CAPÍTULO X

LA PUÑALADA DE EL-HAGGAR

Como ya pueden suponer los lectores, El-Haggar había escapado milagrosamente de la astuta traición del árabe.

Mientras el marqués, Rocco y Ben, impacientes por salvar al coronel, habían penetrado en el pabellón, el árabe se había detenido bajo la ventana, aguardando a que subiese el guía.

—Sube —le dijo—; yo seré el último.

—No —replicó El-Haggar—; yo permaneceré aquí de centinela. Sube tú.

En vez de obedecer, el árabe dio un Silbido, y en el mismo momento por las callejuelas inmediatas a la plaza aparecieron los kisuris.

Al ver que el árabe trataba de echar mano al yatagán, El-Haggar le disparó a quemarropa, desapareciendo en el acto por las callejuelas del lado opuesto de la plaza.

Cierto de ser seguido, en lugar de proseguir su carrera saltó el muro de un huertecillo y se ocultó entre las plantas.

Un minuto después los soldados corrían en aquella dirección.

Apenas habían pasado sus perseguidores, el guía abandonó su escondite y se lanzó por la otra callejuela, en dirección a los barrios del sur de la ciudad.

Habiendo prometido al marqués avisar a Ester para darle cuenta del éxito de la expedición, El-Haggar corrió a cumplir su encargo.

—¡Será un golpe terrible para ella! —iba murmurando—. ¿Quién puede habernos engañado?

De pronto una sospecha le asaltó.

—¡El-Melah —dijo—; no puede haber sido otro!

Entonces apretó más el paso, y en pocos minutos llegó al jardín del viejo judío.

Antes de entrar en él miró en tomo suyo, descubriendo detrás de la tapia un turbante que desapareció al momento.

—¡Hay gentes escondidas allí! —se dijo.

Estuvo un momento vacilante, y después, empuñando las armas, atravesó la puerta.

En el jardín no había nadie.

—¿Dónde estarán los beduinos y Tasili? —se preguntó.

De pronto oyó voces que salían del patio.

Se lanzó en aquella dirección, y a los pocos momentos retrocedió con horror.

Tasili estaba tendido en el pavimento en medio de un charco de sangre.

—¡Le han asesinado! —exclamó; y ya iba a inclinarse sobre el viejo, cuando oyó gritar a Ester:

—¡Socorro!

En ciertos momentos El-Haggar era valeroso. Aun cuando ignoraba el número de enemigos con quien tendría que habérselas, corrió sin vacilar en defensa de la judía.

Atravesó dos estancias, y al llegar a la tercera pudo ver a El-Melah, que trataba de arrastrar a la joven. Sin perder momento empuñó el yatagán y se arrojó sobre el miserable, hundiéndole el arma entre los hombros. La muerte del traidor fue casi instantánea.

El verle caer, Ester se precipitó hacia El-Haggar.

—¡Gracias a Dios que llegué a tiempo! —dijo éste.

—¿Y el marqués? ¿Y mi hermano? —gritó Ester con voz angustiada.

—Temo que no puedan salvarse —respondió tristemente El-Haggar.

—¡Dios mío! —exclamó la joven ocultando el rostro entre las manos.

Después de un momento de pausa la judía se acercó al guía.

—¡Cuéntamelo todo! —le dijo.

Este en pocas palabras refirió a la joven lo ocurrido.

—El-Haggar —dijo la joven con suprema energía—, vamos a la Casbah. ¿Dónde está Tasili?

—Tendido sin vida en el portal.

—¡Muerto! —exclamó Ester con profundo dolor.

—Iremos a cercioramos de ello, si no os falta el valor.

—¡Lo tendré!

—Armaos, señora, porque he visto hombres escondidos tras las tapias del jardín.

Ester entró en la estancia, se anudó rápidamente los cabellos, se echó un kaik sobre los hombros tomó las armas y se acercó al guía, que ya había salido al patio.

—¡Pobre Tasili mío! —exclamó la joven inclinándose sobre el viejo.

—¡Está muerto, señora! —dijo El-Haggar—, ¡el traidor le ha herido en el corazón!

—¡Ah, infame!

Levantó dulcemente la cabeza del pobre viejo mirándole con los ojos llenos de lágrimas, y luego la dejó caer con tristeza.

—¡Duerme en paz, mi fiel Tasili! ¡Tendrás una digna sepultura!

—¡Venid, señora! —exclamó El-Haggar.

Y ambos se dirigieron hacia la puerta del jardín.

—¡Tened cuidado, señora! —dijo armando un fusil—. ¡Ya os he dicho que hay gentes emboscadas!

Al salir fuera del jardín vieron a los dos beduinos, que regresaban apresuradamente.

Al ver a la judía aceleraron el paso.

—No hay nadie en el mercado —dijo uno de ellos.

—¿Quién os ha mandado ir al mercado?

—El-Melah.

—¡Ya comprendo! —exclamó El-Haggar—. ¡El miserable quería quedarse solo para asesinar a Tasili! ¿Tenéis miedo? —añadió dirigiéndose a los dos hijos del desierto.

—¿De quién?

—De los hombres que nos acechan detrás de las tapias.

Los dos beduinos se miraron uno al otro.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó el primero.

—Seguirnos —dijo Ester.

Espoleó entonces a su caballo, empuñó la carabina americana, y se dirigió resueltamente hacia las tapias.

