CAPÍTULO VIII

HID-EL-KEBIR

Mientras el marqués y sus compañeros acariciaban tales proyectos, El-Melah había salido de la morada del judío y se dirigió apresuradamente hacia el mercado de los esclavos, donde estaba seguro de encontrar al jefe de los tuaregs.

Ansiaba poner en práctica sus siniestros planes todo lo antes posible para no despertar sospechas en los europeos.

Traicionarlos era cosa fácil: bastaba para ello con prevenir al comandante de los kisuris, el cual los habría arrestado enseguida. Pero no quería que prendiesen a Ester, pues tenía otros proyectos respecto a la judía. Luego había necesidad de inducir a los europeos y a Ben a salir de la casa para arrestarlos en otro sitio.

—¡Amr me aconsejará! —se decía el miserable—. También él tiene interés en que el francés desaparezca. Si éste supiera que soy yo el verdadero autor de la matanza de la expedición, no se haría esperar mi castigo. ¡Por fortuna, ahora está a merced de los kisuris del Sultán!

Monologando en esta forma llegó a la plaza del mercado, que en aquel momento estaba muy poco concurrida, por haber concluido la venta.

Amr-el-Bekr, como había prometido, le aguardaba recostado bajo un cobertizo, con el cibuc en la boca y una taza de café delante.

Algunos de sus hombres estaban sentados un poco más lejos fumando y charlando.

Viendo al joven, el bandolero se levantó rápidamente.

—¿Ya de regreso? —preguntó.

—Sí; hemos llegado todos.

Los ojos del bandido relampaguearon con fulgor siniestro.

—¿Debo ir a denunciarlos? —preguntó con impaciencia.

—¡Despacio, amigo mío! No quiero que prendan a la mujer; ya te lo he dicho.

—¡Lo había olvidado! —dijo el tuareg—. Entonces, habrá necesidad de que nos apoderemos de ella antes de que lleguen los kisuris.

—¡Es imposible!

—¿Pues qué haremos? ¡Ah! ¡Se me ocurre una idea estupenda!

Al decir esto cogió al sahariense del brazo y le condujo a lo largo del mercado hablándole en voz baja.

—¿Y tienes un hombre dispuesto para eso? —preguntó El-Melah—. Sí es uno de los tuyos, podrían reconocerle.

—Sé donde encontrarle.

—¿Será después de la ceremonia?

—Sí.

—¿Y el golpe?

—Detrás del último pabellón del palacio del Sultán. Me pondré de acuerdo con el comandante de los kisuris para dejarlos entrar.

—Y en lugar del coronel…

—Encontrarán a la guardia —añadió el bandido con una sonrisa cruel—. Allí estaré yo también con mi gente.

—Y yo entretanto me llevaré a la mujer.

—¿Cuántos hombres necesitas?

—Con cuatro me bastará.

Se estrecharon la mano y se separaron.

Media hora después El-Melah se presentaba al marqués.

—Señor —le dijo—, no he perdido el tiempo.

—¿Qué noticias traes?

—Pues mientras vos permanecíais en la casá, yo he hecho averiguaciones acerca del coronel. ¿No habéis notado mi ausencia?

—No.

—Mañana, durante la ceremonia del Hid-el-Kebir, veréis al coronel, y hasta podréis libertarle.

—¿De veras?

—Acabo de combinarlo todo con un amigo mío, el cual enviará a un personaje importante de Tombuctu para conduciros al palacio del Sultán. Vos aprovecharéis la ausencia de los kisuris para introduciros y dar el golpe sin gran peligro. Esta noche advertirán al coronel lo que se trama.

—¡Eres un hombre admirable, El-Melah! —exclamó el marqués loco de alegría.

—El hombre que nos auxilia es de toda confianza.

—¿Y dices que la guardia estará ausente?

—Acompañará al Sultán durante la ceremonia.

—¿Y es mañana el primer día del Hid-el-Kebir?

—Sí; y aquí se celebra con igual pompa que en Fez y en Magazán. Pero quiero daros un consejo.

—¿Cuál?

—Que no llevéis en vuestra compañía a la hermana del señor Ben —añadió el canalla—, la presencia de una mujer podría ser peligrosa.

—No tenía intención de exponerla a semejantes riesgos: la dejaremos aquí con Tasili y los beduinos.

—Tasili puede seros útil —dijo El-Melah, a quien preocupaba su presencia.

