CAPÍTULO VII

LA CASA DEL VIEJO NARTICO

Siete horas después, con gran asombro del marqués y de Rocco y con viva alegría de Ben y de Ester, El-Haggar y sus dos compañeros, después de una carrera veloz, llegaban al oasis de Teneg-el-Hadsk.

El viejo Tasili, que al ver a sus amos lloraba de alegría, fue muy festejado por ellos. El marqués, presa de la mayor emoción por las noticias recibidas, interrogó largamente al traidor sobre la suerte del coronel.

El-Melah, que ya había preparado una historia, contó que el coronel había sido conducido a Tombuctu por una cuadrilla de bandoleros, la misma que había asaltado y destruido a la expedición, y que le vendieron como esclavo al Sultán.

La persona que se lo había dicho —manifestaba él— presenció la venta del desdichado francés en la plaza del mercado, y hasta precisaba la suma: cuatro libras de polvo de oro y diez colmillos de elefante; suma verdaderamente enorme en una ciudad en que los esclavos se venden al precio de cuatro libras de sal.

—¡Nosotros le libertaremos —dijo el marqués—, aunque tuviéramos para ello que pegar fuego a Tombuctu o hacer prisionero al Sultán!

—¡De eso me encargo yo! —añadió Rocco, que nada consideraba como imposible.

—¡No hay que cometer imprudencias! —repuso El-Melah—. El Sultán tiene muchos kisuris bien armados.

—¡Los derrotaremos!

—No, señores: dejaos guiar por mí, y veréis libre al coronel sin cometer violencias.

—¿Cómo?

—Tengo un amigo que trata a los ministros del Sultán, y mediante cierta cantidad encontrará el modo de hacer que huya el francés.

—¡Eres un hombre precioso!

—Pago una deuda de gratitud, señor marqués —dijo el miserable.

—Y tú, Tasili —preguntó Ester—, ¿no has oído hablar de un coronel francés vendido como esclavo?

—No —respondió el viejo—; pero no tiene nada de extraño, porque el fellar que me había comprado a los tuaregs no me dejaba salir de casa ni hablar con nadie.

—¿Y que hacías allí?

—Moler trigo todo el día.

—¡Pobre Tasili! ¿Te han maltratado?

—De palabra y de obra —respondió el viejo esforzándose por sonreír.

—¡Si llego a conocer a ese hombre, le romperé la crisma! —dijo Rocco indignado—. ¡Tratar de ese modo a un pobre viejo!

—Amigos —añadió el marqués—, festejemos este dichoso día con nuestras últimas botellas. Vos, Ben, habéis recobrado a Tasili, y yo ya conozco el paradero del coronel Flatters. ¡Rocco, encárgate de la cocina!

—¡Haré verdaderos milagros, señor marqués! —replicó el coloso, muy alegre ante la perspectiva de una buena cena adicionada con botellas.

Mientras el bravo Rocco, ayudado por Ester, hacía todos los preparativos necesarios, el marqués y Ben condujeron a Tasili bajo la tienda para hablar con él sin testigos.

—¿Has podido ver de nuevo la casa habitada por mi padre? —le preguntó Ben.

—Sí: un día, aprovechando la ausencia de mi amo, pude ir a visitarla.

—¿Está aún deshabitada?

—Sí, porque antes de salir de Tombuctu para comunicaros la muerte de vuestro padre, la dejé casi en ruinas.

—¿El tesoro seguirá escondido?

—Indudablemente: lo he encerrado en una caja de hierro en el fondo del pozo del jardín y a muchos metros de profundidad, y después lo he cubierto de arena.

—¿Es considerable? —preguntó el marqués.

Tasili guardó silencio; miró con desconfianza al marqués, y luego a Ben.

—Puedes hablar con entera libertad —dijo éste— no tengo secretos para el señor marqués.

—Vuestro padre ha acumulado quinientas libras en polvo de oro, y muchas piedras preciosas.

—¡Se hace fortuna pronto en Tombuctu! —dijo el corso riendo.

—Empleó cerca de veinte años en reunir esa riqueza —replicó Tasili.

—Pues admiro vuestra fidelidad; otro, en lugar vuestro, se hubiera apoderado del tesoro y hubiera huido con él.

—Tasili es un modelo de fidelidad —dijo Ben.

El viejo sonrió sin responder.

—¿Cuándo partimos, señor marqués? —preguntó el judío.

—Esta noche. ¡Estoy impaciente por llegar a Tombuctu y ver al coronel! ¡Lástima que esté solo! ¡Es extraño que los tuaregs le hayan conservado la vida!

—Porque los demás habrán muerto en la refriega.

—¡Ah! ¡Si pudiera descubrir también a los asesinos de los expedicionarios!

—Podéis daros por satisfecho con salvar al coronel.

En aquel momento la voz de Rocco interrumpió la conversación.

—¡La comida está en la mesa! ¡No falta en ella ni siquiera el Burdeos!

El coloso y Ester habían hecho verdaderas maravillas culinarias: arroz con leche, cordero asado, una avutarda en salsa verde, dátiles frescos, frutas secas y naranjas de Marsala.

—¡Diablo! —exclamó el marqués—. ¡Cuánto lujo! ¡Es una comida digna de Lúculo!

—¡Qué comería con mucho gusto si estuviera vivo! —añadió Rocco—. ¡Pero, afortunadamente no vendrá a disputárnosla!

Las primeras horas de la noche las pasaron los viajeros de una manera verdaderamente deliciosa.

A las once todos los camellos estaban dispuestos para el viaje.

