CAPÍTULO XII

LOS PRISIONEROS

Como queda indicado, el marqués y sus compañeros, después de una breve lucha, tuvieron que capitular ante la enorme superioridad de sus adversarios.

Bombardeados por la artillería de los kisuris y tiroteados desde la plaza, se vieron obligados a ceder después de disparar algunos tiros de revólver.

La amenaza de precipitar al marabut desde lo alto del alminar no había producido efecto alguno: antes al contrario, en vez de contener a los enemigos, había redoblado su furia, viéndose, por tanto obligados a rendirse.

Fuertemente atados, fueron pronto conducidos delante del primer visir, que los sometió a un largo interrogatorio antes de dictar condena.

Aun cuando estaban seguros de su triste fin, los prisioneros se presentaron ante el ministro con la cabeza erguida y con altivo ademán.

El visir, que era un viejo de barba blanca, los acogió con una gentileza que contrastaba mucho con su rostro feroz.

—¿De donde venís? —les dijo.

—Yo soy hijo de una poderosa nación que ha extendido sus conquistas hasta el desierto —respondió fieramente el marqués—, ¿conoces a Francia?

—¿Y tú? —preguntó el visir a Rocco.

—Mi patria se encuentra más allá del mar, y sus islas vigilan sobre África. ¿Conoces a Italia?

—He oído hablar de ella.

—Pues bien; si tocas uno solo de mis cabellos, los barcos de mi país subirán por el Níger y reducirán la ciudad a un montón de ruinas.

Una sonrisa sardónica se dibujó en los labios del visir.

—El desierto es muy extenso y el Níger muy largo —dijo—, además, Francia e Italia están muy lejanas. ¿Y tú quién eres? ¿También tienes patria?

—Sí; Marruecos —respondió Ben—, y ese país no está lejos.

—Pero no se inquietará por un judío —replicó el ministro con otra sonrisa irónica.

—¡Por Cristo! —exclamó el marqués en lengua francesa—. ¡Este hombre es un viejo zorro y un diplomático de mérito! ¡Felicitaré por ello al Sultán!

—¡Si os dan tiempo! —dijo Ben con un suspiro.

—¿Tanta prisa tendrán por mandamos al otro mundo?

—¡Mucho lo temo!

—¿Y qué habéis venido a hacer aquí, infieles, en una ciudad inviolable para los extranjeros? —preguntó el visir—, ¿no sabéis que en Tombuctu los kafires son sentenciados a muerte?

—Lo ignorábamos —dijo el corso.

—Pues debisteis informaros de nuestras costumbres. Pero, en suma, ¿a qué habéis venido?

—A buscar a un coronel francés.

—¡Ah, si; eso me han dicho! Pero yo creo que venís a espiar las fuerzas del Sultán para apoderaros de la ciudad con el auxilio de las tropas francesas.

—¿Quién te lo ha dicho?

—¿Qué vino a hacer aquí hace ya tres meses una chalupa de vapor tripulada por oficiales franceses, y que se detuvo cerca de veinticuatro horas casi a la vista de la ciudad?

—No sé de qué franceses hablas —dijo el marqués—, pues vengo del desierto, y no puedo saber lo que sucede en el Níger.

—Y yo digo que estás de acuerdo con ellos, y que esa historia del coronel la acabas de inventar para ocultar tus intenciones.

—Te repito que no traía otro propósito —replicó el marqués.

El visir se levantó en aquel momento y dio una palmada.

Un negro, casi enteramente desnudo, de formas atléticas, y que tenía en la mano una cimitarra brillantísima, entró en la sala, inclinándose hasta el suelo.

—¡Apodérate de esos hombres! —le dijo el visir—. ¡Tu cabeza responde de la suya!

—Está bien, señor.

Se acercó a Rocco y le empujo hacia adelante con gran violencia.

—¡Condenación y muerte! —rugió el hércules furioso.

—¡Andando, kafir! —dijo el negro dándole un segundo empellón.

