CAPÍTULO V

LOS «TUAREGS» DEL MARABUT

La caravana descansó dos días en el oasis del Eglif para reponerse de las largas fatigas soportadas en aquella penosa travesía y para completar las provisiones de agua, por ser muy escasos los pozos en la región meridional del Sahara.

El marqués y Ester tuvieron la fortuna de aumentar las provisiones sólidas, pues habían sorprendido a un avestruz y a un antílope en los contornos del oasis.

Al tercer día el marqués daba la orden de marcha, ansioso por atravesar la segunda mitad del desierto y llegar a Tombuctu, la opulenta Reina de las Arenas.

Una marcha de siete días los condujo sin incidentes a los pozos de Amul-Taf, donde encontraron algunas familias saharienses que se dedicaban a la cría de camellos corredores, oficio muy lucrativo. Estos ganaderos son legión en el Sahara meridional, y ocupan los oasis más importantes.

Todos ellos son ricos y poseen variedad de razas de maharis y también de ájemeles; pero dan la preferencia a los primeros, vendiéndolos a precios muy elevados en los mercados de Kabra, de Tombuctu y de El-Mabruk.

El marqués y sus compañeros se entretuvieron un día entre aquellos ganaderos hospitalarios, bien diferentes de los tuaregs, dejando en su compañía al negro recogido en el Eglif, que se negó a acompañarlos a Tombuctu a causa de su extremada debilidad.

Sucesivamente fueron llegando a los pequeños oasis de Trasase, de Grames, y después de una penosa marcha consiguieron entrar en Teneg-el-Hadsk, una de las últimas estaciones del desierto.

Pocas jornadas los separaban ya de la Reina de las Arenas.

La influencia del Níger, el gigantesco río del África occidental, empezaba a dejarse sentir. El aire ya no era tan seco ni tan cálido como en la ardiente arena del desierto, y comenzaban a aparecer en el horizonte céspedes verdes. Después empezaron a encontrar bandadas de pájaros, los cuales se apresuraban a huir velozmente hacia el Sur.

Acá y allá las huellas de las caravanas aumentaban, y se veían muchos esqueletos de camellos y de hombres caídos en la penosa travesía del desierto y casi a la vista de la espléndida ciudad, de la magnífica Reina de las Arenas.

En Teneg-el-Hadsk se juntaron a dos grandes caravanas procedentes de las orillas del Níger, una de las cuales se dirigía a Marruecos con cargamento de plumas y de abalorios, y la otra a Argelia con goma arábiga y polvo de oro de las minas del Congo.

La ocasión era propicia para obtener noticias acerca de la suerte del infortunado coronel Flatters, pues procediendo aquellas caravanas del Tombuctu, no podían ignorar si los franceses habían sido conducidos a esta ciudad y vendidos al Sultán.

Con verdadero asombro, el marqués experimentó una amarga decepción.

¡El coronel Flatters! Ninguno de ellos había oído hablar de él, ni ninguno sabía que los tuaregs le hubiesen conducido a Tombuctu.

—¿Qué te parece esto, Ben? —preguntó el marqués después de haber interrogado inútilmente a todos los jefes de las caravanas—. ¿Me habrán engañado acaso? ¿Habrá caído muerto en el desierto el desgraciado coronel?

—No hay que desesperar, señor marqués —replicó el hebreo—. Quizás estos hombres, enteramente ocupados en sus negocios, han dejado de interesarse sobre la suerte del pobre coronel: para ellos, este asunto no tiene interés alguno.

—Y, sin embargo, yo sé que el Gobierno de Argelia había prometido un premio al jefe de cualquier caravana que hubiese podido facilitar noticias sobre la expedición —dijo el marqués.

—Cuando lleguemos a Tombuctu podremos saber la verdad. Si es cierto que el coronel ha sido llevado al palacio del Sultán, alguien le habrá visto entrar en la ciudad con los tuaregs.

—¡Qué desilusión para nosotros si ha sido muerto en el desierto! —exclamó el corso con amargura.

—¿Sentiríais haber hecho este largo viaje inútilmente? —preguntó Ester, que escuchaba el coloquio.

—¡Oh, no! —dijo con viveza el corso mirándola a los ojos—. ¡No, Ester; os lo juro!

La joven comprendió el sentido de sus palabras y sonrió, mientras una llamarada iluminaba sus pupilas.

—¿Lo decís de veras, marqués? —preguntó la hermosa hebrea, en tanto que Ben se alejaba algunos pasos.

—¡Sí, Ester; porque si no hubiera emprendido este viaje, no habría tenido la suerte de conoceros! —replicó el marqués cogiéndole una mano y estrechándola con efusión entre las suyas.

