LA MASACRE DEL SAHARA
Una hora después todos los individuos de la caravana, sentados en un tapiz, paladeaban la deliciosa carne del ave gigantesca, primorosamente asada por Rocco.
—Marqués —dijo Ester en el momento en que El-Haggar servía el café—, ahora venga esa historia.
—¿Cuál?
—La de la matanza de la expedición de la señora Tinné.
—¡Ah, sí! ¡La había olvidado! Pues bien, amigos míos; se trata de una tragedia espantosa. Se puede asegurar que las arenas del Sahara están bañadas con sangre de europeos, pues pocos son los que han atravesado el desierto sin sufrir algún daño. La señora Tinné ha sido una de las primeras víctimas. Bella, rica y joven aún, fue acometida por la pasión de los viajes. Antes de internarse en este desierto, ya había viajado por el Nilo y explorado regiones desconocidas. En 1869, encontrándose en la regencia de Trípoli, organizaba una caravana con el propósito de atravesar el desierto y llegar hasta el lago Tschad. Había tomado a su servicio dos marineros holandeses fidelísimos, cinco mujeres, tres esclavos libertos el tunecino Mohamed el Kebir…
—¡Un traidor! —replicó El-Haggar interrumpiéndole.
—Cierto: y dos individuos que habían servido en el ejército argelino; ¿no es verdad?
—Sí, señor; y yo iba como guía.
—La señora Tinné se había proporcionado recomendaciones para los jefes de los tuaregs, a fin de no encontrar obstáculos por parte de aquellos audaces bandidos. También contaba con la protección de un jefe de la tribu de los gharbis. La valerosa dama llegó felizmente hasta el oasis de Gharbi; pero allí se vio abandonado por dicho jefe y confiada a la protección de un marabut llamado Hag-Amed. Poco después se incorporaban a la caravana ocho tuaregs, que, según decían, habían recibido la orden de escoltarla. La Tinné, que no sospechaba una traición, aceptó la escolta, y reanudó la marcha con veintisiete árabes y otros tanto camellos; una fuerza imponente que hubiera podido infundir temor a los bandidos si todos aquellos hombres hubieran sido fieles. Al tercer día de viaje los tuaregs de la escolta, aún cuando habían recibido ricos regalos, comenzaron a mostrarse exigentes y a adoptar una actitud amenazadora. Ya se habían puesto de acuerdo con el tunecino para robarla. Animados por la complicidad de aquel miserable, pidieron a la viajera una crecida suma, amenazando, en caso de negársela, con abandonar a la caravana en el desierto. ¿No es así El-Haggar?
—Sí, señor —respondió este—; así es.
—El tunecino, alma vil y perversa, se había puesto de acuerdo con ellos. La Tinné, mujer resuelta y enérgica, se negó a aceptar semejante pretensión. No obstante, y temiendo cualquier sorpresa, hizo al jefe de los tuaregs un regalo de valor. Al día siguiente los camelleros, que acaso estaban de acuerdo con los bandidos, comenzaron a dar señales de insubordinación, negándose primero a partir, y destrozando después alguno odres. La Tinné sospechaba quizás algo, porque se supo que tenía el proyecto de volver a Murgest; pero el infame tunecino fue tan hábil que consiguió tranquilizarla para continuar la marcha hacia el Sur. El primero de agosto estaban ya en el valle del Aberdisciuk, lejos de los oasis habitados. Después de una noche tranquila, la Tinné había dado orden de levantar las tiendas y de cargar los camellos. Esta debía de ser la última orden suya, pues su muerte estaba ya acordada entre los tuaregs y el tunecino. Ya estaban para ponerse en marcha, cuando surgió una viva disputa entre dos camelleros por la carga de los equipajes. Uno de los dos marineros holandeses quiso interponerse entre ellos para pacificarlos, y un tuareg se lanzó entonces contra el desgraciado con la lanza enarbolada, gritándole:
—¿Quién eres tú para mezclarte en un cuestión entre musulmanes?
Y le descargó sobre la nuca un terrible golpe que le destrozó el cráneo. El compañero del holandés, Ari Jacobs, que se encontraba ya a caballo se lanzó hacia el asesino, tratando de agarrar el fusil que había puesto sobre la silla; pero antes que pudiera hacer uso de él caía a su vez atravesado de un lanzazo. A los gritos de las mujeres, la señora Tinné salió de la tienda, preguntando lo que sucedía. Los tuaregs y los camelleros se habían precipitado ya sobre las cajas para saquearlas, mientras los libertos huían cobardemente. Pronto comprendió la señora Tinné que su última hora estaba cercana; pero aún trató de imponerse a aquellos miserables. Un árabe, un tal Haman, de la tribu de los Busef, le descargó sobre la cabeza una terrible cuchillada con el yatagán, haciéndola caer al suelo desvanecida y ensangrentada. Pocas horas después la infeliz expiraba sin recibir socorro alguno, en tanto que sus riquezas pasaban a poder de los tuaregs. ¿No fue así, El-Haggar?
