EL ATAQUE DE LOS «TUAREGS»
Viendo volver a escape al marqués y a Ben en un solo caballo, Rocco y Ester corrieron en su auxilio, temiendo que el animal, rendido por el doble peso y por el cansancio, se dejase alcanzar por los tuaregs.
—¿Venís herido, marqués? —preguntó Ester con voz alterada.
—¡No; esos bribones son malos tiradores! ¡Tranquilizaos!
—Señor marqués —dijo El-Haggar acercándose—, ¿qué ordenáis que se haga?
—¡Continuar la retirada!
—Los tuaregs amenazan con echársenos encima. Si nos rodean la resistencia sería difícil.
—Pues detengámonos aquí, y hagámosles algunas descargas. Somos ocho y tenemos buenas armas.
—Haz que se arrodillen los animales detrás de aquella duna —añadió el marqués dirigiéndose a El-Haggar—, intentaremos detener a esa canalla.
Una montaña de arena semejante a una ola, formada, seguramente por el simoun, se extendía en una longitud de cien metros.
Constituía un excelente bastión contra los proyectiles.
Después de haber hecho tender a los camellos, el marqués hizo ocupar a todos la cresta de la duna, recomendándoles que no hicieran fuego hasta que él diese la orden.
Creyendo que la caravana había continuado su marcha, los bandidos avanzaban al galope, presentando un magnífico blanco.
Cuando se encontraron a cincuenta pasos, el marqués gritó:
—¡Fuego!
Cuatro maharis y tres hombres cayeron a derecha e izquierda, produciéndose en la columna una verdadera confusión.
Algunos tuaregs espantados, se desbandaron rugiendo y disparando las armas al azar.
Al ver un bandido que estaba desmontado a pocos pasos de él, Rocco se le echó encima empuñando la carabina por el cañón.
—¡Muere, perro! —gritó.
Pero el tuareg, ágil como un mono, esquivó el golpe y a su vez se lanzó sobre el coloso con el yatagán en alto.
—¡Cuidado, Rocco! —le advirtió el marqués.
—¡Nada temáis! —replicó el hércules.
El bandido, que era también un hombre robusto, descargó el golpe, diciendo:
—¡Toma, kafir!
El coloso le dejó acercarse, y luego, dando un salto repentino, se abrazó a su adversario, le levantó como una pluma, y le arrojó al suelo violentamente.
Al ver esta escena, y oír el ruido de otra descarga disparada por los enemigos, los otros emprendieron la retirada en desorden para ponerse a cubierto de las balas.
—¡Alto el fuego! —ordenó el marqués—, ¡si vuelven después de esta lección, les haremos cara!
—¡Apresurémonos a llegar al Eglif! —dijo El-Haggar.
Los tuaregs habían desaparecido: solamente a gran distancia se veían algunos, desmontados, esconderse detrás de las dunas.
Rocco y Ben se apoderaron de dos maharis que se habían acurrucado cerca de sus difuntos amos. Ambos animales fueron reunidos con los otros que componían el resto de la caravana, la cual se puso presurosamente en marcha.
La noche les sorprendió a veinte millas de Eglif, pues habían hecho toda la jornada sin detenerse más que dos momentos.
No considerándose todavía seguros, se detuvieron pocas horas, y volvieron a partir después de media noche, a pesar del cansancio de los camellos.
A las cuatro de la mañana la caravana, que iba precedida por El-Haggar y el marqués, montados sobre los dos maharis cogidos a los tuaregs, descubría algunos grupos de palmeras.
—¡Eglif! —dijo el guía.
—¿Ves elevarse humo entre aquellas plantas? —preguntó el marqués.
—No.
—Y, sin embargo, allá abajo debe de encontrarse Tasili, el criado de Ben.
—No descubro tienda alguna entre las palmeras.
—Acaso se haya cansado de esperar y partido hacia el Sur.
—Puede haber ido a Amul-Taf —dijo El-Haggar.
—¿Otro oasis?
—Sí; a dos jornadas de marcha, y mejor que éste.
En aquel momento Ben se acerco a ellos.
—Tengo una noticia desagradable que daros —dijo el marqués—, en el oasis no se ve ninguna tienda.
—Acaso Tasili acampe en otro sitio.
—Pues hagámosle una señal.
El marqués levantó la carabina y disparó al aire.
Esperaron algunos momentos; pero en vano: nadie apareció en el oasis.
—¿Habrá sido asesinado por los tuaregs? —preguntó Ben palideciendo.
—Vamos a ver —dijo El-Haggar—, si ha sido asaltado por los tuaregs, hallaremos las huellas.