—¡Oh; no, no es posible! —murmuró Ester bajando los ojos—. ¡Sería un sueño demasiado hermoso!

—Ester —dijo el corso con voz grave—, ¿y si ese sueño se realizara? ¿Si yo os amase con toda mi alma?

—¡Vos, marqués, amar a una judía, a una mujer a quién todo el mundo desprecia en Marruecos!

—Córcega es de Francia, y no de Marruecos, Ester. El Destino me ha arrojado en vuestro camino, he aprendido a apreciaros y a admiraros, y creo que ninguna otra mujer podría llegar a ser mejor que vos la única compañera de mi vida.

Después hubo un momento de pausa.

—Ester —dijo por fin el marqués—, ¿queréis aceptar mi mano?

—¡Yo la marquesa de Sartena!

Apenas había pronunciado estas palabras cuando oyó cerca de sí una ronca imprecación.

Se volvió con rapidez, y vio tendido cerca de la tienda a El-Melah. El rostro del sahariense estaba terriblemente contraído.

—¿Qué es lo que tienes El-Melah? —preguntó.

—¿Y qué es lo que haces aquí? —añadió el marqués arrugando el ceño.

—¡Los tuaregs! —respondió el sahariense.

—¿Cuales tuaregs? —replicó el corso.

—¡Los que encontramos en los pozos del Marabut! ¡Ahora están entrando en el oasis!

—¿Acaso nos habrán seguido? —se preguntó con ira el marqués—. La presencia de esos bandidos no me agrada.

—¿Suponéis que se atrevan a asaltamos entre tanta gente? —dijo Ester.

—¡Oh, no! De seguro, porque los marroquíes y los argelinos se unirían a nosotros para rechazar el ataque. Aquí estamos como entre compatriotas.

—Quizás vayan también a Tombuctu. ¿Qué pensáis de eso, El-Melah?

El sahariense no contestó. Miraba a Ester de un modo extraño, mientras una astuta sonrisa se dibujaba en sus labios.

—¿No me has oído? —preguntó el marqués con impaciencia—. ¿Supones que esos tuaregs se dirigen también hacia Tombuctu?

—¡Ah, sí, lo supongo! —dijo el sahariense completamente abstraído.

—¿Habrán sospechado que somos infieles?

—Lo ignoro, señor.

—Sería peligroso para nosotros. Voy con Ben a cerciorarme de sus intenciones. Tú no abandonarás a Ester durante mi ausencia, y esperarás a la vuelta de los beduinos y de El-Haggar, que han ido en busca de provisiones.

El sahariense hizo un gesto de asentimiento y se tendió en el suelo a cuatro pasos de la joven judía, la cual se había sentado cerca de la tienda a la sombra de una palmera gigantesca. El rostro del joven todavía no se había serenado, ni sus negras pupilas se apartaban de la judía. De cuando en cuando un relámpago brillaba en aquellos ojos negrísimos, mientras sus cejas se fruncían cada vez más.

—Señora —dijo levantándose de pronto—, ¿qué es lo que el marqués va a buscar a Tombuctu?

Ester alzó la cabeza, que tenía apoyada en una mano, y miró con estupor al sahariense.

—¿Por qué me haces esa pregunta? —dijo.

—Os he seguido hasta ahora sin haber conocido claramente vuestros proyectos, y antes de entrar en la ciudad quisiera saber la intención que os guía. La Reina de las Arenas es peligrosa para los infieles: jugáis la vida en ello.

—Vamos en busca del coronel Flatters. Creía que ya lo sabías.

Una sonrisa de burla se dibujó en los labios de El-Melah.

—No merecía la pena de llegar hasta aquí para buscar a un hombre que quizás esté muerto.

—¿Sabes tú algo? —le dijo Ester.

El sahariense movió la cabeza, y después añadió como hablando entre sí:

—¡Dejémosle buscar!

—¿A quién?

—A los franceses.

—No te comprendo, El-Melah.

—Señora, ¿es cierto que el marqués está enamorado de vos?

—Es cierto.

—¿Y vos? —preguntó El-Melah, fijando en el rostro de la judía una mirada aguda como un puñal.

—Eso no te interesa —respondió Ester, cuyo estupor aumentaba.

—Desearía saber si le dejaríais por otro hombre que os ama con mayor vehemencia.

—¡Basta! —dijo la joven levantándose—, ¡el sol del desierto te ha trastornado el cerebro!

—¡Sí; eso debe de ser! —replicó el sahariense con un acento extraño—. ¡El sol del desierto debe haber destruido el cerebro de El-Melah!

