CAPÍTULO III

UN COLOQUIO MISTERIOSO

Los tuaregs, que se preparaban ya a cargar sobre los viajeros, al oír aquellas palabras habían vuelto a alzar las lanzas, fijando sus miradas en El-Melah.

Un grito de sorpresa y hasta de júbilo salió al punto de los labios del jefe.

—¡Ah! ¡El argelino!

—¡Sí, soy yo, Amr! —replicó El-Melah—, y estos son amigos míos, que no desean más que vivir en paz con vosotros.

Atravesó el espacio que le separaba del jefe de los tuaregs, y acercándose a él, le dijo:

—¡Deja a esos hombres tranquilos! ¡Nada perderás con ello!

—¿Quiénes son?

—Franceses.

Un relámpago feroz brilló en los ojos del jefe.

—¿Compatriotas de los otros, de aquellos que hemos acuchillado al sur de Argelia?

—¡Silencio Amr!

—¿Adónde van?

—A Tombuctu.

—¿Por qué motivo?

—No lo sé. ¡Te advierto que son excelentes tiradores!

—¿Por qué te has unido a ellos?

—Me han salvado.

—¡Ah! ¿Y les tienes gratitud? —dijo el bandido en tono de burla.

—Por ahora, sí —respondió El-Melah.

—Ve a decirles que la paz reinará entre nosotros.

—¿Quieres encontrar un buen botín?

—¿Adónde?

—Ve hacia el Norte: a cuatro jornadas de aquí ha sido destruida una caravana, y todavía puedes encontrar armas y vestidos.

—¿Quién la ha asaltado?

—El canalla de Korcol.

—¿Por qué le llamas canalla? —preguntó el bandido.

—Porque después de haberle informado del paso de la caravana, trató de deshacerse de mí enterrándome en la arena: sin el auxilio de esos hombres, hubiera muerto de sed.

—¡Vaya un agradecimiento! ¿Dónde te encontraré?

—Te espero en Tombuctu.

—Os seguiré de lejos. ¡Cuidado con engañarme!

—¡La sangre de los franceses nos une! ¡Adiós, Amr-el-Bekr!

El-Melah retomó hacia sus salvadores, diciéndoles al llegar:

—La paz está concluida: los tuaregs nos dejarán tranquilos.

—¿Y cómo conoces tú a esos bandidos? —preguntó el marqués mirándole con desconfianza.

—Ese jefe me debe la vida; le libré de un león que iba a devorarle.

—Entonces, ¿por qué sus compatriotas te enterraron en la arena?

—No eran de la misma tribu.

—¿Piden algo por alejarse del oasis?

—Nada.

—Yo tampoco habría accedido a ninguna imposición.

—¡Vayamos a los pozos! —dijo Ben—. ¡Me estoy muriendo de sed!

Mientras se internaban en el oasis, los tuaregs, montados en sus maharis, salían por la parte opuesta con dirección al Este.

Eran unos cuarenta, con algunas mujeres que iban en camellos cargados con tiendas.

El oasis no tenía mucha extensión. El terreno, aunque arenoso, como estaba regado, ofrecía una vegetación abundante, compuesta de higueras chumbas, de seguí y de alfeh, hierbas duras y amargas que hasta los propios camellos rechazan.

Tampoco faltaban palmeras, ya cargadas de sabrosos racimos.

En el oasis no se veían animales peligrosos; pero, en cambio, abundaban los pájaros, que revoloteaban en la cima de las palmeras.

El marqués y sus compañeros, atravesando rápidamente aquel minúsculo paraíso, donde se respiraba una frescura deliciosa, llegaron a los pozos excavados casi en el centro del oasis, y que aún tenían agua fresca y abundante.

—¡Ah! —exclamaba Rocco bebiendo con ansia—. ¡No hay licor comparable al agua pura!

Calmada la sed, abrevaron a los camellos, maharis y caballos. Enseguida levantaron las tiendas, pues habían decidido detenerse un par de días en aquel pequeño edén.

Por desgracia, tal felicidad no debía durar mucho. Cuatro horas haría que reposaban cuando vieron a Rocco que volvía de la parte norte del oasis corriendo como un gamo.

—¡Arriba, y empuñad las armas! —gritó precipitándose hacia la tienda—. ¡Los bandidos se acercan!

—¿Quiénes? ¿Los que acaban de alejarse? —exclamó el marqués.

—No deben de ser ésos, porque vienen por el Noroeste.

—Acaso sean los que nos han perseguido antes —dijo El-Haggar muy alarmado.

—Quizás; pero ahora llegan en mayor número: lo menos son treinta.

—¡Pues entonces, huyamos! —se apresuró a decir El-Haggar.

—¿Y por dónde?

—¡Buscaremos un refugio en el oasis del Eglif! ¡Antes de veinticuatro horas podemos estar en él!