El marqués y Ben se colocaron a vanguardia montando en dos maharis, media hora después la caravana se alejaba del oasis para internarse de nuevo en el desierto.

A las doce de la mañana del día siguiente los alminares de la ciudad y las cúpulas de las mezquitas, doradas por el Sol, se dibujaban con claridad en el horizonte arenoso.

—No hay que hablar ahora más que árabe —dijo Ben al marqués—, si se os escapa alguna palabra francesa o italiana, estamos perdidos.

—No temáis, hablaré el árabe como un verdadero argelino, y diré mis oraciones como el más fanático musulmán.

Después de atravesar las murallas en buen orden, la caravana hizo su entrada en Tombuctu por la puerta del Norte. Los kisuris, armados con largos fusiles de chispa y yataganes que les daban un aspecto muy marcial, después de haber interrogado a los viajeros sobre su procedencia y da haber comprobado que los camellos iban cargados de mercancías, les dejaron proseguir su camino, creyéndolos mercaderes marroquíes.

No hay que decir que los dos europeos y los dos judíos experimentaron al entrar en la ciudad una viva emoción. La menor sospecha sobre su verdadero origen podía perderlos definitivamente.

—¿Adónde vamos? —preguntó el marqués a El-Haggar cuando atravesaron la puerta.

—Aquí hay alojamientos para las caravanas —dijo éste.

—Iremos a acampar en el jardín de mi antiguo amo —añadió Tasili—. La casa está en ruinas, cierto es, pero algunas piezas son habitables todavía.

—¡Sí; vamos a casa de mi padre —añadió Ben—; tengo ganas de verla!

—Y, además, allí está el tesoro —dijo en voz baja Tasili.

Atravesaron varias calles abriéndose paso con mucha dificultad por entre la multitud, y guiados por el viejo se dirigieron hacia la parte sur de la ciudad, la cual era poco frecuentada, y hasta estaba casi derruida a consecuencia del asalto de los tidianos, que tuvo lugar en el año de 1885.

Por todas partes se veían ruinas, cabañas desiertas con los techos hundidos y jardines incultos.

Al cabo de un rato el viejo judío se detuvo delante de una casa de forma cuadrada, coronada por tres cúpulas y construida con ladrillos.

Parte del techo se había hundido, y las paredes mostraban enormes grietas. Detrás de la casa se extendía un jardín inculto lleno de maleza y sombreado por un grupo de palmeras. El jardín estaba rodeado de una tapia todavía en buen estado de solidez.

—¿Es ésta la casa de mi padre? —preguntó Ben con bastante emoción.

—Esta es —respondió Tasili.

—¿Y eres tú el que la ha puesto en este estado?

—Sí; para impedir que la habitasen durante mi ausencia.

—¡Hiciste bien, Tasili!

Instalaron los camellos en el jardín, que era bastante amplio, y luego el marqués, Ester, Ben y Tasili visitaron las habitaciones.

Como todas las casas de Tombuctu pertenecientes a personas acomodadas, la morada del padre de los hermanos tenía un patio interior y una fuente en el centro de él.

Las estancias, en número de cuatro, todavía podían ser habitadas, aun cuando las hubiesen invadido verdaderas legiones de arañas y de escorpiones.

—Podemos alojamos aquí. Por otra parte, nuestra estancia no será larga.

—Desenterrado el tesoro y libertado el coronel, nos iremos en el acto —dijo el marqués—, ¡vamos a ver el pozo!

—Hay que evitar que los beduinos y sus compañeros conozcan nuestro secreto —dijo el prudente servidor—; serían capaces de cometer todos los crímenes por apoderarse del tesoro.

—Desenterremos el tesoro de noche y cuando esas gentes estén fuera de la casa.

El pozo donde Tasili había enterrado las riquezas del difunto judío se encontraba en el centro del jardín, entre cuatro magníficas palmeras, y sólo medía dos metros de circunferencia. Las arenas le cegaban de tal modo, que sobresalían varios pies sobre el nivel del suelo.

—¿Hay que cavar mucho? —preguntó el marqués.

—Cerca de diez metros —respondió el viejo servidor.

—Pues el trabajo será rudo.

—¡Cierto que la fatiga será espléndidamente recompensada! ¿En cuanto estimáis el valor de las riquezas encerradas dentro de la caja?

—En veinte millones de francos, señor.

—Amigo Ben, la herencia valía la pena de atravesar el desierto; pero hay que buscar otro camino para volver a Marruecos.

—En eso mismo pensaba yo —respondió el judío—. Sería exponerse a demasiados peligros con semejante riqueza.

—¿Queréis que os dé un consejo?

—Hablad.

—Descenderemos por el Niger hasta Akasa. No faltan barcas en el río; compraremos una, y nos iremos en ella.

—Y vendréis con nosotros; ¿no es cierto, marqués? —preguntó Ben mirándole fijamente y sonriendo con malicia.

—Sí —respondió el marqués que había comprendido la intención—, con vos y con vuestra hermana.

—Estas riquezas no me pertenecen a mí solo —replicó Ben—, yo tendré mi parte; vos, la de mi hermana. ¿Os parece bien, marqués?

—No hablemos más de eso por ahora.

Ben estrecho con emoción la mano que el marqués la había tendido.

—Que este proyecto se realice —dijo—, y seré el más feliz de los hombres, y mi hermana, la más dichosa de las mujeres.

—¡La amo con toda mi alma! ¡Es el Destino quien me la ha hecho encontrar!

—¡Pues que el destino se cumpla! —agregó Ben con voz solemne.