—No; es viejo —respondió el marqués—. Y, además, no me fío de los beduinos.

—Haced lo que gustéis, señor marqués —replicó El-Melah ocultando su disgusto.

Al día siguiente, después de almorzar, Ben, el marqués, Rocco, El-Haggar y El-Melah salieron de la casa para ir al lugar de la cita.

No sin gran trabajo lograron persuadir a Ester de que debía quedarse en casa, porque la valerosa judía deseaba tomar parte en la peligrosa empresa que se intentaba para encontrarse al lado de su hermano y del marqués en caso de peligro.

Unicamente a ruego de este último accedió a ello.

El-Melah se puso a la cabeza del grupo para guiarlos al mercado, donde les aguardaba el propio jefe de los tuaregs.

Pero el miserable no estaba tranquilo. Aunque familiarizado con todos los crímenes, no dejaba de experimentar cierta angustia al llevar a una muerte segura a sus salvadores. Por eso evitaba las miradas del marqués y sólo respondía a sus preguntas con monosílabos.

Las calles de Tombuctu estaban atestadas de gente: fellanis, árabes, tuaregs y negros se precipitaban hacia la amplia plaza de la gran mezquita para asistir al paso del Sultán y de su corte.

Todas aquellas gentes llevaban trajes de gala: alquiceles blancos, enormes turbantes de lana de color de rosa y túnicas escarlata recamadas de oro se distinguían por todas partes, uniendo sus vivos colores a los reflejos de las armas que llevaban a la cintura los engalanados musulmanes, los cuales se precipitaban unos sobre otros lanzando gritos e imprecaciones poco en consonancia con la festividad del día.

Al llegar el grupo cerca de la plaza del mercado, un hombre ricamente vestido con un kaik blanquísimo se presentó delante de El-Melah, diciéndole:

—¡Tú debes de ser la persona que busco! ¿Te llamas El-Melah?

—Ese es mi nombre —respondió el sahariense.

—Tu amigo me encarga que te presté Auxilio.

El-Melah echó una rápida mirada hacia los cobertizos y pudo ver claramente a Amr-el-Bekr semioculto detrás de una columna.

—¿Quieres venir? —preguntó el cómplice del bandido.

—¡Una palabra antes! —dijo el marqués—, ¡descúbrete el rostro!

El árabe, porque tal parecía, se bajó la capa que le ocultaba el semblante, y entonces pudo ver el marqués a un hombre muy joven todavía, con dos ojos negrísimos que brillaban como carbones encendidos.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Un hombre de Tombuctu que tiene relaciones en la corte del Sultán.

—¿Conoces a los esclavos que están en su palacio?

—Los conozco.

—¿Has visto entre ellos a un hombre blanco?

—Una sola vez.

—¿Sabes quién es ese hombre?

—Un coronel francés, según me han dicho.

—¿Y crees que podré verle?

—Y hasta libertarle si quieres, porque nos aprovecharemos de la ausencia del Sultán.

—Si lo logramos, te daré mil escudos.

—¡Acepto! —respondió el árabe.

—¿Cuándo podré ver al coronel?

—Aguardaremos a que el Sultán y su guardia se encuentren en la mezquita. Entretanto, podemos asistir a la ceremonia.

—¡Sea! —respondió el marqués.

Después de haber cambiado una mirada con El-Melah, el árabe se puso a la cabeza del grupo y tomó una callejuela lateral que estaba casi desierta.

Después de haber recorrido varias calles, desembocaron en una espaciosa plaza, en cuya extremidad se erguía una mezquita de vastas dimensiones, ceñida por una muralla altísima y coronada por cuatro alminares muy elegantes.

Una enorme multitud había ocupado todo el espacio disponible, no dejando abierto más que un estrecho camino destinado al paso de la comitiva del Sultán. Muchísimos kisuris armados con lanzas contenían a los curiosos, rechazándolos con la mayor brutalidad.

En aquel mismo instante, entre un estrépito ensordecedor de noggares, especie de tamboriles muy sonoros, avanzaba el cortejo del Sultán.

Iba precedido por una tropa de soldados negros bellísimos, escogidos entre los más valerosos de las tribus del Níger, todos de elevada estatura y de formas hercúleas, vestidos con kaiks blanquísimos y turbantes inmensos.

Cabalgaban en espléndidos corceles de sangre árabe, llevaba en arzón fusiles de chispa, y a la cintura, brillantes yataganes de hoja curva.

