CAPÍTULO XI

EL VIEJO SAMUEL

La casa del viejo no era tan mezquina como aparentaba su exterior.

Tenía un elegante patio con una linda fuentecilla en el centro, y unas cuantas palmeras le resguardaban de los rayos del sol.

Había en ella multitud de habitaciones y estaban adornadas con cierta elegancia: por todas partes se veían tapices; lujo bastante insólito en una ciudad como Tombuctu, perdida en la extremidad del Sahara.

El viejo judío ayudó a la joven a bajar del caballo, mientras dos esclavos llevaban bandejas colmadas de frutas y de dulces.

—¿Es a la hija de mi buen amigo Nartico a quien tengo el honor de dar albergue? —preguntó el judío.

—Sí; soy Ester Nartico, hija del negociante de Tombuctu muerto hace ocho meses en los brazos de Tasili.

—Y en los míos —añadió el viejo.

—¿Asististeis a la muerte de mi padre?

—Le he cerrado los ojos. Pero ¿cómo estáis aquí?

Ester le contó en pocas palabras todos los pormenores del viaje, hasta la traición del El-Melah y el arresto de Ben y sus compañeros.

El viejo judío la escuchó en silencio, y después dijo:

—¿Luego se ignoraba que el coronel Flatters había sido asesinado en el desierto por los tuaregs, y que para atraer una nueva expedición en su auxilio se hizo correr la voz de que estaba preso en Tombuctu?

—El marqués dio crédito a esos rumores.

—¿Y no sospechaba nada de El-Melah?

—No.

—¡Habéis hecho bien en dar muerte a ese miserable!

—¿Creéis que haya alguna esperanza de libertar al marqués y a sus compañeros del poder del Sultán? —preguntó El-Haggar—. Vos no debéis de ignorar que los extranjeros no musulmanes sorprendidos en Tombuctu son condenados a muerte.

—No hace tres meses que he visto quemar a un pobre judío que había venido con una caravana argelina.

—¡Es horrible! —exclamó Ester—. ¡Salvad a mi hermano, señor! ¡Yo soy rica!

—Con el oro todo puede hacerse, y todo lo intentaré para salvarle.

—¡Oh; gracias, señor! —exclamó Ester—. ¡Dios me ha puesto en vuestro camino!

—Vos permaneceréis aquí. Yo voy a salir; pero antes de una hora estaré de vuelta, y acaso traiga buenas noticias.

—¿Adónde vais?

—A ver a un árabe muy influyente.

—¿No os traicionará?

—No; nada temáis. Le salvé la vida en el Níger, y pagará su deuda de gratitud. ¡Hasta muy pronto!

—Señora —dijo el guía cuando se encontraron solos— este encuentro ha sido providencial.

—Cierto. ¿Crees que los salvará?

—Tengo fe en ese viejo.

—¡Si Ben y el marqués muriesen, yo no los sobreviva!

Mientras hablaban de sus temores y de sus esperanzas, dos negros les habían llevado el café.

Hacia el mediodía llego el viejo judío acompañado por un árabe de pequeña estatura vestido de blanco y con una faja verde alrededor de la cintura, distintivo que sólo pueden llevar los que han realizado el viaje a la Meca.

Era quizás más viejo que Samuel, a juzgar por las arrugas que surcaban su rostro; pero todavía andaba con paso ligero, lleno de majestad y de gracia.

—Aquí esta el amigo de que os he hablado —dijo el judío a Ester—, todo lo sabe, y está dispuesto a ayudamos.

El árabe saludó, y después dijo a la joven judía.

—No os ocultaré que la cosa es grave, porque antes de rendirse los prisioneros han luchado contra los soldados del Sultán. ¡Han sido sentenciados a muerte!

—¡Ah, señor! —dijo Ester sollozando—, ¡salvadlos! ¡Salvadlos!

—Soy el jefe del barrio árabe, y tengo amigos que no vacilarían en seguirme a todas partes, y hasta en rebelarse contra el Sultán; pero no podrían luchar contra los kisuris. Más hay aquí bandoleros que por un puñado de oro no vacilarán en combatir contra ellos.

—Pero ¿qué proyecto tenéis? —preguntó El-Haggar.

—Libertar a los prisioneros por la fuerza.

—¿Asaltando la Casbah?

—No, porque está muy bien guardada. Nosotros procuraremos llevamos a los prisioneros antes de que lleguen al patíbulo, aprovechándonos del tumulto que producirán mis gentes.

—¿Lo lograremos?

—Con tres o cuatrocientas personas resueltas podemos vencer fácilmente a la escolta del Sultán. Doscientas puedo facilitarlas yo.

—¿Y las otras? —dijo Ester.

—Las reclutaremos entre los tuaregs: por dinero, son capaces de todo.

—¡Yo ofrezco veinte mil escudos! —dijo Ester.

—Por ganar semejante suma, los tuaregs serían capaces de pegar fuego a la Casbah.

—¿Quién se encargará de reclutarlos? —preguntó Ester.

—De eso me encargo yo: conozco a muchos jefes de los tuaregs. Señora —añadió volviéndose hacia Ester—, ¿habéis venido con alguna caravana?

—No; con una pequeña escolta y una docena de camellos.

—¿Tenéis maharis rapidísimos? Porque, una vez en libertad, los prisioneros deben partir sin perder un minuto de Tombuctu y dirigirse hacia el Níger. Yo mandaré a uno de mis hombres a Kabra para que adquiera una buena chalupa.

—Pues yo me encargo de encontrar los maharis —dijo Samuel.

—Volveremos a vemos esta misma noche —añadió el árabe levantándose—. Espero que he de traer buenas noticias.

—¿Para cuándo preparan la ejecución? —preguntó Ester, cuya voz temblaba extraordinariamente al pronunciar esta última palabra.

—Para mañana temprano, en la plaza del mercado. Pero nosotros estaremos allí para impedirla: nada temáis, señora.

Ester aguardo a que el árabe se hubiera ido, y luego, volviéndose hacia Samuel, le informó del tesoro sepultado en el pozo del jardín, tesoro que había precisión de desenterrar antes de emprender la fuga.

—Esta noche iremos a buscarlo —dijo el viejo—. ¿Tenéis confianza en vuestro servidor?

—Absoluta.

—Pues él se encargará de llevarlo a Kabra en un camello. No tembléis, Ester: yo os prometo que mañana estrecharéis entre los brazos a vuestro hermano. Ese árabe es hombre de palabra, y cumplirá lo que ha ofrecido.