LA REINA DE LAS ARENAS
Mientras el marqués y sus dos compañeros preparaban el campamento, El-Haggar y El-Melah galopaban hacia el Sur para atravesar el último límite del desierto que los separaba de la ciudad.
Aquel sitio no se podía llamar verdadero desierto, porque, aun cuando el suelo estuviese todavía cubierto de dunas arenosas, algún grupo de palmeras se veía de trecho en trecho, y hasta varios aduares mostraban sus tiendas en las lejanías. Pequeñas caravanas cargadas especialmente de sal, artículo muy buscado en Tombuctu, desfilaban por entre las dunas, algunas en dirección de la ciudad, y otras hacia las aldeas del Níger.
El-Haggar y El-Melah marchaban sin hablar, con los ojos fijos hacia el Sur para tratar de descubrir a los tuaregs, que habían salido del oasis una hora antes que ellos, y que no se veían por ninguna parte.
—Parece que tienen mucha prisa por llegar a la ciudad —dijo El-Haggar al cabo de algún tiempo—. Esa premura me parece muy sospechosa.
El-Melah seguía taciturno.
—¿Qué dices de esto? Tú conoces a esas gentes, y hasta eres amigo del jefe.
—¡Amigo no! —dijo el sahariense casi con desprecio.
—Pero, en fin, los conoces, y puedes saber qué clase de hombres son.
—Lo ignoro.
—No serán menos ladrones que los otros.
—Nunca los he visto robar.
—¿Ni asesinar tampoco? —preguntó el guía con acento irónico.
—Tampoco.
—¿Cuánto tiempo estuviste preso en su tribu?
—Algunos días —respondió El-Melah con impaciencia.
—Entonces, se comprende: en pocos días nadie habrá caído en sus manos. A ti te dijeron que iban hacia el Norte cuando se alejaron de los pozos del Marabut; ¿no es cierto?
—Me parece que dijeron eso.
—¿Y por qué han cambiado de opinión? Es lo que quisiera saber.
—No estoy dentro del cerebro de Amr-el-Bekr.
—¿Así se llama el jefe?
—Sí.
—¡No lo olvidaré!
El-Melah se encogió de hombros sin contestar.
Prosiguieron su camino durante una hora más, sin que los maharis refrenaran su carrera. Después El-Melah, que empezaba a dar señales de inquietud, preguntó a su compañero:
—¿Son todos kafires esos hombres blancos?
—Lo supongo —respondió el guía.
—¿Y se atreven a ir a Tombuctu?
—Ya sabes que no son cobardes.
—Sí, ya lo he visto.
Estuvo callado otros dos o tres minutos, y luego preguntó con voz casi amenazadora:
—El francés ama a la judía; ¿no es cierto?
—Así parece —respondió El-Haggar—. ¿Lo sientes?
—¿Por qué?
—Porque me lo has preguntado de tal modo…
—¡Esa judía es la mujer más hermosa que he visto en mi vida! —continuó El-Melah como hablando para sí—. El Sultán la pagaría a buen precio si alguien se la ofreciese como esclava.
—Pero no es esclava —dijo El-Haggar mirándole con desconfianza.
—Lo sé.
—Pues entonces…
El-Melah miró a su vez al guía como si quisiera leer en el fondo de su pensamiento, y después dijo sonriendo siniestramente:
—Quiero decir que Tombuctu podría ser peligrosa para la judía: es demasiado bella.
—Pues velaremos por su seguridad.
El sahariense hizo con la cabeza una señal afirmativa y espoleó al mahari.
Hacia la puesta del sol, después de una caminata de ocho horas, El-Haggar y su compañero vieron surgir sobre el enrojecido horizonte una línea de imponentes alminares que se destacaban vivamente sobre el azul purísimo del cielo del desierto.
Cualquiera hubiese podido presumir que se trataba de un fenómeno de espejismo, no pudiendo creer que hubiera una ciudad en medio de aquella llanura de arena; pero El-Haggar y su compañero no se dejaron engañar.