Detrás de ellos iba el Sultán montado en un magnífico caballo blanco, ricamente enjaezado al estilo turco con gualdrapas recamadas de oro. Delante del corcel, y a los lados, marchaban varios pajes con enormes sombrillas para resguardar al soberano de los rayos del sol.

Por último, seguían otros soldados, capitanes, ulemas y mulahs, especie de sacerdotes, y marabuts en gran número.

Apenas el cortejo hubo entrado en la mezquita, apareció en la cima de la espaciosa galería un imán, seguido de un camero bastante gordo y de un negro medio desnudo y de estatura gigantesca.

—¿Qué van a hacer? —preguntó el marqués.

—¿No habéis asistido nunca a la ceremonia del Hid-el-Kebir? —interrogó Ben.

—No.

—¿De modo que ignoráis lo que significa?

—Absolutamente.

—Es la fiesta de la buena carne.

—¿Y por qué se llama de ese modo?

—Porque hoy en todas las casas musulmanas se mata un camero y se come su carne en abundancia. Es una fiesta que se prolonga ocho días, durante los cuales los bravos sectarios del Profeta no hacen otra cosa que atracarse de cordero y embriagarse con kief.

—Sin embargo, tendrá todo eso algún significado religioso.

—Sí, pero tan confuso, que los propios ulemas no podrían daros de él una explicación clara. Parece, no obstante, que con el Hid-el-Kebir se quiere recordar el sacrificio de Abraham y de Isaac. Ved lo que ahora sucede: van a degollar el camero destinado a figurar en la mesa del Sultán.

El imán había degollado al pobre animal mediante una terrible cuchillada, y le había arrojado en los hombros del hercúleo negro.

De pronto resonó entre la multitud un grito furioso, y una tempestad de piedras cayó sobre el negro el cual corría a escape, sin abandonar el animal.

—¿Por qué le tratan de ese modo? —preguntó el marqués atónito.

—Para hacerle correr —respondió Ben—. De la resistencia de sus piernas puede depender la ruina de la sultanía.

—¿Qué decís?

—La verdad, marqués. El negro debe llevar el camero al palacio del Sultán, y llegar a él antes de que las carnes se hayan enfriado.

—¿Y si llega demasiado tarde?

—Sería de mal augurio para el Sultán, y para los habitantes de Tombuctu. Para no morir lapidado, el negro llegará a tiempo. ¡Vamos marqués, no aguardemos a que el Sultán vuelva a su palacio!

El árabe ya había dado la señal de ponerse en marcha.

El grupo se abrió paso a fuerza de puños, y se ocultó en una callejuela lateral que estaba casi desierta.

Apenas había dado una docena de pasos, cuando Rocco, que marchaba el último, advirtió que faltaba El-Melah.

—Señor —dijo aproximándose al marqués—, el sahariense se ha perdido entre la multitud.

—Estaba detrás de mí hace pocos momentos —replicó el marqués.

—También le he visto yo —agregó Ben.

—Ya le encontraremos en las inmediaciones del Palacio —dijo el marqués—. El-Melah conoce Tombuctu y no se extraviará.

Y sin inquietarse por la ausencia de aquel miserable, prosiguieron su camino. Volvieron a pasar por la plaza del mercado, que estaba ocupada por algunos tuaregs, y después de atravesar algunas calles más llegaron delante de la Casbah, o sea el palacio del Sultán.

Solamente en la entrada principal del palacio se veían dos kisuris de centinelas; todas las otras estaban cerradas y sin guardia alguna.

—¿Dónde se encuentra el coronel? —preguntó el marqués con ansiedad.

El árabe le indicó uno de los dos pabellones que se hallaban coronados por un alminar, en él cual estaba apoyado un marabut, quizás para gozar desde allí del panorama que ofrecía la ciudad.

—Allá —dijo.

—Pero la puerta está cerrada —replicó Ben.

—Y la ventana abierta.

—¿Entramos por ella?

—Sí.

—¿Estará el coronel sólo?

—Sí, porque se le ha advertido de vuestra llegada.

—Pues vamos —exclamó el marqués lanzándose hacia adelante.

La plaza que se extendía a espaldas de la Casbah estaba desierta, de manera que no corrían peligro de ser descubiertos.

Atravesaron velozmente la distancia que los separaba de palacio, preparando los revólveres y los puñales.

El marqués iba ya a agarrarse a la balustrada, cuando se volvió diciendo:

—¿Y El-Melah?

