UNA TERRIBLE BATALLA
Pocos minutos después, Ben, Ester y el marqués sentados alrededor de la mesa, se contaban sus extraordinarias aventuras en aquellas veinticuatro horas. Los fugitivos experimentaron un gran dolor al saber la muerte del infortunado Tasili, infamantemente asesinado por El-Melah; pero se consolaron al conocer el trágico fin del miserable argelino.
—Pensemos ahora en salvar a Rocco —dijo el marqués—. Ben y yo nos colocaremos a la cabeza de los tuaregs, y no perdonaremos ni a uno solo de los soldados del Sultán.
—¿Cuántos hombres hay dispuestos? —preguntó Ben.
—Cerca de trescientos.
—¿El jefe de los árabes responde de ellos?
—Sí, hermano.
—¿Está todo dispuesto para la fuga?
—Una chalupa nos espera en Kabra. El viejo Samuel, el amigo de nuestro padre, ha pensado en todo.
—En primer lugar, hay que poner a salvo vuestro tesoro —dijo el marqués.
—Los dos beduinos y El-Haggar partirán dentro de poco para Kabra.
—Pues vamos a ver el tesoro —dijo Éfen—, el cofre es demasiado pesado para un solo camello.
La caja había sido transportada a la habitación contigua. Era de una resistencia excepcional, y estaba reforzada con placas de acero.
—Nos veremos obligados a hacer saltar la cerradura —manifestó Ben.
Hizo llevar una barra, introdujo uno de sus extremos entre los barrotes que defendían la caja, y después de reiterados esfuerzos se abrió.
Reflejos metálicos y fulgores de joyas se destacaron del centro del cofre, que estaba lleno de oro, diamantes, esmeraldas y rubíes.
—¡Aquí hay una enorme fortuna! —exclamó el marqués.
Vaciaron el contenido del cofre, y todos aquellos objetos preciosos fueron colocados en diversas cajas cubiertas de estera.
Los dos beduinos y El-Haggar ya habían preparado los camellos para el viaje.
—Cuando llegues a Kabra —dijo Ester al guía—, cargarás las cajas en la chalupa y nos aguardarás.
—Está bien, señora.
—Y ahora —dijo Ester volviéndose hacia Ben— descansemos un poco.
—¿Cuándo vendrá el amigo de vuestro padre? —preguntó el corso.
—Al amanecer; y también el jefe de los árabes.
—¡Pobre Rocco! —murmuró el marqués.
—¡Le salvaremos! —dijo Ester—. El jefe árabe dispone de muchos elementos.
A las cinco, antes de que despuntara el alba, el viejo Samuel y el árabe llegaban a la casa del difunto judío, acompañados por cuatro tuaregs perfectamente armados.
—Señora —dijo el árabe después de haber saludado al francés y a Ben—, os traigo a cuatro jefes de los tuaregs para que juren sobre el Corán cumplir lo que han prometido.
—Está bien; el Profeta maldice a los que faltan a su juramento —replicó Ester.
—Señora —dijo uno de los jefes hablando en nombre de todos—, tú nos darás lo prometido, y nosotros juramos sobre el Corán cumplir lo ofrecido. ¡Qué las fieras del desierto devoren nuestro cuerpo, que nuestros huesos permanezcan insepultos entre la arena si no cumplimos la promesa!
Sus compañeros repitieron estas palabras extendiendo la mano hacia el Corán.
Terminado el juramento, el jefe árabe tenía los ojos fijos en el marqués y en Ben, los cuales asistieron a la ceremonia sin decir una sola palabra.
—¿Quiénes son estos dos señores? —preguntó el árabe a Ester.
—Dos de los prisioneros que se trataba de salvar.
—¿Se han fugado?
—Sí.
—Entonces, ¿no queda más que uno?
—Nada más.
—La empresa será más fácil.
—O más difícil: los soldados redoblarán sus precauciones.
—Somos trescientos, y todos resueltos.
—¿Cuándo conducirán el prisionero al suplicio?
—A las diez, en la plaza del mercado.
—¿Dónde están las gentes?
—Ya han ocupado la plaza y rodean el tablado.
Detrás de ellos hay gran número de negras, a quienes he prometido mil escudos para que nos auxilien.
—La suma la tendrá en depósito Samuel, veinte mil escudos para los tuaregs, mil para los negros y diez mil para ti.
—¡Pagáis como una sultana!
—¡Vamos! —dijo Ester.
—¡Una palabra! —replicó el marqués deteniendo al árabe—. ¿Corremos peligro nosotros de ser reconocidos por los kisuris del sultán? Dos hombres que tienen la piel blanca contrastan mucho con la gente de color.
—¡Admiro vuestra prudencia! —dijo el árabe—. Quedaos aquí.
—¡Yo! —exclamó el marqués.
—¡Yo tampoco quiero permanecer inactivo! —añadió Ben.
—Señores —dijo entonces el viejo Samuel—, venid a mi casa: os daré nuevos vestidos y os teñiré el rostro.
—¡Apresuraos! —replicó el árabe—, ¡es preciso que estemos en la plaza del mercado antes de que la invada la multitud!
Pocos instantes después llegaban a la casa del judío, donde se verificaba la transformación de los dos fugitivos. También Ester se había puesto sobre la cabeza un turbante que la tapaba el rostro, envolviéndose en un amplio kaik para ocultar su condición de mujer.
