LA PERSECUCIÓN
Empujada por los cuatro remos, la chalupa descendía rápidamente por el canal, acercándose a la ribera opuesta para mantenerse fuera del alcance de los fusiles de chispa de los enemigos.
Era una sólida barca, construida con recios tablones que las balas de los negros no podían atravesar, y de unos siete metros de largo. La proa estaba adornada con una cabeza de hipopótamo.
El marqués resguardó a Ester entre los tablones para librarla de las balas, y después se colocó a proa, teniendo una caja de cartuchos delante de sí. Ben iba a popa.
Los negros no habían hecho fuego aún; pero, envalentonados con el refuerzo de los kisuris, que llegaban en aquel momento, empezaron a disparar desde la orilla.
—¡Dejad los remos y echaos en el fondo de la barca! —gritó el marqués, que había oído silbar algunos proyectiles—, la corriente la arrastrará de todos modos.
—Podríamos tomar tierra en la ribera opuesta —dijo Ben.
—¡No hay que fiarse! —advirtió El-Haggar—, en la parte opuesta hay también habitantes, que no tardarán en acudir al ruido de los disparos.
—Pues probemos a hacer entrar en razón a esos condenados. ¡Cuidado con la cabeza, amigos!
Las balas comenzaron a silbar, y se oía el plomo chocar contra las tablas.
El marqués, Ben y Rocco, aprovechándose de un momento de respiro, apuntaron sus carabinas contra los soldados, derribando a dos de ellos.
Espantados por la precisión de aquellos tiros, los negros se apresuraron a esconderse; pero los kisuris, más animosos, se resguardaron detrás de los árboles y continuaron el fuego.
Sus balas apenas alcanzaban a la chalupa, porque la corriente la arrastraba con gran velocidad.
—Dentro de pocos minutos podréis tomas los remos —dijo el marqués a El-Haggar y a Rocco.
—No lo creáis, señor —replicó el primero—. Los soldados no nos dejarán tranquilos, y nos seguirán hasta la desembocadura del canal. ¿No oís redoble de tambores?
—Sí; los oigo perfectamente.
—Pues son los de Koromet; de manera que tendremos a los kisuris de una parte y a los habitantes de Koromet de otra.
—Es decir, que estaremos entre dos fuegos.
—¡Claro!
—¿Y qué vamos a hacer?
—Pues esconder la chalupa entre los cañaverales y aguardar la noche.
—¿Antes de pasar por Koromet?
—Si, señor.
—¿Encontraremos un lugar desierto?
—Así lo afirman los remeros.
—¡Pues vamos!
La chalupa marchaba entonces rozando una ribera desierta, pero hermosísima. Se veían por todas partes árboles magníficos, de aspecto imponente: cedros, ébanos, caobas, plátanos, algodoneros y sicomoros de espeso follaje.
Por más que el lugar pareciera desierto, el marqués, Ben y Ester estaban en guardia y vigilaban con atención las márgenes de la floresta, temiendo una sorpresa a cada instante. En lontananza seguía oyéndose el redoblar de los tambores.
Después de haber recorrido unas tres millas, la chalupa se encontró casi inopinadamente delante de un río inmenso y de corriente rápida, que se dirigía hacia el Este.
—¿Es el Niger? —preguntó el marqués.
—Si, señor —respondió El-Haggar—. El canal de Kabra ha terminado.
—¿Pues no decías que los soldados nos aguardarían aquí?
—Eso creía.
—¿Habrán renunciado a perseguimos?
—Más tarde lo veremos.
—¿Luego tú no lo crees?
—Tengo mis dudas.
—¿Adónde vamos?
—Hacia la ribera izquierda; en la derecha está Koromet.
—¿No estamos todavía demasiado próximos a Kabra?
—Ya os he dicho que nos esconderemos.
—¡Pues adelante! —manifestó el marqués.
Aun cuando antes de Kabra divide su corriente en dos brazos, el Niger llevaba un gran caudal de agua, y su anchura en aquel lugar excedía los dos kilómetros.
Ninguna barca atravesaba el río en aquel momento, ni tampoco se descubría aldea alguna en las riberas.
En cambió, había abundancia de aves acuáticas, especialmente en el centro de los cañaverales, que crecían muy espesos a las orillas de los islotes.
Bandadas inmensas de pelícanos, de grullas y de ibis revoloteaban por todas partes, mientras en los islotes verdes paseaban gravemente los balaenicepsres, extravagantes pajarracos de un metro de altura, muy parecidos al marabú de la India, con largas patas y la gruesa cabeza adornada con un pico monstruoso.