Al ver llegar a Ester y sus acompañantes armados, los cuatro tuaregs abandonaron su escondite.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó El-Haggar con voz amenazadora.

—Esperamos a un hombre —dijo uno de ellos.

—¿El-Melah acaso?

—Bueno. El-Melah o El-Abiod; como os plazca.

—No tiene necesidad de vosotros —dijo Ester.

Los tuaregs se interrogaron con la mirada.

—¡Idos! —añadió El-Haggar.

—¿Adónde?

—El-Melah ha partido para Kabra.

Los tuaregs cambiaron algunas palabras en voz baja, y después se marcharon sin replicar.

—Vosotros —dijo El-Haggar a los dos beduinos cuando se hubieron alejado los bandidos— quedaréis de guardia en el jardín hasta nuestro regreso. Y ahora señora —continuó el guía—, bajaos la capucha para que no adviertan que sois una mujer, y seguidme.

—¿Vamos a la Casbah? —preguntó Ester con voz trémula.

—Sin perder tiempo.

—¿Y los salvaremos?

El guía no respondió.

Espolearon los caballos, y se dirigieron al galope hacia el palacio del Sultán.

Sólo distaban ya de la Casbah unos doscientos pasos, cuando oyeron el estampido del cañón.

—¡El cañón! —exclamó El-Haggar—. ¡Mal augurio!

—¿Por qué dices eso? —preguntó Ester poniéndose densamente pálida.

—Porque el marqués y sus compañeros deben de haberse refugiado en el alminar.

—¿Y tu crees…?

—Que están derribándolo a cañonazos.

—¡Dios mío!

—¡Valor, señora!

En dos minutos llegaron ambos delante del palacio.

La lucha había concluido; no se descubrían más que algunos curiosos delante de la ventana del pabellón, observando una extensa mancha de sangre. En cambio, los soldados del Sultán habían desaparecido. El-Haggar miró al alminar y vio que un ángulo de la base estaba derruido, probablemente por alguna bala de cañón.

—Señora —dijo con voz temblorosa—, deben de estar presos.

Ester vaciló sobre la silla y estuvo a punto de caer.

—¡Animo, señora! ¡Si tienen alguna sospecha de nosotros, nos prenderán también!

—¡Sí; tenéis razón! ¡Tendré ánimo! Infórmate de lo que ha ocurrido.

Viendo a un viejo de barba blanca que atravesaba la plaza, el guía se acercó a él.

—¿Ha ocurrido algo grave? —le preguntó—. He oído cañonazos.

El interpelado se detuvo y le miró con atención. Era un viejo de sesenta años, con muchas arrugas y la nariz encorvada. No parecía que fuese sahariense o marroquí, ni árabe siquiera.

—¡Ah! ¿No sabéis nada? Pues han apresado a dos extranjeros y a un judío.

La última palabra la pronunció con tristeza.

—¿También a un judío? —repitió automáticamente El-Haggar.

—¡Sí! —dijo el viejo suspirando.

—¿Pues qué han hecho esos extranjeros?

—Yo no lo sé. Acaban de decirme que se habían refugiado en el alminar, amenazando con arrojar a la plaza al marabut.

—Pero ¿han realizado su amenaza?

—No, porque los kisuris han bombardeado el alminar, obligándolos a rendirse.

—¿Luego están detenidos?

—Todos; incluso ese desgraciado israelita.

—¿Por lo visto, os interesáis por el joven judío? —preguntó El-Haggar.

En vez de responder, el viejo le miró nuevamente y luego le volvió la espalda para irse.

—¡No tan presto! —dijo El-Haggar deteniéndole por un brazo—, ¡os he descubierto!

—¿Qué decís?

—Compadecéis a ese joven porque vos también sois judío.

—¡Yo!

—¡Silencio! Podríais perderos, y también a esa joven que va en aquel caballo. Es hermana del joven judío.

—¡Tratáis de engañarme!

—No; no soy ningún espía del Sultán. Aquella es la hija de Nartico, un judío que hizo su fortuna en Tombuctu.

—¡Nartico! —balbuceo el viejo—. ¿Quién sois?

—Un fiel servidor de los hombres que han sido apresados por los soldados del Sultán.

—¿Y aquella es la hija de Nartico?

—¡Os lo juro por el Corán!

Un fuerte temblor agitaba los miembros del supuesto hebreo. Estuvo algunos momentos sin hablar hasta que por fin balbució:

—¡Pronto, a mi casa! ¡La hija de Nartico aquí! ¡Su hijo prisionero! ¡Es preciso salvarle!

—¡Id delante! —dijo El-Haggar—. ¡Nosotros os seguiremos!

Se acerco a Ester, y le refirió todo lo que ocurría.

—Ese hebreo debe de haber sido amigo de mi padre —dijo la joven—. ¡Sigámosle!

Y ambos se acercaron al viejo, el cual se había dirigido hacia una callejuela estrecha habitada por gente pobre. De cuando en cuando se detenía a cierta distancia para no inspirar sospechas.

De este modo atravesó unas cuantas callejuelas más, hasta que se detuvo delante de una casita de un solo piso coronada por una terraza adornada con flores.

Abrió la puerta y, volviéndose hacia Ester, dijo:

—Entrad en la casa de Samuel Haley, viejo amigo de vuestro padre. Todo lo que poseo está a vuestra disposición.