A KABRA
Los cuatro maharis, excitados continuamente por sus jinetes, devoraban el camino.
Parecía que los inteligentes animales habían comprendido que la salvación de los fugitivos dependía de ellos y avanzaban rapidísimamente entre nubes de polvo.
El marqués, que iba el último, se volvía de vez en cuando para ver si los jinetes que los seguían desde Tombuctu adelantaban camino.
Sus perseguidores eran una veintena, por lo menos, y llevaban excelentes caballos.
—¿Conque nos siguen? —preguntó Ben.
—¡Esos bribones quieren damos caza!
—En cuanto embarquemos, atravesaremos el río y nos pondremos a salvo en Koromet.
—¿Se oye todavía el ruido de la fusilería?
—Ya no.
—Entonces, los tuaregs habrán huido para no tener que habérselas con toda la guarnición de Tombuctu.
—¡Ah! —exclamó el marqués—, ¡un cañonazo! ¿Qué significa eso?
—Alguna señal quizás —replico Ben—, ¡ah! ¡Otro cañonazo!
—¡Veamos! —dijo el marqués.
Se incorporó sobre la silla y miró hacia la ciudad.
Los soldados continuaban galopando, aunque sin ganar terreno a los fugitivos.
—Temo que esos cañonazos sean una señal para las autoridades de Kabra —dijo el marqués.
—¡Pues adelante, y preparemos las armas!
Kabra, que es el puerto natural de Tombuctu, se hallaba ya a cosa de un kilómetro.
Cerca de sus inmediaciones se observaba una gran animación: grupos de negros armados con lanzas aparecían y desaparecían alternativamente.
—Amigos —dijo el marqués—, carguemos a la desesperada sobre esos negros, y pasemos al galope por encima de sus cuerpos.
Los maharis en que montaban atravesaron el último trozo de llanura y llegaron cerca de los negros, que estaban armados con fusiles de chispa.
El jefe del pelotón, un negro musculoso, avanzó al encuentro de los fugitivos, gritando:
—¡Alto! ¡Por aquí no se pasa!
—¡Atrás! —rugió el marqués.
—¡Sin una orden del Sultán, no se pasa!
—¡Amigos, a la carga!
Los cuatro maharis cayeron en medio del pelotón, atropellando a los negros.
—¡Adelante! —gritó el marqués, amenazando a los enemigos con la carabina y lanzándose a todo correr en dirección al río.
Un segundo pelotón, no mejor armado que el primero, trató de detener a los fugitivos.
—¡Atrás! —rugió el marqués, apuntándolos con la carabina.
Rocco, en tanto, lanzaba su mahari en medio de aquella horda, abriéndose paso a culatazos.
—¡Aquí llega El-Haggar! —exclamó Ester con alegría.
El guía desembocaba por una callejuela perseguido por varios negros.
—¡Señor! —gritó al ver al marqués—. ¡Pronto, acudid; tratan de saquear la chalupa!
—¡Compañeros, salvemos el tesoro! —exclamó el marqués.
En pocos instantes los fugitivos, precedidos por El-Haggar, que corría como un antílope, recorrieron la calle que conducía a la ribera del canal.
Una turba de negros se preparaba para saquear la chalupa, que estaba anclada en el muelle, atropellando a los marineros, que pretendían rechazarlos.
Al ver surgir a aquellos cuatro jinetes precedidos por el guía, los ladrones tuvieron un momento de vacilación y retrocedieron precipitadamente.
—¡A tierra! —gritó el marqués.
Y saltaron a la barca, mientras los dos marineros preparaban los remos.
En aquel momento llegaban los beduinos.
—¿Dónde están los camellos? —les preguntó el marqués.
—En casa de un amigo —respondió uno de ellos.
—Pues son vuestros.
—¡Señor! —exclamaron a dúo los beduinos, no pudiendo creer en semejante fortuna.
—Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que llevéis a un viejo llamado Samuel los cuatro maharis.
—Así lo haremos.
—¡Remad, amigos!
La chalupa se alejó de la ribera y desfiló rápidamente a lo largo del canal, mientras los negros, viendo huir la presa, corrían por todas partes lanzando alaridos de rabia.
—¡Alto —gritaban—, o hacemos fuego!
Por única respuesta, el marqués se echó la carabina a la cara.
—¡Así contesto yo a la orden de vuestro Sultán! —les dijo.