EL ÚLTIMO COMBATE
La noche transcurrió sin que ningún otro acontecimiento turbara la tranquilidad de los viajeros.
Durante el día los dos remeros habían visto algunas chalupas destacarse de Koromet y atravesar el río; pero ninguna se acercó a la ribera derecha.
También por el canal de Kabra habían salido varias embarcaciones, las cuales se dirigieron a Koromet, donde desembarcaron negros con armas.
En cambio, nada se sabía de los kisuris. ¿Habían retomado a Tombuctu, o habían continuado su carrera a través de los bosques de la ribera izquierda? Nadie habría podido decirlo.
Una humedad pesada se alzaba del río, transformándose en niebla; humedad muy peligrosa, especialmente para los europeos, porque está saturada de miasmas palúdicos.
El marqués y Ben, que habían ido a hacer un reconocimiento por la orilla del río, volvieron con la buena nueva de que el Niger estaba libre.
—¡Ya veremos! —dijo El-Haggar.
—¡Eres un ave de mal agüero! ¿Qué es lo que temes todavía?
—Que los negros hayan escondido sus barcas entre las cañas. Los conozco mucho, y juzgo imposible que hayan renunciado a prendemos.
—¡De todos modos, en marcha! —replicó el marqués.
Ya se disponían los marineros a remar, cuando en medio de los árboles que circundaban la ensenada se oyó como el aullido de un chacal.
—¿Un chacal? —preguntó el marqués.
—¡Está bien imitado el aullido!
—¿Qué quiere decir?
—Que no es ningún animal. Los negros deben de estar emboscados en la orilla.
—Pues razón de más para tomar el portante. ¡En marcha!
Empujada por los cuatro remos, la chalupa atravesó con velocidad la ensenada.
Ya se encontraba cerca del río, cuando se oyeron algunos silbidos agudos, en tanto que sobre los árboles seguía resonando el aullido del chacal.
—¡Son flechas! —dijo El-Haggar—. ¡Bajad la cabeza!
En vez de agacharse, el marqués se había erguido con la carabina en la mano, tratando de descubrir a los misteriosos enemigos.
Viendo aparecer una sombra humana entre las cañas de la ribera, apuntó rápidamente y disparó.
Se oyó un grito; después, un fuerte chapoteo. El hombre había caído al agua y trataba de nadar a pocos pasos de la chalupa.
Con un poderoso golpe de remo, Rocco le sumergió, y probablemente para siempre, porque ningún rumor volvió a oírse.
No obstante, la situación de los fugitivos seguía siendo peligrosa. De vez en cuando algunas flechas pasaban silbando sobre la chalupa, que había entrado en el estrecho paso que servía de comunicación con el río.
—Ben —dijo el marqués, que había vuelto a cargar el arma—, vigilad vos la orilla derecha mientras yo defiendo la izquierda.
—¿Y yo? —preguntó Ester.
—Por ahora, permaneced acurrucada entre los equipajes: nosotros dos nos bastamos.
Rocco, el guía y los dos marineros bogaban con furor para dejar atrás el estrecho.
Por tercera vez volvió a oírse el aullido del chacal.
En aquel momento un golpe seco sobre la borda hizo saltar al marqués hacia atrás. Una pequeña lanza de las que usan los negros para arrojarlas con la mano se había clavado en el borde de la chalupa a pocos centímetros de Rocco, al mismo tiempo que serpenteaban llamas en el bosque.
—¡Incendian la selva! —exclamó el marqués—, ¡Rocco, a las armas!
Una turba de negros, provistos de ramas resinosas, se había precipitado sobre los matorrales para incendiarlos, y luego se habían arrojado a la orilla de la pequeña bahía, aullando como una legión de condenados.
Muchos de aquellos negros, armados con lanzas, se habían arrojado al agua para acercarse a la chalupa.
—¡Ben —exclamó el marqués—, cuidémonos nosotros de los nadadores, y vosotros haced fuego hacia la ribera!
La selva ardía ya por todos lados, iluminando la ensenada con una luz intensa.
—¡Remad con fuerza! —decía el marqués a los bateleros.
Unos cuantos tiros afortunados contuvieron el ímpetu de los nadadores.
—¡Aprovechemos la ocasión! —dijo el marqués—, ¡Rocco y El-Haggar, a los remos!
Pero el peligro no había cesado. Atraídos por el redoble de los tambores y por la luz intensa del bosque, multitud de chalupas se habían destacado desde Koromet con gente armada.
