CAPÍTULO XVIII

LA LIBERACIÓN DE ESTER

Al ruido de la detonación, cuyo eco se había propagado claramente hasta la aldea, siguió un breve instante de silencio. Después se oyeron gritos agudos en lontananza, mientras las hogueras se apagaban bruscamente.

El marqués y sus dos compañeros escuchaban inmóviles y miraban con ansiedad, creyendo ver acercarse a los habitantes de la aldea, los cuales deberían de haberse alarmado con la descarga.

—¡He cometido una locura! —dijo Rocco.

—Menos grande de lo que tú te crees —respondió el marqués—. Si ese negro hubiese llegado a la aldea, acaso no pudiéramos salvar a Ester.

—¿Y si vienen los negros?

—Nos ocultaremos. Anda, ve a ver si está realmente muerto ese hombre.

El coloso se dirigió hacia el sitio donde le había visto caer y buscó el cadáver por todos lados.

—¡Por Baco! —exclamó—, ¡no le encuentro, señor marqués! ¿Será este hombre el mismísimo demonio?

—¡Pero si yo le he visto caer!

—¡Pues repito que no encuentro el cadáver!

—Busquémosle —dijo el marqués—. Acaso no estuviera más que herido y habrá podido arrastrarse algunos pasos.

En vano exploraron todas las cercanías; en ninguna parte encontraron nada: ni siquiera rastro de sangre.

—Pues corramos a la aldea antes de que llegue ese bergante —dijo el marqués—. Si avisa a sus moradores, seremos sorprendidos por ellos. ¡Adelante amigos! ¡Confiemos en nuestra buena estrella y en nuestra audacia!

Y echaron a correr por la llanura tenebrosa. Las hogueras habían vuelto a ser encendidas de nuevo.

Ya hacía dos minutos que corrían, cuando Rocco tropezó con una masa que estaba tendida en el suelo y cayó de bruces.

—¡Por los cuernos de Belcebú! —grito levantándose y retrocediendo.

—¿Qué sucede? —preguntó el marqués.

—¡No lo sé! ¡Quizá una fiera! ¡Cuidado!

Una masa oscura estaba tendida en la hierba sin moverse.

El coloso, con la carabina preparada, avanzó con precaución hasta dos pasos de aquella masa, y después de inclinarse sobre ella lanzó un grito de triunfo.

—¡Ah; por fin! —exclamó.

—Pero ¿qué es? —preguntaron a un tiempo el marqués y Ben.

—¡Él!

—¿Quién?

—¡El negro! ¡Y está bien muerto; os lo aseguro!

En efecto; era el propio negro, que, aunque herido por la bala de Rocco, había tenido aliento necesario para deslizarse entre la maleza.

—Pues ahora que estamos desembarazados de tan peligroso individuo, podremos acercamos con mayor seguridad a la aldea —añadió Ben—; pero os advierto que todavía nos resta una gran dificultad que vencer.

—¿Cuál?

—He oído decir que todas las aldeas de esta ciudad están rodeadas por empalizadas muy altas.

—Saltaremos por encima de ellas o abriremos una brecha. Hemos huido de las prisiones del Sultán; de modo que una simple empalizada no nos detendrá mucho —replicó Rocco.

—¡Pues andando! —dijo el marqués—. Abrid los ojos y mirad en tomo vuestro. Los habitantes de la aldea acaso hayan colocado centinelas en la empalizada.

Resguardados por unos enormes grupos de bananeros, los dos isleños y el judío encamináronse hacia la aldea, que entonces se distinguía con precisión merced al resplandor de las hogueras.

Consistía en un centenar de cabañas ceñidas por una empalizada de tres a cuatro metros de elevación.

Parecía que sus habitantes estaban de fiesta: se oía resonar flautas acompañadas de gritos roncos y discordantes.

Los exploradores, siempre ocultándose, habían llegado sin ser vistos hasta el borde del foso que se abría delante de la empalizada.

Como habían previsto, aquella rústica muralla estaba llena de ramas espinosas, que si podían constituir un obstáculo para los negros, no sucedía lo propio con los extranjeros, calzados con botas recias.

