LOS BANDIDOS DEL SAHARA
Dos razas igualmente feroces y ladronas se disputan el imperio del Sahara: los tibbus y los tuaregs.
Los primeros habitan la parte meridional y oriental del desierto y son un poco menos crueles que los segundos, aunque no por eso deja de ser peligrosos para las caravanas; suelen recurrir más a la astucia que a la violencia para robar.
Dotados de una agilidad extrema, se esconden durante días enteros entre la arena, esperando que algún camello se desbande para aligerarlo en el acto de su carga, o que los camelleros se duerman para saquearlos por completo.
Los tuaregs son los verdaderos piratas del desierto y pueden considerarse como los bandidos más audaces del mundo entero.
Belicosos y crueles hasta la exageración, están siempre en guerra contra todos, esparciendo el terror desde los confines del Sudan hasta las fronteras de Argelia y Marruecos.
Jinetes infatigables, recorren con sus maharis distancias inauditas, espiando siempre el paso de las caravanas.
Conociendo ya con quién tenían que habérselas, el marqués dijo, volviéndose hacia Ben y Rocco:
—Hasta que no quede ni uno, no cesarán de atacamos. Por fortuna, son pocos, y tenemos buenas armas.
Después de los primeros disparos los bandidos se habían vuelto más prudentes, y procuraban mantenerse fuera del alcance de las terribles armas que llevaban los viajeros.
—¿Vuelvo a comenzar el fuego? —preguntó Rocco.
—¡Aguarda! Procuremos desmontarlos. Los camellos presentan mejor blanco. ¡A vos os toca hacer fuego ahora, Ben!
El judío detuvo el caballo, y apuntó lentamente al mahari que iba a la cabeza del pelotón.
Apenas había resonado la detonación, cuando el animal cayó bruscamente sobre las rodillas, lanzando en tierra a su jinete.
—¡Soberbio blanco! —exclamó el marqués.
Viendo caer al camello, los bandidos lanzaron rugidos feroces.
—¡A ti te toca ahora, Rocco!
—¡Estoy pronto!
—¡Disparemos a la vez! ¡Tu al mahari de la derecha; yo, al de la izquierda! ¡Atención! ¡Fuego!
Los dos disparos produjeron una sola detonación. El camello de la derecha cayó de golpe: el que había herido el marqués continuó su carrera; pero a unos doce pasos se desplomó, haciendo dar a su jinete un verdadero salto mortal.
Los tuaregs redoblaron sus maldiciones.
—¡Cristianos malditos! —decían—. ¡Qué el sol del desierto calcine vuestros cuerpos y que los buitres os coman!
Uno de ellos, más alto que los otros y que montaba un mahari oscuro, se lanzó hacia adelante blandiendo su fusil y gritando:
—¡Juro por el Corán que tendré vuestra cabeza, malditos infieles!
—¡Y yo tu mahari por ahora! —respondió el marqués arrancando a Ben la carabina que ya estaba cargada—. ¡Toma, bandido!
Disparó apenas terminada la frase, y a su vez el cuarto mahari caía en tierra agitando convulsivamente las patas, mientras el jinete, desmontado juraba como un demonio.
Aquella maravillosa precisión de tiro acabó por producir en los valerosos bandidos una impresión extraordinaria.
Comprendiendo que la lucha era del todo imposible y que iban a perder todas sus cabalgaduras, los tuaregs hicieron una rápida retirada, emprendiendo la carrera hacia el Sur.
—¡Parece que han renunciado a su propósito! —dijo el marqués.
—¡No lo creáis, marqués! —replicó Ben—. Mientras quede uno solo en pie, no nos dejarán tranquilos. Volverán en cuanto hayan enterrado a su compañero.
—Acaso vayan en busca de auxilio —añadió Rocco.
—Pues dejémoslos correr, y acerquémonos a la caravana. Avanzaremos a marchas forzadas para llegar a los pozos del Marabut.
Dicho esto espolearon los caballos, y en pocos momentos alcanzaron a la caravana, que había continuado su marcha hacia el Sur.
En la retaguardia encontraron a Ester con la carabina en la mano, dispuesta a luchar contra los bandidos si fuera necesario.
