LA CAZA DE LOS RAPTORES
Un momento después el caballero y sus dos acompañantes se lanzaban a través del espeso bosque, resueltos a afrontar todos los peligros por salvar a la joven.
Los raptores de la judía no podían llevarles mucha ventaja.
El marqués se puso al frente de sus dos compañeros y avanzó con gran trabajo a través de la selva, escuchando con ansiedad por todos lados. De pronto se detuvo, diciendo:
—¡Acabo de oír un silbido a corta distancia!
—¡También yo! —añadió Rocco.
—Pero ¿serán los raptores, o serán otros? —preguntó Ben con angustia.
—Confío en que serán los negros. ¡Avancemos con prudencia para sorprenderlos!
Después de haber escuchado nuevamente por ver si oían algún otro rumor, los tres se pusieron en camino con infinitas precauciones, moviendo con mucho cuidado las ramas, y arrojándose al suelo de vez en cuando para pasar a través de las lianas, que se cruzaban por todas partes.
Un susurro levísimo, que parecía producido por el roce de hojas secas, los detuvo nuevamente.
—¡Alguien marcha delante de nosotros! —dijo el marqués al oído de Ben.
—No dista más de diez pasos —respondió el judío.
—Si pudiésemos sorprenderle antes de que le fuera posible lanzar un grito…
—Dejadme a mi esa tarea —dijo Rocco—; con un puñetazo le echo al otro mundo.
—No; nos conviene cogerle vivo para saber adonde han conducido a Ester.
—Pues le acogotaré a medias —respondió el coloso—. Si grito, corred en mi auxilio.
Rocco se desembarazó de la carabina, hizo señas a sus compañeros de que no se moviesen, y desapareció entre la maleza sin producir ningún rumor.
El roce de las ramas seguía oyéndose a intervalos.
El negro, que quizás era uno de los raptores que se había quedado atrás para proteger la retirada, seguro de no tener nada que temer, avanzaba sin tomar precauciones.
Rocco, que se deslizaba lentamente entre los árboles, ganaba rápidamente camino.
El rumor era cada vez más perceptible; pero de pronto cesó bruscamente.
—¿Habrá advertido que le sigo? —se preguntó Rocco—. ¡De todos modos, no te me escaparás!
Y se deslizó hacia una explanada donde la vegetación era menos densa.
Con viva sorpresa suya, el coloso no pudo descubrir nada.
Se levantó sobre la punta de los pies para observar mejor, cuando sintió sobre sí la caída de una masa muy pesada y que dos manos poderosas le estrechaban el cuello.
Otro hombre cualquiera hubiera caído al suelo; pero Rocco se mantuvo firme.
Con un empuje rápido se volvió, agarró al negro por el cuello y se lo apretó con tanta violencia, que estuvo a punto de ahogarle; le arrojó al suelo, le ató las manos a la espalda con la faja que llevaba y le puso un pañuelo en la boca; luego se lo echó al hombro y retomó hacia el sitio donde se hallaba el marqués.
—Aquí está —dijo arrojando al suelo su fardo—. ¡La empresa no ha sido difícil!
El prisionero hacía esfuerzos desesperados para romper sus ligaduras; pero al ver que el marqués le apuntaba con su carabina, se mantuvo tranquilo.
—¿Hablas árabe? —le preguntó este.
El negro hizo una señal afirmativa con la cabeza.
—Entonces, te advierto que al primer grito que lances te mando al infierno. ¿Me has comprendido? ¡Quítale la mordaza, Rocco!
El coloso se apresuró a obedecer.
El prisionero respiró largamente, y después miró a los tres hombres con terror.
—¿Estás solo en la selva? —le preguntó al marqués.
El negro no respondió.
—¡Habla! —le dijo el marqués, apoyando el dedo en el gatillo de la carabina—. ¿Estás solo?
—Si —respondió el negro.
—¿Adónde han ido tus compañeros?
—¿Cuáles?
—Los que han robado a la mujer.
—¡Ya están lejos!
—¿Mucho?
—Si; porque corrían como gamos.
—¿Por qué han robado a esa mujer?
—Por miedo a los soldados y para ganar el premio prometido por el sultán de Tombuctu.
—¿Dónde están los kisuris ahora?
—No lo sé. Llegaron esta mañana a nuestra aldea para anunciamos vuestra llegada, amenazando con acuchillamos a todos si no acudíamos a vuestra captura.
—¿Dónde se encuentra tu aldea?
—A dos millas de este lugar.
—¿Y es allí adónde han llevado a la mujer?
—Si.
—¿Para entregársela a los kisuris?
—Seguramente.
—¿Quieres salvar la vida?
—Decidme lo que he de hacer.
—Pues servimos de guía hasta tu aldea; pero ten presente que si tratas de engañamos te fusilaré. ¡Conque en marcha!
El negro comprendió que toda resistencia era inútil, y se levantó diciendo:
—¡Seguidme!
—¿Podremos fiamos de este hombre? —preguntó Ben al marqués.
—Si es cierto lo que dice, los negros de esa aldea se han visto obligados a proceder contra nosotros para salvar su cabeza.
—¿Nos entregarán a Ester?
—Si no lo hacen de buen grado, la arrancaremos de su poder a balazos. Los negros siempre han temido a los hombres de raza blanca.
El negro caminaba con bastante rapidez, aunque no dejaba de mostrar ciertas señales de vacilación. El marqués, que lo había notado, se acercó a él.