Con un esfuerzo irresistible, el coloso rompió las cuerdas que le sujetaban las muñecas y alzó el puño, dejándolo caer con ímpetu terrible sobre la cabeza del negro.

El africano permaneció un momento inmóvil, y después se dejó caer a plomo como un árbol derribado por el huracán, soltando la cimitarra.

El visir lanzó un grito y se dirigió huyendo hacia la puerta.

Rocco, empuñando el arma, se había lanzado en dirección al marqués con el propósito de cortarle las ligaduras, cuando cuatro kisuris, armados con lanzas, penetraron en la habitación.

—¡Detened a ese hombre! —gritó el visir.

—¡Aguarda, Rocco! —rugió el marqués, intentando, aunque en vano, romper las cuerdas.

Los soldados se precipitaron sobre el coloso, gritando:

—¡Ríndete!

—¡Ahí va mi respuesta! —replicó Rocco.

Y se lanzó hacia adelante con la cimitarra en alto, haciendo con ella un terrible molinete para parar los golpes, y cortando las astas de las lanzas como si fuesen de paja.

—¿Queréis que ahora os haga pedazos? —añadió riendo el isleño—. ¡La hoja corta como una navaja de afeitar!

—¡Bravo, Rocco! —exclamó el marqués.

Atónitos ante aquel vigor sobrehumanos los soldados se echaron hacia atrás.

—¡Vámonos, señores! —dijo Rocco—. ¡Conquistaremos la Casbah!

Por desgracia, aquellos gritos sirvieron para dar la voz de alarma, y los soldados que ocupaban las habitaciones inmediatas entraron en gran número.

Rocco, que apenas había tenido tiempo de cortar las ligaduras de sus compañeros, vio entrar en la sala aquella horda salvaje.

El marqués y Ben recogieron prontamente las hojas de las lanzas y se pusieron al lado del coloso, que seguía manejando la cimitarra con un vigor extraordinario.

Los soldados se habían detenido; pero uno de ellos, más decidido que los otros, se arrojó sobre Rocco.

Este le agarró con la mano izquierda, le levantó como si fuera un chiquillo y le arrojó sobre los asaltantes.

Ante aquella prueba de fuerza tan insólita, los soldados se detuvieron un momento; pero, animados por el visir, rodearon a Rocco, apuntándole con los fusiles.

—¡Basta, Rocco! —dijo el marqués, arrojando el hierro de la lanza—. ¡Estos canallas son más fuertes que nosotros! ¡Entrega tu cimitarra!

El hércules arrojó el arma contra la pared.

Al verle desarmado, los soldados le rodearon.

—¡Pronto; sacadlos fuera de aquí! —rugió el visir, pálido de miedo.

Los kisuris rodearon a los prisioneros y los condujeron, a través de varias galerías, hasta una puerta maciza que daba sobre los jardines del palacio.

—Es nuestra cárcel —dijo el marqués—; veámosla.

Era una sala abovedada, con enormes muros de piedra y un solo tragaluz, defendido por gruesos barrotes de hierro.

—¡He aquí una habitación a prueba de evasiones! —añadió el marqués.

—¡Quién sabe! —dijo Rocco—. ¡Si yo pudiese arrancar una piedra!

—Es inútil. No nos queda otro remedio que resignarnos o aguardar un milagro.

—¿De quién? —preguntó Ben.

—Vuestra hermana y El-Haggar no habrán de abandonamos.

—¿Y que pueden hacer ellos contra los soldados del Sultán?

—Pero estos condenados musulmanes ¿tienen el propósito de ejecutamos?

—¡Quién lo duda, Rocco! —replicó el marqués.

—¡Pues yo no me dejo matar como un cordero!

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé; pero antes de dejarme matar haré un destrozo terrible de enemigos.

—Eso no salvará tu pellejo.

—Pues vuelvo a mi idea.

—¿Huir?

—Sí, señor marqués.

—¡Imposible!

—Arrancaré las barras de hierro. Son gruesas y me servirán para romper las costillas a los kisuris.

—No es fácil.

—¡Ahora veremos!