—¡Esas chalupas corren a cerramos el paso! —gritó Ben con verdadero terror.
—¡Amigos —exclamó el marqués—, forzad los remos y démosles la batalla! ¡Viva Francia!
—¡Viva Italia! —rugió Rocco con voz tonante.
Después de atravesar el río, las chalupas precedentes de Koromet habían formado una línea que se extendía de una orilla a otra para impedir el paso.
El incendio del bosque permitía distinguir a los tripulantes, que eran nada menos que un Centenar de negros armados.
—¡Amigos —volvió a exclamar el marqués—, no perdamos un tiro! ¡De ello depende nuestra salvación! Cuando estemos cerca de las chalupas, tú, Rocco, y tú, El-Haggar, dejad los remos y empuñad las armas. ¡Ah, maldición! ¡Los kisuris!
—¿Dónde están? —rugió Rocco.
—Marqués —dijo en aquel momento Ester—, vos y Ben atended a los negros; yo abriré el fuego contra los soldados. Mi carabina tiene un alcance extraordinario.
—¡Entonces, fuego sobre toda la línea! —ordenó el marqués.
Y él y Ben abrieron en el acto un fuego acelerado, mientras Ester, agazapada entre los equipajes, disparaba contra las dos barcas tripuladas por los soldados.
En tanto los dos bateleros, Rocco y El-Haggar, remaban con furor, resueltos a romper la línea de combate y a pasar por encima de los negros.
El fuego de Ben y de la joven judía era cada vez más certero, y las bajas de los enemigos menudeaban. Estos, no obstante, apretaban la línea y descargaban sus fusiles de chispa, aunque con poco resultado: ni las balas ni las flechas llegaban aún hasta la chalupa.
—¡Levantemos una barricada con los equipajes! —ordenó el marqués.
Los cofres y las cajas fueron atados con cuerdas y colocados en forma de parapeto en la proa. También a babor y a estribor se levantaron defensas para evitar los tiros transversales.
Los negros, advirtiendo pronto aquellas defensas, que hacían inútiles sus flechas, rompieron la línea de combate para asaltar la chalupa por ambos lados; pero las primeras barcas que avanzaron con semejante propósito se vieron obligadas a retroceder con las tripulaciones diezmadas.
—¡Valor amigos! ¡El paso está franco! —gritó el marqués.
Se volvió, y miró hacia las chalupas donde iban los soldados, las cuales se encontraban en aquel momento a unos cuatrocientos metros, y maniobraban con el intento de abordar la chalupa por la popa.
—¡Tres descargas sobre ellos! ¡Son los más peligrosos! —gritó el marqués.
Nueve tiros resonaron. Cuatro soldados de la primera chalupa y uno de la segunda cayeron.
—¡Ya están calmados! —rugió el marqués—. ¡Adelante ahora! ¡Rocco y El-Haggar, dejad los remos y empuñad el fusil!
—¡Un momento, señor marqués! —dijo el coloso.
Una chalupa se había puesto de través en la ruta seguida por los fugitivos. Estaba tripulada por ocho negros.
—¡Animo! —gritó Rocco—, ¡al abordaje!
Y remando con vigor sobrehumano, la embistieron furiosamente y la echaron a pique, mientras Ester, el marqués y Ben disparaban a los negros a quemarropa.
—¡Hurra! ¡Adelante! —gritaron todos.
Y la embarcación pasó por entre los asaltantes con la velocidad del rayo, superando la línea enemiga; pero los negros, animados por los kisuris, se reorganizaron y siguieron a los fugitivos con rabia.
El combate en aquel momento llegó a ser terrible: las armas de los fugitivos se habían calentado de tal modo, que se veían obligados a mojarlas en el río para no abrasarse los dedos.
Las balas y las flechas chocaban contra las cajas de los equipajes levantando astillas, y el ruido de los disparos atronaba los oídos.
Por milagro los fugitivos no habían recibido herida alguna.
Iluminado por el incendio de la selva, el río parecía de fuego, y los negros, rugiendo de rabia, acudían por todas partes, dando mayor horror al cuadro.
El marqués y Ben cambiaron una mirada llena de angustia: comprendían que la lucha iba a terminar y que no tardarían en caer en manos de los negros y de los soldados.
—¡Todo ha concluido! —murmuró el marqués.
—¡Si! —dijo Ben con un gesto desesperado.
—¿Nos dejaremos coger?
—¡No!
—¡Cuándo los negros nos asalten, defenderemos la chalupa! ¡Hay un hacha bajo los bancos!