—¿Qué tienes? —le preguntó—. Tú no estás tranquilo: ¿acaso pretendes llevamos a alguna emboscada?
—¡No, señor!
—Entonces, ¿a quién temes?
—A los kisuris.
—¿Tanto miedo te infunden?
—El que desobedece al sultán de Tombuctu es hombre muerto.
—¿Crees que los kisuris hayan vuelto a la aldea?
—Lo ignoro.
—¿Adónde se dirigieron esta mañana?
—Hacia Levante. Iba a advertir de vuestra llegada a los jefes de otras aldeas y a encargarles que preparasen sus barcas para impediros pasar el río.
—Por lo visto, todavía tendremos que librar nuevas luchas —dijo Ben.
—Ahora no nos preocuparemos más que de la liberación de Ester.
En aquel momento se encontraban, los límites de la selva. Delante de ellos se extendía una llanura pantanosa, interrumpida de vez en cuando por enormes cañaverales.
—¡Tened mucho cuidado! —dijo el negro.
—¿Por qué?
—Porque tenemos que atravesar estos terrenos pantanosos, y para ello no hay más que un sendero muy estrecho.
—¿Son peligrosos los pantanos?
—El que cae en ellos no vuelve más a la superficie.
—Entonces ve delante.
El negro experimentó una nueva vacilación y, por fin, cumplió la orden.
—¡Cuidado con caer! —dijo el marqués—. Hay arenas movedizas a izquierda y derecha. ¡Vigila al negro, Rocco!
—Ya lo hago, señor.
El prisionero dio unos cuantos pasos, y después se volvió hacia Rocco, diciéndole:
—Si no me desatáis la manos es imposible que pueda avanzar.
—Haz lo que te dice Rocco; no puede escaparse.
El hércules cortó el nudo.
Y el negro entonces caminó con mayor rapidez.
De este modo recorrieron una distancia de medio kilómetro, encontrándose a ambos lados del sendero dos amplias lagunas llenas de cañas muy espesas y de hierbas acuáticas.
—¡Cuidado con el sitio donde ponéis el pie! —gritó el negro.
Mientras el marqués y sus compañeros fijaban la vista en el suelo, el negro dio un salto y se zambulló en la laguna.
Rocco lanzó una blasfemia terrible.
El marqués montó la carabina y aguardó a que el negro surgiera sobre la superficie de las aguas.
Pero pasaron quince, veinte y treinta segundos sin que el negro subiese a flote. ¿Se había hundido en el fango o se había escondido entre los espesos cañaverales?
—¡Acaso se haya ahogado! —exclamó al marqués.
—No lo creáis, señor —dijo Rocco—, estoy seguro de que ese canalla nos está escuchando.
—De todos modos es inútil permanecer aquí.
—¿Debemos retomar? —preguntó Ben.
El marqués iba a responder, cuando en lontananza se oyó un grito acompañado de algunos disparos de fusil.
—Me parece que allá abajo hay una aldea. ¿Estará en ella Ester? ¿Qué os parece, Ben?
—Que prefiero marchar hacia adelante.
—También yo opino lo mismo —añadió Rocco.
En aquel momento los gritos habían cesado; pero se veían hogueras que chisporroteaban.
—¡Adelante! —exclamó el marqués con un tono resuelto—, ¡el corazón me dice que Ester esta allí!
Echaron una última mirada hacia los cañaverales para ver si observaban algún rastro del negro, aunque inútilmente.
El sendero seguía casi en línea recta; pero de vez en cuando era tan estrecho, que los tres hombres se veían precisados a marchar en fila para no caer.
En las lagunas que se extendían a ambos lados se oían ruidos extraños, y Rocco, que marchaba el primero, pudo ver las enormes quijadas de los cocodrilos ocultos en los cañaverales acechando la presa.
Un cuarto de hora después el sendero se ensanchaba considerablemente, y, por fin, los exploradores se encontraron en terreno sólido.
Las hogueras estaban ya muy próximas, y a sus reflejos se veían dibujarse algunas cúpulas muy agudas, que debían de ser los techos de las cabañas.
—¡La aldea! —dijo el marqués.
—¿Debemos aguardar el alba para entrar en ella? —preguntó Rocco.
—Mañana podría ser ya demasiado tarde. Los kisuris no deben de estar muy lejos.
—¿Estará muy poblada? —preguntó Ben—. Hay que tener en cuenta, señor marqués, que no somos más que tres.
—Nos acercaremos con precaución, y no la asaltaremos hasta estar ciertos de la victoria.
—¡Silencio! —dijo en aquel momento Rocco.
—¿Qué hay de nuevo?
Rocco había dado un salto hacia la laguna.
—¿Adónde vas? —preguntó el marqués.
—¡Aquí está el granuja! ¡A mí, señores!
Una sombra había salido de entre los cañaverales y huía desesperadamente en dirección de la aldea.
—¡Nuestro negro! —exclamó Ben.
—¡Atrápale, Rocco!
La sombra escapaba con velocidad vertiginosa, saltando a derecha e izquierda para esquivar los tiros. Resuelto a impedir que el fugitivo llegase a la aldea, Rocco se echó la carabina a la cara.
—¡No hagas fuego! —gritó el marqués.
Pero ya era demasiado tarde: un estampido había roto el silencio que reinaba en aquellos parajes, y el negro, después de unos cuantos pasos vacilantes, había caído herido por el rayo.
—¡Ya ha pagado su cuenta! —dijo el rencoroso Rocco—, ¡ahora no volverá a engañar a nadie!