Las calles comenzaban ya a llenarse de gente, ávida de presenciar el suplicio de un kafir.
Cuando nuestros personajes llegaron a la plaza del mercado, ya había en ella más de mil personas.
En el centro se veía una especie de tablado de varios metros de alto, vigilado por algunos soldados armados con lanzas y yataganes.
Muchos tuaregs rodeaban el patíbulo, rechazando brutalmente a la multitud para que no interrumpiera sus filas. Para no infundir sospechas, gritaban sin descanso:
—¡Muera el kafir! ¡Qué le traigan pronto! ¡Muera el enemigo del Profeta!
—¡Qué bribones! —exclamó el marqués al oído de Ester.
—Venid —dijo el jefe árabe—; nos pondremos delante.
Al verlos, las apretadas filas de los tuaregs se abrieron para dejarles paso.
En aquel momento los jefes de los ladrones del Sahara se acercaron al árabe.
—¿Estáis prontos? —le dijo éste.
—¿Y la suma convenida?
—En casa de Samuel.
—¿No me engañará el judío?
—Yo respondo de él.
—Entonces, los soldados tendrán que habérselas con nosotros.
En aquel momento resonó un cañonazo.
—El prisionero ha salido de palacio —dijo el árabe a Ester.
En lontananza se oía el redoble de los tambores. El fúnebre cortejo se aproximaba, rechazando al populacho que obstruía las calles. De vez en cuando se oían gritos feroces.
—¡Muera el kafir!
—¡Qué le quemen vivo!
—¡A la hoguera el asesino!
Por último, el cortejo desembocó en la plaza. Se componía de veinte soldados armados con enormes yataganes y fusiles viejos. Delante de ellos marchaban cuatro negros que redoblaban furiosamente solare tambores destemplados.
En medio de aquel destacamento iba Rocco con los brazos atados a la espalda. El coloso parecía muy tranquilo y miraba a todas partes, esperando ver al marqués y a sus compañeros. No había duda que el prisionero contaba con algún socorro inesperado.
—¿Estáis dispuestos? —preguntó el árabe al jefe de los tuaregs.
—Sí —respondió.
—¡Pues a vuestros puestos! ¡Cuándo yo descargue al aire mi pistola, embestid a la escolta!
Después se volvió hacia el marqués, diciéndole:
—Apenas hayamos abierto paso, huid: nosotros protegeremos vuestra retirada.
El marqués empuñó el yatagán con la mano derecha, y con la izquierda, una pistola.
Para engañar mejor a los soldados, los tuaregs comenzaron a gritar desaforadamente:
—¡Muera el kafir! ¡Queremos su cabeza!
La escolta acababa de llegar a pocos pasos del patíbulo. De pronto una voz tronante cubrió los rugidos de la multitud, diciendo.
—¡Rocco!
Era la voz del marqués.
Al oír el grito el coloso alzó la cabeza y lanzó una mirada sobre la muchedumbre. En el mismo instante resonó el estampido de un pistoletazo seguido de un rápido ataque de los tuaregs, que se lanzaron como un huracán sobre los soldados.
Estos se volvieron, y una espantosa descarga resonó en la plaza.
Aquella resistencia desconcertó por un momento a los bandidos; pero los árabes acudieron por todas partes, haciendo un nutrido fuego de pistola y esparciendo el terror entre la multitud.
El marqués y Ben, en primera fila, después de disparar sus pistolas cargaron con los yataganes.
Comprendiendo Rocco que se trataba de salvarle, con un esfuerzo supremo rompió sus ligaduras y agarrando a un soldado, le lanzó a diez pasos de distancia.
El extraordinario vigor de aquel hércules infundió un momento de terror a los soldados de la escolta.
—¡Adelante! —gritó el marqués aprovechándose del repentino estupor de los soldados, y de un tajo de yatagán hendió la cabeza al jefe de la escolta.
—¡Ven, Rocco! —gritó.
El gigante se apoderó de un fusil, lo agarró por el cañón, y con unos cuantos culatazos se abrió paso.
—¡Abrid calle! —exclamó el marqués dirigiéndose al árabe.
Las filas de los tuaregs se separaron como por encanto. El marqués, Ben, Rocco y Ester, precedidos por el jefe, atravesaron la plaza a escape y huyeron, mientras la batalla continuaba con más encarnizamiento que antes. Sin detenerse ni un solo momento cruzaron cuatro o cinco calles, dirigiéndose hacia las murallas situadas el sur de la ciudad.
A lo lejos se oían aún los gritos de los combatientes.
—¡Aquí están los maharis! —dijo el árabe—. ¡Pronto; huid sin perder un minuto!
—¿Y vos? —preguntó el marqués.
—Voy a unirme con mis gentes. ¡Qué Alá os guarde!
—¡Pues montemos! —exclamó el marqués.
—En menos de una hora estaremos en Kabra —añadió Ben.
—¿Estamos todos? —dijo Ester.
—¡Todos!
—¡Pronto, señores! —replicó uno de los esclavos que habían conducido a los maharis—. ¡Por allá veo una nube de polvo!
—¿Serán acaso los soldados? —preguntó el marqués palideciendo.
—Los maharis corren más que los caballos, y llegaréis a Kabra antes que los soldados. ¡A escape!
Los cuatro dromedarios se lanzaron a la carrera en dirección del Níger, cuyas aguas, heridas por los rayos perpendiculares del sol, centelleaban en el horizonte.