar la alfombra. Rempel estaría encantado; detestaba devolver la fianza.
—¡Que te jodan! —le espetó Dez al dormitorio vacío.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas que no había derramado. Se vistió con el último uniforme que le quedaba limpio, se retorció la melena rubia en una aproximación bastante horrenda de una trenza y se ajustó el cinturón de la cartuchera del que colgaban todos los cachivaches y chismes que requería el reglamento. Cogió la gorra y las llaves, cerró la caravana y salió.
El aparcamiento estaba vacío.
—¡Mierda! —gritó con la ira suficiente como para espantar a los cuervos de los árboles.
Buck o Biff, o quienquiera que fuera, la había traído a casa desde el bar. Tenía el coche a seis kilómetros y medio de distancia por una carretera secundaria polvorienta, y llegaba tarde al trabajo.
Había días en los que las cosas no podían ir peor.