Y al decir esto se levantó y dio un par de vueltas en tomo a la tienda. Luego volvió a tenderse, y se cogió la cabeza entre las manos.

—¡Este pobre joven está loco! —dijo Ester.

En aquel momento el marqués volvía con Rocco, El-Haggar y Ben. Los cuatro parecían muy intranquilos.

—¿Qué pasa? —preguntó Ester saliendo a su encuentro.

—Los tuaregs que han pasado por aquí son los mismos que encontramos en los pozos del Marabut —respondió Ben—, van a Tombuctu.

—¿Y a nosotros qué nos importa? En la ciudad hay sitio para todos.

—Pero nosotros quisiéramos conocer por qué razón han vuelto hacia el Sur, cuando parecían ir hacia el Norte —dijo el marqués—. Deben de habernos seguido a larga distancia.

—¿Se han detenido ahora?

—No, Ester; han continuado en dirección a la ciudad —replico Ben.

—¿Y supones que tengan algún siniestro proyecto contra nosotros?

—Todo puede temerse de semejantes gentes —repuso El-Haggar—, si han sospechado que no sois musulmanes, pueden haceros arrestar por la guardia del Sultán, y hasta daros muerte.

—Y, sin embargo, no podemos permanecer más tiempo aquí. Yo no volveré sino cuando tenga la seguridad de que el coronel ha muerto, o se encuentra prisionero del Sultán.

—Y yo hasta que tenga en mi poder la herencia de mi padre —dijo Ben.

—Y encontrado a Tasili —añadió Rocco—. Sin ese hombre no podréis reconquistar el tesoro.

—Escuchadme —dijo en aquel instante El-Haggar—, a mí, como musulmán, no me está prohibida la entrada en la ciudad, y no puede amenazarme en ella el menor peligro. ¿Queréis que yo siga a los tuaregs para tratar de descubrir sus intenciones y para buscar a Tasili? Dentro de tres o cuatro días estaré de vuelta, y entonces resolveréis lo que ha de hacerse.

—¿Y tratarás de saber si el coronel está aún vivo?

—Procuraré averiguarlo: tengo muchos conocimientos en Tombuctu.

—Yo también me iré —dijo El-Melah levantándose.

—¿Quieres partir con El-Haggar? —preguntó el marqués—, tú, que conoces a los tuaregs, puedes saber mejor que nadie lo que van a hacer en Tombuctu.

—Entonces, me marcho —respondió el sahariense con rapidez.

—Os concedemos una semana de tiempo: si al cabo de ella no regresáis, iremos nosotros a la ciudad —dijo el marqués.

—Estamos de acuerdo —respondió El-Haggar.

Los preparativos de viaje fueron rápidos. Montaron en dos maharis, se armaron con fusiles y yataganes, y pusieron en la silla algunas provisiones.

—Antes de que el sol se ponga entraremos en la ciudad —dijo El-Haggar—. Tened paciencia, no abandonéis este oasis. En caso de peligro, El-Melah y yo retomaremos y os refugiaréis en el desierto.

—¡Qué Dios vaya en tu compañía! —respondieron el marqués y Ben.

Soltaron la cuerda a los dos maharis, atravesaron el oasis y, por último, se dirigieron hacia el Sur.

Mientras se alejaban, El-Melah volvía la cabeza, lanzando sobre Ester aquella mirada aguda que empezaba a causar cierto malestar a la judía. Cuando los jinetes desaparecieron en medio de las dunas la joven empezó a tranquilizarse.

—¡Qué hombre tan extraño es ese joven! —murmuró—. ¿Estará loco verdaderamente?

Entretanto el marqués y sus compañeros estaban ocupados en preparar el campamento para instalarse en él del mejor modo posible.

Levantaron las dos tiendas y las aseguraron con fuertes cuerdas; después, con ramas y hojas construyeron una zeriba, destinada a encerrar los camellas y los otros animales, precaución indispensable, dada la gente que ocupaba el oasis, y aguardaba el momento oportuno para ponerse en marcha hacia el Norte.

—Ahora armémonos de paciencia y esperemos —dijo el marqués cuando el campamento estuvo dispuesto—. Estoy seguro de que El-Haggar retomará, y quizás venga acompañado de Tasili.

—Esperemos —repuso Ben—. En todo caso, si no vuelve yo estoy dispuesto a ir a Tombuctu.

—Y yo también —respondió el marqués—, ¿y tú, Rocco?

—¡Por Baco! —dijo el coloso—, ¡si lo deseáis, iré a coger por el cuello al Sultán, y le tendremos como rehén hasta que hayamos encontrado al coronel y a Tasili!