Los dos marineros negros observaron atentamente la ribera izquierda del río, escucharon también durante algunos momentos, y no oyendo ruido alguno, bogaron hacia aquella parte, cortando la corriente con energía.
Unos minutos después atracaban la chalupa dentro de una pequeña ensenada circundada por árboles gigantescos.
—¡Qué frescura hay en este sitio! —dijo Rocco.
—¿Oís algo? —preguntó el marqués.
—No —respondieron todos.
—¡Pues no me fío de esta calma! ¡Vamos a registrar los alrededores!
—¡Vamos! —replicó Ben.
—¡Demonio! —exclamó en aquel instante Rocco—, ¿y los víveres? ¡No los veo por ninguna parte!
—¡Nos lo han robado los negros! —dijo con ira El-Haggar.
—No hay que inquietarse por ello —advirtió el marqués—, las riberas del Níger tienen caza abundante.
—¡Hace veinticuatro horas que no como! —añadió el coloso.
—Un hombre que debía morir en el patíbulo no tenía necesidad de alimentos —respondió el marqués riendo.
—¡Pero aún estoy vivo!
—Pues venid a ganaros la comida —dijo Ben.
—¿Y yo? —preguntó Ester.
—Vos nos aguardaréis aquí —respondió el marqués, mirándola con ternura.
El coloso, Ben y el marqués tomaron las carabinas y saltaron entre las plantas, haciendo huir a un verdadero enjambre de papagayos.
La selva comenzaba allí; una verdadera selva africana en todo el esplendor de su exuberante vegetación. Todas las riquezas de la flora tropical parecían haberse dado cita en aquella ensenada.
Por todas partes huían nubes espesas de aves de diversos colores: papagayos verdes, tordos azules y nerops con el plumaje de color verde esmeralda.
En las copas de los árboles abundaban los monos, que saltaban de una rama a otra con destreza y agilidad increíbles y gritando sin cesar.
—No será difícil proporcionamos una buena comida —dijo Rocco, el cual acababa de derribar una espléndida avutarda.
—No cacemos por ahora. Asegurémonos primero de que el bosque está desierto.
Y se internaron lentamente bajo aquellos árboles, cada vez más espesos y que hacían la marcha muy difícil.
Millares de plantas parásitas se enroscaban en los troncos y caían formando festones, serpenteando por el suelo como enormes reptiles.
De pronto, y con gran asombro de los exploradores, oyeron el estruendo de una descarga en dirección del río, seguida de un griterío ensordecedor.
Casi al propio tiempo se oyó la voz del El-Haggar.
—¡Auxilio! ¡Qué roban a la señorita Ester!
Pálido como la muerte, el marqués se lanzó, seguido de sus compañeros, a través de la selva.
Los tiros habían cesado; pero seguía oyéndose en lontananza la voz angustiosa de El-Haggar, que gritaba siempre:
—¡Auxilio! ¡Socorro!
En diez segundos el marqués llegó cerca de la chalupa. No estaban en ella más que los dos remeros, atados a los bancos y temblando todavía de espanto.
Un rugido de desesperación salió de los labios del marqués.
—¡Ester! ¡Ester! —gritaba.
—¡Por aquí, señor! —decía El-Haggar—. ¡Ya huyen!
A estas palabras siguió el ruido de un tiro, probablemente disparado por él.
—¡Allá voy! ¡Mantente firme!
Los tres amigos salieron corriendo hacia el lugar donde había sonado el disparo, y no tardaron en tropezar con El-Haggar, presa de un verdadero acceso de desesperación.
—¡Los miserables!… ¡La han robado!
El marqués, que estaba fuera de sí, agarró violentamente al guía por un brazo.
—¿Quién? ¡Habla!
—¡Los negros!
—¿Estás seguro de que no eran los kisuris? —preguntó Ben, que lloraba como un chiquillo.
—No. Nos atacaron de improviso, y se apoderaron de la señorita. Quise defenderla; hice fuego, y maté a uno.
—¡Sigámoslos —añadió Rocco—; no deben de estar muy lejos!
—¡Un momento! —dijo el marqués, que, a pesar de su emoción, acababa de recobrar su sangre fría—. Que El-Haggar vuelva a la chalupa y vigile a los dos remeros. Va en ella vuestro tesoro, Ben, y no debemos dejarlo en poder suyo.
—¡Vuelvo ahora mismo! —exclamó el guía.
—¡Y nosotros —añadió el marqués— en marcha! ¡Y ay de los raptores!