Tombuctu, la reina de la arenas del Sahara, la ciudad misteriosa cuya existencia había sido puesta en duda durante tantos siglos en Europa, estaba delante de ellos, a menos de cuatro millas.
—¡Ya llegamos! —dijo El-Haggar—. Una última galopada, y entraremos.
Aunque perdida más allá del desierto, hay en ella lindísimas arcadas muy semejantes a las de Granada, y el espléndido palacio del Sultán es una verdadera maravilla. Todavía sigue siendo un depósito comercial de gran importancia, que recibe la visita de las caravanas de Marruecos, de Argelia, de Túnez y de Trípoli que llevan sus mercancías a los Estados del África central.
A pesar de ocupar en la actualidad una extensión inmensa, no cuenta más que con veinte mil habitantes. Sus siete mezquitas, sus antiguas torres y sus fuertes murallas permanecen en pie, atestiguando el antiguo esplendor de la ciudad.
Excusado es decir que en esta ciudad imperaba hasta hace pocos años el fanatismo más feroz. Ningún infiel podía entrar en ella, bajo pena de muerte, y ningún europeo podía residir dentro de sus muros.
El-Haggar y El-Melah, después de haber atravesado los enormes cúmulos de ruinas que forman verdaderas colinas en tomo de la ciudad, entraron a través de las derruidas murallas. Comenzaba a anochecer, y en el aire se extinguían los últimos gritos del muecín, que desde lo alto de los alminares y con el rostro vuelto hacía Oriente lanzaba la oración de la noche:
—¡No hay más Dios que Dios!…
Después de un breve interrogatorio por parte de la guardia del Sultán encargada de vigilar y de impedir la entrada en la ciudad a cualquier infiel, se dirigieron hacia un caravanserail, especie de vasto cobertizo destinado a los conductores de las caravanas, y donde podían encontrar un pésimo albergue mediante una moneda de cobre.
—Mañana nos dedicaremos a nuestros asuntos —dijo El-Haggar descendiendo del mahari.
Ya se disponían a preparar la cena, cuando vieron entrar a algunos tuaregs que debían de haber llegado entonces a Tombuctu.
Al verlos El-Haggar no pudo por menos de arrugar el entrecejo, pues había reconocido entre ellos al jefe que encontraron en los pozos del Marabut.
—Deben de habernos seguido —dijo.
—No te cuides de ellos —respondió el sahariense—; probablemente ni siquiera piensan en nosotros.
—Estaría más satisfecho si no los hubiese visto.
Amr-el-Bekr parecía no haber puesto la menor atención en los dos viajeros. Se retiró a un ángulo apartado del cobertizo, acompañado por los cuatro hombres que le seguían, y después de haber descargado a los maharis, todos se tendieron en el suelo y fingieron dormir.
El-Haggar y El-Melah prepararon la cena, dieron de comer a los animales, luego se echaron en dos lechos, y trataron de imitar a los tuaregs. El guía, que estaba rendido del viaje, no tardó en roncar ruidosamente.
El-Melah, en cambio, velaba. De vez en cuando se incorporaba para cerciorarse de que su compañero dormía, y luego, cuando el momento le pareció favorable, dejó el lecho sin hacer ruido, y se deslizó hacia el sitio ocupado por los tuaregs.
Todavía no había llegado a él, cuando vio levantarse a un hombre.
—¿Eres tú, Amr? —preguntó El-Melah.
—Sí, soy yo —respondió el jefe de los tuaregs—. Te aguardaba. ¿Dónde están los infieles?
—Se quedaron en el oasis.
—¿Sospechan algo?
—No; por lo menos hasta ahora.
—¿Tienes algo que decirme?
—¿Sabes por qué el hombre blanco que te ha amenazado ha llegado hasta aquí?
—No.
—Para buscar al coronel Flatters.
Una ronca blasfemia salió de los labios del bandido.
—¿Sabe que hemos sido nosotros? —preguntó.