—¡Despacio! —dijo el marqués—. ¡Veamos si hay algún centinela!

—No veo ninguno.

—Pues bajemos con precaución.

Agarrados de la mano descendieron al foso, y en pocos momentos estuvieron al otro lado.

Reunidos en el borde opuesto, se apoyaron contra la empalizada, formada con troncos de árboles y almenada por algunos sitios para permitir el paso a las flechas.

El marqués se acercó a una de aquellas aberturas.

En medio de la plaza ardía una enorme hoguera, y en tomo a ella bailaban como locos un centenar de personas, hombres, mujeres y niños, aullando como condenados.

Otros muchos estaban sentados en el suelo y subían el contenido de sendas calabazas hasta emborracharse.

De pronto una sorda exclamación salió de los labios del marqués.

—¿Qué tenéis? —preguntó Ben con ansiedad.

—¡Ester!

—¿Ester? ¿Dónde está?

—¡Vedla allí! —dijo con voz conmovida el marqués cediéndole su puesto.

La hermosa judía estaba sentada en el centro de los bailarines; parecía muy tranquila y miraba con interés la danza.

—¡Ah, si, allí está! —sollozó Ben.

—¡Alegrémonos por haberla encontrado!

—¿Veis algún soldado? —preguntó Rocco.

—No veo más que negros medio desnudos.

—¡Se me ocurre una idea! —exclamó Rocco.

—Di.

—Incendiemos la aldea. Estas cabañas deben arder como la yesca, y nos aprovecharemos del espanto de estos salvajes para lanzamos sobre la señorita Ester y llevárnosla.

El marqués desciñó su larga faja de lana y la unió a la que llevaba el judío, el cual había adivinado su plan.

—Apóyate en la empalizada, Rocco —dijo.

—Subid, pues, señor. Mis hombros son sólidos.

El marqués se encaramó sobre el coloso, y alcanzó la cima de la empalizada.

—¿Estáis ya? —preguntó el hércules.

—¡Si, Rocco!

—¡Ahora vos, Ben!

Mientras éste subía, el marqués ataba la faja a un palo de la empalizada.

Por fin subió Rocco izándose por la faja, y luego se arrojaron los tres a la otra parte de la muralla, cayendo en un pozo lleno de espinas que no habían podido ver.

Por milagro no salió de sus labios un grito de dolor, pues las espinas los habían punzado dolorosamente.

—¡Malditos negros! —murmuró Rocco.

—¡No hagamos ruido! —añadió el marqués.

Luego pudieron alcanzar el borde opuesto del foso.

Entonces se encontraban detrás de una fila de cabañas que se extendían a todo lo ancho de la plaza.

—Entremos en cualquiera de ellas y prendámosle fuego —susurró el marqués.

Empujaron una puertecilla, y entraron en una recinto donde encontraron algunos caballos de pequeña talla.

Una idea brilló en la mente del marqués.

—Hay lo menos quince; para nosotros bastan cuatro. ¡Rocco!

—¡Señor!

—Recoge algunos haces de cañas y átalos a la cola de estos caballos. Deja cuatro para nosotros.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Ben.

—Dar una broma pesada a los negros. Ayudad a Rocco mientras yo entro en otra cabaña y la incendio.

—¿Y nosotros?

—Poned fuego a las cañas y dejad correr a los caballos.

—¡Comprendido!

—¡Apresurémonos!

A la derecha de aquel recinto se levantaba una gran cabaña circular, cuya puerta conducía a una especie de patio.

Viendo un montón de paja, el marqués cogió un brazado de ella y entró en la habitación, donde reinaba una gran oscuridad.

Puso la paja en un rincón y encendió un fósforo; pero lo apagó de pronto, mientras una voz de mujer gritaba desaforadamente:

—¡Awah! ¡Awah! ¡Hou!

El marqués agarró a la mujer por la garganta.

Por fortuna, el ruido de la danza y los gritos de los bailarines habían sofocado aquellas voces; pero Rocco y Ben las habían oído, y creyendo que podía peligrar el marqués, se lanzaron en su auxilio.