—Sí, señor.
—¿Y tú no la defendiste? —preguntó Ester con indignación.
—Yo había caído herido de un lanzazo. Cuando volví en mí, la señora Tinné estaba ya muerta.
—¿Y permaneció impune ese asesinato infame? —preguntó Ben.
—Fueron arrestados los criados solamente. Así es que el doctor Bary encontró más tarde al matador de la señora Tinné en el oasis de Ghaty le oyó jactarse de aquel delito.
—¿Y el tunecino?
—De ese miserable no se volvió a saber nada.
—Pues hicimos bien —dijo Rocco— en dar esa severa lección a los tuaregs. Acaso alguno de ellos haya tomado parte en la matanza de la expedición Flatters, y…
Rocco se había interrumpido bruscamente. Sus miradas se encontraron con las de El-Melah, que brillaban siniestramente.
—¿Por qué me miras así? —le preguntó.
Todos se volvieron hacia el sahariense.
—¡No es nada! —replicó éste—. Al oír esas historias sangrientas, he experimentado una impresión horrible.
—Lo comprendo —añadió el marqués—. Has presenciado hace poco horrores semejantes.
—Es cierto, señor. Voy a reposar, si me lo permitís.
Y se retiró.
A las tres de la mañana, después de un descanso de seis horas, el marqués dio la orden de marcha. Durante la noche ninguna alarma había turbado su sueño.
A las cuatro la caravana se ponía de nuevo en marcha después de un ligero desayuno, descendiendo por una hondonada que en tiempo antiquísimo debía de haber constituido el fondo de un enorme lago salobre, a juzgar por la cantidad de sal que se veía entre las arenas.
Todas las señales demostraban que los pozos del Marabut no debían de hallarse lejos.
De vez en cuando se veían huir a lo lejos bandadas de avestruces. También solía mostrarse alguna que otra hiena manchada, que se escondía cautamente en busca de su presa. A mediodía El-Haggar señaló una línea de palmeras que se destacaba vivamente sobre el purísimo horizonte.
—¡El oasis! —gritó con alegría.
—Ben —dijo el marqués—, precedamos a la caravana; ¡tengo ansia de gozar de un poco de sombra y de beber un buen vaso de agua!
Espolearon a los caballos y los lanzaron al galope.
El efecto que producía aquel oasis en medio de las arenas era tan maravilloso, que el marqués se creía víctima de una ilusión de espejismo.
—Se diría que este oasis es una isla perdida en el desierto —dijo a Ben.
—Y poblada —respondió éste—; veo muchos camellos en medio de aquellas plantas.
—Será alguna caravana.
—O los tuaregs —replicó Ben.
Este no se había engañado. Muchos camellos y maharis, montados por hombres vestidos con amplios kaiks, se habían adelantado hacia los límites del oasis.
Pero no debían de ser los que los habían seguido, porque eran en número tres veces mayor y estaban armados de lanzas en su inmensa mayoría. También los hombres de la caravana habían advertido la presencia de aquellos extranjeros. En tanto, Rocco y El-Haggar corrían en ayuda del marqués y Ben.
—Señores —dijo el guía—, los tuaregs han ocupado los pozos y no nos permitirán beber sin pagar una tasa.
En aquel momento diez tuaregs, precedidos por un hombre de alta estatura que llevaba un turbante verde, un jefe, sin duda, avanzaban con las lanzas en la mano.
Cuando llegaron a unos cien pasos del marqués, el hombre del turbante verde saludó con un:
—¡Salam alikum! (¡La paz sea con vosotros!).
Y luego añadió:
—Los pozos están en nuestro poder, y nos pertenecen por ahora. ¿Qué buscáis aquí, hijos de Marruecos?
—Estamos sedientos, y deseamos beber —respondió El-Haggar—. El agua del desierto pertenece a todos, y los pozos han sido construidos por nuestros padres.
—Vuestros padres los han abandonado a los tuaregs, y nosotros los hemos ocupado. ¿Queréis beber? Sea; pero pagaréis el agua.
—¿Qué precio quieres?
—Vuestras armas y la mitad de vuestros camellos.
—¡Ladrón! —gritó el marqués, que ya no podía contener su furia—. ¡He aquí mi respuesta!
Con rápido ademán se había echado la carabina a la cara, apuntando al jefe.
Ya estaba a punto de salir el tiro, cuando El-Melah se precipitó hacia adelante gritando:
—¡Amr-el-Bekr!, ¿no me conoces ya? ¡Paz! ¡Paz!