En pocos minutos se encontraron en las márgenes del oasis.
Era mucho más pequeño que el del Marabut pues sólo se componía de algunas palmeras y un pozo que se encontraba en el centro rodeado por higueras chumbas.
Precisamente cerca de aquellas plantas encontraron los viajeros las huellas que buscaban.
En el suelo yacía una tienda desgarrada, odres destrozados, una lanza rota de los tuaregs, y el esqueleto de un asno.
—Los tuaregs han estado aquí y se han llevado a vuestro servidor —dijo El-Haggar al hebreo.
—¡Sí, no hay duda! ¡Esos malditos le han asaltado!
—¿Adónde le habrán conducido? —preguntó el marqués.
—Veo muchas huellas aquí: ¡sigámoslas!
Atravesaron el oasis, y en la arena del desierto vieron todavía muchísimas huellas de camellos que se dirigían hacia el Sur.
—Acaso le hayan conducido a Tombuctu —replicó El-Haggar—. Estas huellas, que el simoun no ha borrado, se prolongan hacia el Mediodía.
—¿Iba acompañado de una escolta ese Tasili? —preguntó el marqués.
—Sí; de tres saharienses de Talbelbalet —respondió Ben.
—¿Fieles?
—Así lo creo.
—¿Acostumbran los tuaregs a hacer prisioneros?
—Sí —dijo El-Haggar—; y los venden como esclavos en Tombuctu.
—Entonces, no hay que perder la esperanza de encontrar a Tasili. ¿Qué os parece, Ben?
El judío no respondió. Había subido sobre una duna y miraba fijamente hacia el Sur. ¿Qué miraba con tanto interés?
—¿Qué miráis, amigo Ben? —le preguntó el marqués.
—Me pareció haber visto un hombre deslizarse por entre las dunas y luego esconderse.
—¿Algún tuareg quizás?
—No; me pareció un negro medio desnudo.
—¡Pues vamos a descubrirle! —dijo el marqués montando de nuevo en el mahari.
Sus compañeros le imitaron, lanzándose todos entre las dunas. Aun no habían recorrido quinientos pasos, cuando pudieron ver un ser humano espantosamente flaco, con la piel negra y acartonada, malamente cubierta con un pedazo de estera, y que huía como un gamo a través de las arenas.
—¡Eh! ¡Detente, o hago fuego! —gritó el marqués en árabe—, ¡nada temas! ¡Nosotros no somos tuaregs!
Al oír aquellas palabras, el negro se detuvo en la cima de una duna, fijó en los viajeros sus ojos que parecían de porcelana, y alzó los descamados brazos como para implorar gracia.
—¿Quién eres? —le preguntó el marqués acercándose a él.
—¡No me matéis! —exclamó el desgraciado con voz temblorosa.
—Nosotros no hacemos ningún daño a las personas honradas. ¿Por qué has huido?
—Suponía que erais tuaregs.
—¿Estás solo?
—Solo; sí, señor: los otros has sido hechos prisioneros por los ladrones del desierto.
—Acaso sea uno de los acompañantes de Tasili —dijo Ben al marqués.
—¡Tasili! —replicó maravillado el negro—, ¿le conocéis?
—Hemos venido en su busca.
—¿Luego, entonces, sois las personas a quienes él aguardaba?
—¿Estabas tú con Tasili? —exclamó Ben.
—Sí, señor.
—¿Se han apoderado de él los tuaregs?
—Cierto; y se le llevaron hacia Tombuctu, en unión de dos compañeros míos, para venderlos como esclavos.
—¿Cuándo fuisteis sorprendidos?
—Hace tres semanas, hacia el anochecer. Los tuaregs, que eran unos veinte, se nos echaron encima cuando preparábamos la cena. Yo pude huir; pero Tasili y mis dos compañeros fueron atados, y se los llevaron en sus camellos. Habiéndome acercado por la noche con mucha cautela al campamento de los tuaregs, por unas palabras que oí pude deducir que iban a Tombuctu y que pensaban vender a los prisioneros en aquel mercado.
—¡Pobre Tasili! —exclamó Ben con dolor—, ¡pero no importa; nosotros le encontraremos!
—Sí, Ben —dijo el marqués—; y, además, es necesario que habléis con él. Volvamos al oasis para dar comida a este desgraciado, que parece un moribundo.
—Tres semanas hace ya que sólo vivo de dátiles, y hasta ese alimento se me ha concluido hace cuatro días.
Cuando retomaron al oasis la caravana estaba ya reunida, y los beduinos acababan de levantar las tiendas alrededor del pozo.