LA GALERÍA DE LA «CASBAH»
Los jardines de la Casbah eran mucho menos extensos de lo que los prisioneros suponían.
Siendo muy árido el terreno sobre el cual está fundada Tombuctu, el espacio dedicado a las flores y a los árboles era escaso, dominando entre ellos las palmeras.
Después de haberse asegurado de que no había centinelas, los tres fugitivos se ocultaron prontamente entre los árboles para adoptar una resolución.
El jardín estaba cercado por tres lados con edificios de estilo morisco. En cambio, por el cuarto había una muralla altísima.
—Me parece que al abandonar nuestra cárcel no hemos ganado mucho —dijo el marqués—. Esa muralla dará a alguna calle; pero ¿quién es capaz de escalarla?
—Señor —añadió Rocco—, allí veo una galería que está muy baja: quizás encontremos una salida.
—Puede haber en ella centinelas —dijo Ben.
—¡Los mataremos! ¡De todas maneras, nuestra vida va jugada!
Se dirigieron cautamente hacia la construcción más próxima, un bellísimo pabellón rodeado por una balaustrada fácil de escalar.
Sin perder momento pusieron manos a la obra. La subida no fue difícil, y sin ningún contratiempo entraron en el pabellón.
—¡Qué obscuridad! —dijo Rocco al poner el pie dentro de la sala.
—¡Mejor para nosotros! —replicó el marqués—. ¡Así no nos verán!
Apenas habían andado cinco o seis metros, cuando Rocco, que marchaba delante de todos, se detuvo bruscamente, diciendo:
—¡Quietos!
Había oído abrir una puerta.
Los tres fugitivos empuñaron las armas.
Alguien andaba por la galería, porque se oía el rumor de un paso ligero aproximarse; pero la obscuridad eran tan densa, que no podían descubrir nada.
Una sombra blanca pasó a pocos pasos de ellos, desapareciendo por la parte opuesta de la galería y dejando en el ambiente un agradable perfume.
—Debe de ser una mujer —dijo el marqués—. ¿Nos encontraremos acaso en el harén del Sultán?
—¡No sentiría tropezar con las favoritas de ese déspota! —añadió Rocco.
—Pero pedirían auxilio y alarmarían a toda la Casbah.
—Volvamos al jardín y busquemos otra salida —dijo Ben.
—Soy de la misma opinión —replicó el marqués—. No deseo tener que habérmelas con las mujeres del Sultán.
Rocco levantó una persiana para observar si había guardias en el jardín. Un rayo plateado de luz se proyectó entonces sobre los tres fugitivos.
Casi en el propio momento resonó un agudo grito de mujer.
—¡Socorro! ¡Ladrones! —decía la voz.
—¡Muerte y condenación! —gritó Rocco—, ¡nos han descubierto!
—¡Saltemos! —ordenó el marqués.
Y los tres se dejaron caer en el jardín, corriendo hacia la muralla.
Pero la alarma era ya completa. En las terrazas, en los pabellones, en todas partes se oían voces de mujeres y de hombres. Un minuto después sonaban tiros de fusil.
Los fugitivos atravesaron el jardín a escape siguiendo la muralla, con la esperanza de encontrar algún medio para salvar el obstáculo.
—¡Aquí! —exclamó de pronto el marqués—. ¡Mirad una puerta!
—¡Forcémosla! —dijo Rocco.
—¡Pronto!
El marqués apoyó el cañón de una pistola en la cerradura y disparó. El pestillo cedió; pero la puerta permaneció cerrada.
Algunos soldados aparecieron en aquel instante; pero el coloso empuñó la barra haciéndoles frente.
En tanto, el marqués y Ben, a empellones, forzaron la puerta.
—¡Rocco —gritó el primero—, estamos salvados!
Y seguro de ser seguido por el coloso, se lanzó a la calle arrastrando a Ben.
Se encontraron en la plaza que se abría detrás de la Casbah.
Entonces se volvió el marqués, notando la ausencia de Rocco.
—¿Y Rocco? —preguntó a Ben con angustia.
—Los soldados le han dado caza.
—¡Ah! ¡Pues volvamos en su auxilio!
—¡Es inútil; libres, podremos salvarle; de otro modo, nos perderíamos todos!
—¡Se ha sacrificado por nosotros!
—¡Huid! ¡Se acercan los soldados!
En efecto, éstos ya desembocaban en la plaza.
El marqués se precipitó en pos de Ben, el cual corría como un gamo.
Atravesada la plaza, se ocultaron en un laberinto de callejuelas que conducían a los barrios del sur de la ciudad.
—¿Adónde vamos? —preguntó el marqués sin detenerse.
—A casa de mi padre.
—¿Conocéis el camino?
—Procuraré dar con él.
Y siguieron corriendo precipitadamente.
Aquella huida, que se había prolongado durante muchos minutos, empezaba a fatigarlos.
No oyendo ya ningún rumor, se detuvieron para tomar aliento.
—¡Nada hay que temer! —exclamó el judío—. ¡Estamos a salvo!
—¡Nosotros, sí; pero Rocco…! ¡Van a vengar en él nuestra fuga!
—No le ejecutarán hasta mañana, y en diez horas se pueden hacer muchas cosas.
—¡Os digo que Rocco está irremisiblemente perdido!
—Ahora vamos a ver a mi hermana; después pensaremos lo que hemos de hacer. No debemos de encontramos lejos de la casa de mi padre.
—¡Y el traidor estará aún con vida!
—¿De quién habláis?
—De El-Melah. ¡Él es quien nos ha preparado la emboscada!
—¡Deteneos: ya hemos llegado!
—¿Dónde?
—A mi casa. ¡Ah, mirad! ¡Hay luz en el jardín!
—¿Estarán desenterrando el tesoro?
—Acaso.
—¡Ben, dadme una pistola!
—¿Para qué?
—Se me ocurre la idea de que El-Melah puede haberse apoderado de vuestro secreto.
Empuñó el arma y se acercó al cancel del jardín. A la luz de una antorcha, dos hombres estaban sacando del pozo un cofre enorme.
—¡Veo a El-Haggar! —dijo el marqués con alegría.
—¡También está mi hermana! —añadió Ben en el propio tono.
Y con un impulso irresistible empujó la puerta y se lanzó en el jardín gritando:
—¡Ester!
Al oír aquella voz la joven judía palideció espantosamente, y después abrió los brazos, exclamando:
—¡Hermano!
Luego se volvió hacia el marqués, y añadió con los ojos inundados de lágrimas:
—¡Marqués! ¡Gracias, Dios mío!