—¡Así lo haremos!
Y volviendo a hacer fuego, derribaron a los negros más próximos.
Pero el terrible cerco se estrechaba cada vez más: los negros se encontraban ya a pocos pasos de los fugitivos, gritando desaforadamente:
—¡Mueran los kafires! ¡Detenedlos!
De pronto un silbido agudo, ensordecedor, estremeció las capas de aire y cubrió el estrépito de la fusilería, al cual siguieron en el acto descargas regulares, estridentes, como producidas por una ametralladora.
Los negros se detuvieron espantados, mientras muchos de ellos caían en la piragua como heridos por el rayo.
Con el riesgo de recibir una bala en el cráneo, el marqués se asomó por la popa y lanzó un grito de alegría.
—¡Estamos salvados! —dijo.
Una gran barca de vapor hendía rápidamente las brillantes aguas del río. A proa brillaban los relámpagos de los disparos. ¿Quiénes eran aquellos salvadores que llegaban tan oportunamente? Nadie se preocupó de averiguarlo por el momento.
—Viendo avanzar la barca a todo vapor, el marqués y todos los demás redoblaron el fuego, diezmando cruelmente a los negros.
Un hombre de elevada estatura, con larga barba rubia y la cabeza cubierta con una gorra de viaje, estaba en la cubierta de la barca de vapor gritando:
—¡Vorwaertz! ¡Pasaremos por encima de los negros!
—¡Alemanes! —exclamó el marqués, arrugando el entrecejo—, ¡bah! ¡No importa! ¡En África todos lo europeos somos hermanos!
La barca de vapor había refrenado la marcha; pero sus ametralladoras continuaban barriendo el río.
Con pocos esfuerzos los dos remeros abordaron a la barca por babor, mientras desde ésta les arrojaban una cuerda.
—¡Pronto, arriba! —gritó el hombre rubio.
Al propio tiempo una docena de marineros subían sobre cubierta y hacían descargas mortíferas contra los negros. El marqués cogió a Ester y se la entregó al hombre rubio, que la depositó en la toldilla.
—Señora —le dijo al mismo tiempo—, estáis entre amigos.
El marqués, Ben, Rocco, el guía y los dos remeros subieron también precipitadamente, llevando los cofres de la chalupa.
—¡Gracias! —dijo el marqués volviéndose hacia el comandante de la barca y saludándole militarmente.
El alemán le estrechó la mano, y luego dijo a los tripulantes:
—¡A todo vapor! ¡Ametrallad sin compasión a esa canalla!
Todavía trataron los negros y los soldados de resistir, lanzándose temerariamente al abordaje y gritando como energúmenos.
—¡Ah, bandidos! —rugió el comandante—, ¿os atrevéis a resistir? ¡Pues ahora veréis!
Y al decir esto dio la voz de:
—¡Fuego!
Y en medio de las nubes de humo levantadas por las descargas, la barca de vapor avanzó por entre las piraguas enemigas, echando dos de ellas a pique y pasando por el centro de las demás, en tanto que los negros rugían desesperadamente. La derrota de los súbditos del Sultán era completa en aquellos momentos. El río estaba lleno de cuerpos humanos que la corriente arrastraba vertiginosamente, mientras la barca de vapor huía a toda máquina, dejando tras sí las piraguas, sobre cuyas cubiertas los negros desfogaban su rabia impotente con atroces amenazas. El marqués dejó la carabina y se acercó al comandante, que miraba tranquilamente con un anteojo los últimos esfuerzos de los negros por continuar aquella inútil persecución.
—¡Señor —le dijo—, os debemos la vida!
—Celebro haber llegado tan a punto —replicó el comandante—. ¿Sois franceses?
—El señor marqués de Sartena, que ha atravesado el desierto en busca del coronel Flatters —dijo Ben, adelantándose para hacer la presentación.
—Guillermo Von Orthen —respondió el alemán, inclinándose y tendiendo la mano al marqués—. ¿Habéis encontrado al infortunado coronel?
—¡Ha muerto, señor Von Orthen!
—Estaba seguro de ello.
—Pero ¿cómo os encontráis aquí?
—Porque supe que el teniente Carón había llegado hasta aquí con su cañonera, y estoy encargado por mi Gobierno de investigar hasta qué punto es navegable el Niger.
—¿Y vais a continuar la navegación?
—No; mi cañonera está a vuestra disposición. Vuelvo hacia la costa.
—Y nosotros os seguiremos, porque nuestra misión ha terminado.