El isleño se acercó al tragaluz, se agarró a una barra y probó a arrancarla.

—No se mueve —dijo—. ¡Doblémosla!

Y dicho esto, volvió a agarrarse a la barra. Los músculos de sus brazos se hincharon como si fueran a rajarse bajo la piel, mientras las venas de su cuello aumentaban prodigiosamente de volumen.

Pero la barra resistía, hasta que de pronto, con gran estupor del marqués y de Ben, el hierro se plegó, y luego salió bruscamente de su agujero.

—¡Aquí está! —exclamó el hércules triunfante y limpiándose el sudor—. ¡Ahora la otra! —añadió.

La segunda resistió menos que la primera. Entonces asomó la cabeza por la abertura; pero la retiró precipitadamente.

—¿Hay algún centinela? —preguntó en voz baja el marqués.

—Si; un kisuri.

—¿Estamos a mucha altura del suelo?

—A unos tres metros.

—¿Adónde da esta ventana?

—A un jardín.

—¡Si huyésemos!

—¿Y el centinela? —dijo Ben.

—Yo me encargo de él: ¡le destrozaré el cráneo con la barra!

—¿Y podremos escapar del jardín?

—¡Lo escalaremos! —respondió Rocco.

—¡Diablo de hombre! ¡Todo lo encuentra fácil! —murmuró el judío.

—Pues mientras ensanchamos la abertura, poneos cerca de la puerta, Ben, y advertimos si alguno llega. Entre los dos moveremos la piedra.

Después de cinco o seis golpes, la piedra se deslizó en las manos del coloso.

Detrás de ella no había más que ladrillos y argamasa.

—¿Qué os parece, señor? —dijo Rocco muy alegre.

—Que dentro de una hora estaremos libres. Estos ladrillos no ofrecen resistencia.

—¡Pues continuemos manos a la obra!

—¡Despacio, Rocco; no haga el diablo que el centinela se percate de lo que estamos haciendo!

—Produciremos poco ruido.

Se pusieron nuevamente a trabajar, levantando los ladrillos poco a poco. La abertura se ensanchaba paulatinamente; pero, a pesar de ello, ya había anochecido cuando terminaron su tarea.

—¡Es el momento de escapar! —dijo Rocco.

—¿Puedes tú pasar? Porque eres el más grueso de los tres.

—¡Pasaré!

—Mira si el kisuri ha dejado su puesto.

Rocco se levantó sobre la punta de los pies y sacó la cabeza con precaución.

—Está debajo, y parece que se ha dormido. ¡No se mueve!

—¿Qué armas tiene?

—Una lanza y pistolas al cinto. ¡Ah!

—¿Qué?

—Que en vez de aplastarle con un golpe de barra le agarraré por el cuello y le pondré en lugar nuestro.

—¿Serías capaz de semejante proeza?

—¡Mirad!

El coloso pasó el cuerpo a través del tragaluz, alargó la diestra, cogió por el cuello al centinela, apretándole sin piedad para que no pudiera gritar, y después le alzó como si fuera un muñeco y lo hizo atravesar por el agujero, depositándole a los pies del marqués.

—¡Qué brazo! —exclamó el señor de Sartena.

El kisuri, atónito y medio estrangulado, no había podido oponer resistencia. El marqués arriscó varias piezas de su kaik, hizo con ellas una mordaza, ayudado por Ben, y la aplicó sobre la boca del desgraciado guerrero.

—¡Ahora, las manos y las piernas! —dijo Rocco.

El soldado miraba a sus raptores con ojos asombrados.

—¡Cuidado con tratar de huir! —le dijo el marqués con acento amenazador—, ¿me has comprendido?

Le quitó las dos pistolas que llevaba al cinto, y añadió, dirigiéndose a sus compañeros:

—¡Vámonos!

Rocco, que estaba armado con una barra de hierro, atravesó la claraboya y se dejó caer en el jardín.

—¿Ves algo? —le pregunto el marqués.

—¡Nada!

Un momento después los prisioneros se encontraban reunidos bajo los muros de la prisión.