—Y allí encontraremos a mi fiel Tasili —añadió Ben—, que seguramente no estará solo.

—Haced la provisión de agua, y ordenad la caravana —dijo el marqués—. Nosotros vamos a detener todo lo posible la marcha de esos bandidos: me acompañarán Ben y Rocco.

—¿Y yo? —preguntó Ester.

—Vos iréis con El-Haggar, y tomaréis el mando de la caravana.

Montó en el caballo y salió a escape, seguido por sus dos compañeros.

Los bandidos avanzaban con precaución, escarmentados, sin duda, por el combate anterior.

—¡Se diría que tienen miedo! —exclamó Rocco.

—Dejemos que la caravana se adelante antes de disparar sobre ellos. Ahora se dividen en dos grupos.

—Querrán cogemos entre dos fuegos.

—Pues no les dejemos lugar para hacerlo. ¡Adelante! —dijo el marqués—, ¡cortemos el camino del primer grupo!

En efecto: los bandidos se habían dividido en dos pelotones. El primero se dirigía hacia el oasis para entretener a los tres viajeros, y el otro se encaminaba hacia el Este para sorprender, sin duda a la caravana.

—¡Rocco —exclamó el marqués, que había adivinado la maniobra—, ve a unirte con Ester, y no la abandones hasta nuestra llegada!

—¿Y vos?

—Cubriremos la retirada lo mejor que podamos.

—¡Contad conmigo!

El coloso lanzó su mahari en medio de las palmeras y desapareció entre los árboles.

—¡Y ahora nosotros, Ben! —añadió el marqués.

Se volvió y pudo ver que la caravana se había internado en el desierto, avanzando rápidamente hacia el Sur.

—¿Sobre quién disparamos? —preguntó Ben.

—Sobre el pelotón que trata de dar la vuelta al oasis.

—Estoy pronto a comenzar.

Espolearon los caballos y atravesaron el oasis de Occidente a Oriente en el momento en que el pelotón de los bandidos pasaba por delante de ellos a doscientos cincuenta metros.

Detuvieron los caballos, bajaron de la silla, y, apoyándose en el tronco de unas palmeras, hicieron fuego simultáneamente.

Un mahari y un tuareg cayeron, entre el griterío furioso de la banda.

A la primera descarga siguió otra, y después otra, derribando dos animales más y un jinete.

—¡Cinco blancos en seis tiros! ¡Admirable! —gritó el marqués.

Los bandidos, aterrados, se arrojaron en medio de las dunas y abandonaron sus cabalgaduras.

—¡Ya hemos detenido a éstos! —exclamó Ben.

—¡Pero no a los otros! —repuso el marqués.

El segundo pelotón, encontrando el camino libre, había avanzado velozmente y ocupó las márgenes del oasis.

Algunos disparos resonaron entonces.

—¡Diablo! —exclamó el marqués—. ¡Nos disparan!

En efecto; algunas balas pasaron silbando por encima de ellos.

Ben y el marqués saltaron sobre sus caballos y partieron al galope.

Al verlos huir, los bandidos empezaron a perseguirlos.

El marqués y Ben, atravesando de nuevo el oasis en toda su extensión, se lanzaron entre las dunas de arena.

La caravana había recorrido ya dos millas y continuaba adelante.

—¡Tratemos de mantenerlos a distancia! —dijo el marqués refrenando su caballo.

—Sí; todo lo que podamos.

—¡A ver si podemos desmontarlos!

Los bandidos se habían reunido de nuevo, y excitaban a sus maharis para perseguir a los fugitivos.

—¡A ellos! —rugió el marqués.

—¿A los hombres o a los animales?

—¡Prefiero a los animales! ¡El tuareg desmontado es como un gaucho argentino sin caballo!

Bastaron diez segundos a aquellos diestros tiradores para desmontar a tres hombres.

El marqués se disponía a reanudar el fuego cuando su caballo se encabritó bruscamente lanzando un relincho de dolor; luego cayó sobre las rodillas y arrojó de la silla al jinete.

—¡Marqués! —exclamó Ben espantado.

—¡No es nada! ¡Han herido solamente al caballo!

Arrojó una mirada furiosa sobre los tuaregs. El bandido que le había mandado aquella bala estaba erguido sobre el mahari, con el fusil humeante todavía.

—¡Me las pagarás! —gritó el corso; y echándose la escopeta a la cara, hizo fuego.

El jinete se desplomó en tierra.

—¡Subid a mi caballo, y reunámonos con la caravana! —exclamó Ben—. ¡Pronto; los tuaregs se acercan al galope!

El corso dio un salto y se agarro a Ben. Juntos partieron al galope, mientras los bandidos, furiosos al ver que de nuevo se les escapaba la presa, lanzaban a espaldas de los fugitivos blasfemias y amenazas terribles.