—No se le ve por parte alguna —respondió Ben.

—Se habrá quedado en la mezquita. ¡Bah! ¡Nos pasaremos sin su ayuda!

El marqués, ayudado por Rocco, cabalgó pronto sobre la balustrada, empuño el revolver y se lanzó en la estancia.

Como estaba echada la persiana, en el primer momento apenas pudo distinguir nada; pero después que sus ojos se familiarizaron con aquella semioscuridad, vio que se encontraba en una suntuosa habitación con pavimento de mosaico.

En aquel momento entraron también Rocco y Ben.

—¿Dónde está el coronel? —preguntó el judío.

—¡Aquí estoy! —respondió una voz en lengua francesa.

Un hombre de elevada estatura, envuelto en un amplio kaik que le cubría por completo, y con la cabeza rodeada por un turbante que casi le ocultaba el rostro, había aparecido sobre le umbral de una puerta interior.

El marqués iba ya a lanzarse en sus brazos, cuando por la parte de afuera se oyó gritar a El-Haggar:

—¡Traición! ¡Los kisuris!

Luego resonó un pistoletazo, seguido de un lamento de dolor.

Al mismo tiempo el fingido coronel se desembarazó del kaik, y empuñando un largo yatagán se precipitó sobre el marqués, gritando:

—¡Rendíos!

Los dos isleños y el judío permanecieron atónitos ante aquel inesperado ataque y sin pensar en huir.

Por otra parte, la fuga era ya imposible: en el exterior se oían los gritos feroces de los kisuris del Sultán.

Rocco, acometido por un furioso acceso de rabia se había abalanzado sobre el supuesto coronel, gritando:

—¡Toma, canalla!

Le descargó en pleno pecho dos balas que le hicieron caer moribundo, y luego empujó al marqués y a Ben hacia una puertecilla que se abría en un ángulo del salón.

—¡Huyamos por aquí! —dijo.

En el mismo instante algunos soldados armados con pistolas y yataganes entraban en la sala rugiendo de furor.

Los fugitivos cerraron la puerta, y viendo enfrente una escalerilla, se lanzaron por ella y subieron los peldaños de cuatro en cuatro.

Aquella escalera, pequeña y tortuosa, conducía a la cumbre del alminar que se elevaba sobre uno de los pabellones dominando la Casbah.

Era una especie de torre muy estrecha, y que, como casi todas las de la mezquita, terminaba en una cúpula, desde donde el muecín del Sultán lanzaba al espacio las oraciones cotidianas.

En el centro de la torre tropezaron con el marabut a quien ya habían visto desde la plaza.

Al ver penetrar tres hombres armados de revólveres y de puñales, el santón cayó de rodillas con el rostro descompuesto, exclamando:

—¡Perdón! ¡Soy un siervo de Alá! ¡No me asesinéis!

—¡Por el rabo de Barrabás! —exclamó el marqués—. ¡He aquí un huésped molesto!

—¡Pues le agarro por las piernas, y le arrojo a la plaza! —dijo Rocco.

—¡No hagáis eso! —añadió Ben—, es un marabut, un santón venerado, y su muerte iría seguida de la nuestra.

—Tienes razón, Ben —replicó el marqués—. Le tendremos como rehén.

—¿Pues qué hago?

—Atarle bien y dejarle en paz.

El coloso le ató con una larga faja, sin que el desgraciado, muerto de miedo, hiciera la menor protesta.

El marqués y ben entretanto se habían asomado al parapeto de la cúpula. Más de cincuenta kisuris armados circundaban el pabellón rugiendo furiosamente.

Bajo la ventana yacía un hombre con la cabeza destrozada: era el árabe que había guiado a los fugitivos.

—¡Señor! —dijo Rocco—. ¡Ya vienen!

—¿Los soldados?

—¡Sí! ¡Acaban de descerrajar la puerta!

—¡Y los de la plaza se aperciben para fusilamos! —añadió Ben—, ¡nos han visto ya!

Rocco cogió al marabut en sus brazos e hizo ademán de arrojarlo a la plaza.

El desgraciado gemía de espanto; pero el hércules le levantó por encima del parapeto, mientras el marqués gritaba con vos tonante a los soldados:

—¡Si hacéis fuego, le dejaremos caer!

—¡Sobre vuestras cabezas! —añadió Rocco—. ¡Os juro que ni el propio Mahoma le salvará!