—¡Silencio, Amr! —dijo El-Melah poniéndole la mano sobre la boca.
—¡Ese hombre es peligroso para nosotros!
—Puede llegar a serlo, porque es francés.
—¿Un francés? —exclamó el tuareg apretando los dientes con rabia—, ¡si lo hubiera sabido antes le habría matado en el desierto!
—Y habrías perdido el premio que concede el Sultán al que le entregue un kafir.
—¿Y tú vienes…?
—Sí, Amr; vengo a ofrecerte su captura. Para ti, los hombres, y la mujer para mí.
—¡Ah! ¿Va una mujer con ellos?
—¡Y hermosa como una hurí del paraíso de Mahoma!
—¿Qué pretendes hacer de ella?
—Robársela al francés para venderla al Sultán.
—¡Eres listo para ser argelino, El-Abiod!
—¡Calla! Aquí me llamo El-Melah.
—¿Has cambiado de nombre?
—Y hasta de piel. Si los franceses supieran que a mí se debe la matanza de la expedición, no estaría ya en este mundo.
—¿Cuándo vendrá el francés?
—Dentro de una semana; yo me encargó de conducirle.
—Te aguardaré —respondió el tuareg—. ¿Cuántos son los kafires?
—Dos europeos y un judío.
—El Sultán pagará a buen precio los dos primeros, porque tiene necesidad de esclavos de piel blanca. En cuanto al judío, le hará quemar como a una bestia dañina.
—¿No le dirás que es hermano de la joven? —dijo El-Melah.
—Me contentaré con embolsarme el precio de la venta.
—La mujer será mía.
—Te la dejo.
—No hay necesidad de que venga presa con los hombres; el Sultán sería capaz de llevársela sin pagármela.
—Ya buscaremos el medio de no prenderla con ellos.
—Ahora dime una cosa.
—Habla.
—¿Han llegado aquí tus compatriotas con tres hombres detenidos en el oasis del Eglif, entre los cuales hay un viejo?
—Me parece haber oído hablar de eso.
—El viejo me es necesario para inducir a los kafires a venir aquí. Si ha sido vendido, cómpralo o róbaselo a su dueño.
—Antes de que pase el día de mañana estará aquí; te lo prometo. Conozco a todos mis compatriotas, y no me será difícil descubrir el paradero del viejo.
—¿Dónde volveré a verte?
—En el mercado de esclavos.
—¡Buena suerte! —dijo El-Melah.
Y dicho esto se deslizó a lo largo de las paredes, volviendo a ocupar su lecho. El-Haggar no había cesado de roncar.
Cuando a la madrugada se despertaron, los tuaregs habían desaparecido.
—¿Se han ido? —preguntó El-Haggar respirando con tranquilidad—. ¡Me alegro; no me agradaba su compañía!
—No te preocupes más de ellos; pensemos en nuestros asuntos.
—Dividámonos la faena; yo me encargaré de averiguar lo que la ha sucedido al coronel.
—Y yo buscaré a ese Tasili que tanto preocupa al judío.
—¿Conoces la ciudad?
—Como si fuera Argel.
—Volveremos a vemos a mediodía para almorzar en este mismo sitio.
—Sí; ¡y ojalá seamos afortunados en nuestras indagaciones!
El-Melah aguardó a que el guía se hubiese alejado, y después, montado en su mahari, se perdió entre la multitud que llenaba los contornos del cobertizo.
En aquellos días Tombuctu había triplicado el número de sus pobladores, a causa de las infinitas caravanas que habían llegado del desierto y de las aldeas del Níger.
Todas las calles estaban llenas de camellos, de dromedarios, de caballos y de asnos cargados con toda suerte de mercancías, conducidos por mercaderes marroquíes, argelinos, tripolitanos, negros de las riberas del Níger, tuaregs del desierto y arrogantes bambaras que, envueltos en amplios kaiks y en inmensos turbantes, parecían verdaderos sultanes en medio de aquella gente.