—¡Pronto, Rocco! ¡Ata y amordaza a esta mujer!

La orden fue cumplida en el acto.

—¡Llévala fuera! ¡Si la dejamos aquí, arderá con su cabaña! ¿Están dispuestos los caballos?

—Todos llevan un buen haz de cañas en la cola.

—¡Enciéndelos y pon a los animales en libertad!

En aquel momento se oyeron en lontananza dos descargas de fusilería.

—¡Demonio! —exclamó el marqués palideciendo—. ¡Quizá sean los kisuris! ¡Pronto, amigos!

El marqués encendió un segundo fósforo y puso fuego a la paja, arrojándola sobre todas las esteras que había en la cabaña.

Entre tanto, Rocco y Ben habían puesto también fuego a los haces de cañas.

Las pobres bestias, locas de dolor, rompieron las cuerdas y se lanzaron al galope.

Los audaces incendiarios montaron en los otros caballos y se dirigieron en pos de los primeros.

Al oír aquel estrépito, los bailarines rompieron filas apresuradamente, mientras por todas partes se oían los gritos de:

—¡Fuego! ¡Fuego!

Pero el terror de aquellas gentes subió de punto cuando el marqués y sus acompañantes dispararon los fusiles.

—¡Largo! —gritaba con voz de trueno el primero, abriéndose paso entre los fugitivos y lanzándose hacia donde se hallaba Ester.

En aquel instante apareció Rocco llevando otro caballo.

—¡Ester —gritó el marqués—, montad!

—¡Marqués! —exclamó Ester—. ¡Ah!…

Pero éste no la dejó concluir; la levantó en sus brazos como si fuese una pluma y la montó en el caballo, gritando:

—¡En retirada!

Las cabañas ardían por todas partes.

Los cuatro jinetes pasaron a través de aquel homo y desaparecieron en dirección de las lagunas, dejando tras sí un concierto de clamores y alaridos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Rocco—, ¡será imposible pasar el pantano!

—¡Le rodearemos! ¡Pronto! ¡A escape!

En pocos minutos llegaron a la ribera de la primera laguna guiados por los caballos, que debían de conocer el camino, puesto que ellos mismos dieron vuelta a este sitio peligroso, dirigiéndose al bosque.

—Tratemos de orientamos —dijo el marqués.

—El río está delante de nosotros; pronto encontraremos la chalupa.

—¿Y los kisuris? —preguntó Ben.

—No se oye nada —repuso el marqués.

Ocultos por el bosque, y siguiendo la orilla de un riachuelo, se encontraron bien pronto en la pequeña ensenada. La chalupa esta allí, bajo la vigilancia de El-Haggar.

—Ester —dijo el marqués—, refugiaos en la embarcación mientras nosotros hacemos un reconocimiento antes de ponemos en marcha.

Descendieron de los caballos, dejando que los animales se marchasen libremente. Después hicieron un reconocimiento muy satisfactorio.

—Nada hay que temer —dijo el marques—; conque volvamos a la barca.

—¿Hay algún peligro? —preguntó Ester al verlos llegar.

—¡Ninguno, tranquilizaos! La selva está despoblada.

—¿Estáis seguro? —Preguntó El-Haggar.

—¿Acaso has oído tú algo?

—Aquí no; pero hacia el río, en dirección de Koromet, me pareció oír redobles de tambores.

—Pues desde ese pueblo no pueden habernos visto.

—Pueden haber reconocido el río, porque tienen excelentes chalupas.

—Me parece que estamos bien escondidos.

—¡Aquí está el almuerzo! —exclamó en aquel momento Rocco, que llevaba una magnífica avutarda ya desplumada.

Encendieron una hoguera bajo un sicomoro para que sus enormes ramas ocultaran el humo, y el soberbio volátil fue puesto sobre las ascuas. Media hora después todos daban el asalto a la deliciosa vianda, mientras hacia la orilla opuesta del río se oía el redoble de los tambores.