En todas partes se vendía, entre gritos ensordecedores y un estrépito espantoso, al cual había que añadir el paso continuo de los animales. Los kisuris, los espléndidos soldados del Sultán, se veían verdaderamente apurados para mantener el orden.
Después de haber pasado mil fatigas para abrirse paso entre aquella multitud tumultuosa que se dejaba atropellar sin moverse, El-Melah se dirigió hacia el mercado de los esclavos, el cual se extendía en una vasta plaza resguardada por enormes cobertizos.
Sus amigos los tuaregs no habían llegado aún; pero la plaza estaba ocupada por una multitud no menos compacta que la de las calles.
Negros de todas las razas, bambaras, ribereños del Níger, kartanis Jellanis, hombres viejos y en la flor de su edad, muchachos de ambos sexos, todos desnudos, se acurrucaban bajo los cobertizos, avergonzados de su miserable situación.
Los traficantes los palpaban, los observaban, los hacían correr como si fuesen caballos, para juzgar exactamente sus cualidades. La mayor parte de sus dueños eran tuaregs, los terribles bandoleros que asolan a sangre y fuego los contornos de Tombuctu para proporcionarse esclavos.
El-Melah atravesó todos los cobertizos en busca de su amigo; pero en vano.
Ató al mahari a la sombra de una palmera, se sentó al lado suyo, encendió la pipa, y se decidió a esperar pacientemente.
No había recorrido aún el sol la mitad de su carrera, cuando vio llegar a Amr seguido por un viejo de sesenta años, de elevada estatura, y todavía robusto a pesar de su edad. Le arrastraba en pos de sí con una cuerda atada a las muñecas y llenándole de insultos.
—¡Anda, perro, hijo de Satanás! —gritaba el bandolero—. ¡Acabo de comprarte, y me perteneces, viejo imbécil!
Al ver a El-Melah se le acercó diciéndole:
—¿Es éste el hombre que buscabas?
—No lo sé —replicó el sahariense—; pero ahora lo sabremos.
Examinó atentamente al viejo, y luego le dijo:
—Eres el esclavo de Ben Nartico; el hermano de Ester; ¿no es cierto?
Al oír estos nombres el esclavo se estremeció y miró al joven con estupor.
—¿No eres Tasili? —continuó el sahariense.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el viejo con voz temblorosa.
—¡Es él! —dijo el tuareg—. Me han dicho que este hombre se llama Tasili, y que fue capturado en el oasis del Eglif.
—Es cierto —afirmó el tal Tasili.
El-Melah le desató diciéndole:
—Estás en libertad, y estoy pronto a conducirte al lado de tus amos.
—¿De veras? —exclamó el viejo, dominado por la mayor emoción.
—Sí —replicó El-Melah.
—¿Y cuando podré verlos?
—Mañana.
Hizo una seña de despedida a Amr, diciéndole en dialecto del Sahara:
—En el mercado, dentro de dos días.
—Te aguardo —respondió el tuareg desplegando una sonrisa de complicidad.
El-Melah y Tasili atravesaron las calles conduciendo por la brida al mahari, y llegaron al cobertizo en el momento en que entraba también El-Haggar.
—¿Es éste el viejo? —le preguntó el guía.
—Sí: ya ves que no he perdido el tiempo. Y tú, ¿qué has sabido del coronel?
—Nada, hasta ahora.
—Pues bien; yo he encontrado a Tasili, y, además he sabido que el coronel Flatters se encuentra entre los esclavos del Sultán.
—¡Eres un hombre maravilloso! —exclamó El-Haggar.
—Y aún no es eso todo —prosiguió El-Melah—. También he sabido que los tuaregs que nos seguían han continuado su viaje hacia Serajanco, más allá del Níger, donde se encuentra su aduar.
—Entonces nuestra misión ha concluido.
—Podemos volver en busca del señor marqués. ¿Tienes dinero?
—El amo me ha dado polvo de oro.
—Pues vamos a comprar un mahari para este viejo, y partiremos en seguida. Antes de la puesta del sol estaremos en el oasis.