Por el contrario, los dos beduinos y El-Melah estaban muertos de miedo.
—¿Volverán esos bandidos? —preguntó Ester—. Me enojaba permanecer aquí sin hacer nada mientras exponíais la vida.
—No os faltarán ocasiones para emplear vuestra carabina —dijo el marqués mirándola con asombro—. ¡Cuántos hombres envidiarían vuestro valor!
—Si vos lo decís, voy a tener que creerlo —replicó la judía riendo.
—Señor marqués —dijo acercándose El-Haggar—, es necesario partir sin perder tiempo. Esos tuaregs no tardarán en volver con otros compañeros, y son terribles en sus venganzas. No ha sido oportuno hostilizarlos.
—¿Querríais que me dejase matar como aquellos infelices que vimos ayer?
—No digo eso; pero se podía pactar con ellos. Probablemente, se hubieran dado por satisfechos con una tercer parte de las mercancías.
—¡Yo no tolero imposiciones de nadie! ¡El desierto pertenece a todos!
—¡Bien dicho, marqués! —añadió Ester.
La caravana, que había hecho un ligero descanso, volvió a ponerse en camino a través de aquellas eternas ondulaciones de arena, que parecían no tener fin.
El aspecto de aquella inmensa llanura no variaba: dunas, y siempre dunas por todas partes, entre las cuales se veía de vez en cuando el esqueleto de algún camello.
Ninguna palmera anunciaba la presencia de un pozo, así como tampoco se veía ninguna roca que rompiese la desoladora monotonía de aquel mar de arena.
El marqués y Ben se habían colocado a retaguardia para prevenir cualquier sorpresa, mientras Rocco y El-Haggar marchaban a vanguardia, llevando el fusil delante de la silla.
En cambio, El-Melah había recobrado su puesto al lado del camello montado por Ester.
El sahariense, poco charlatán, como la mayor parte de sus compatriotas, no había dicho a la joven una palabra; pero seguía mirándola continuamente.
Cada vez que la judía le miraba estaba segura de encontrar los ojos negros de El-Melah. En el brillo de aquellas pupilas había algo siniestro; pero la joven no podía quejarse de un hombre que mostraba hacia ella la mayor solicitud, que cogía de las bridas al camello cada vez que el animal se metía entre las dunas, y le guiaba con prudencia para que no diera un mal paso.
Nunca, sin embargo, salía de sus labios una palabra, ni se dibujaba en su rostro una sonrisa.
Ester había concluido por creerle un poco loco.
—El terror que ha experimentado durante su larga agonía debe de haberle trastornado el cerebro —había pensado la joven—, ¡dejémosle que me mire!
Pero de pronto tuvo un movimiento de temor: el marqués se había acercado a ella, y entonces El-Melah le lanzó una terrible mirada relampagueante de odio.
Por la noche, concluida aquella larga marcha, la caravana acampó entre dos dunas.
—Poniendo dos centinelas en la cima de las dunas, podemos dormir tranquilamente —dijo el marqués.
—Por lo visto —dijo Ben— los tuaregs se han cansado de perseguimos.
—No lo creáis —replicó El-Haggar—, nos seguirán.
—¿Por qué lo dices?
—Porque los conozco muy bien; como que he sido testigo de la matanza de la expedición de la señora Tinné.
—¿Quién? ¿Tú? —preguntó el marqués atónito.
—Sí, y debí ser muerto entonces.
—¿Quién era esa señora Tinné? —preguntó Ester con curiosidad.
—Una de las más ricas y de las más hermosas jóvenes de Holanda —respondió el marqués.
—¿Y fue asesinada?
—En este desierto. Pero ahora cenemos: después os narraré esa matanza, que conmovió a Europa entera. El-Haggar nos contará pormenores nuevos.
—Si los tuaregs nos dejan tiempo —respondió el aludido, cuya mirada se dirigía hacia el Este.
—¿Se acercan? —preguntó el marqués levantándose vivamente.
—Aún no; pero si una bandada de avestruces, lo cual significa que vienen persiguiéndolos.
—Pues no veo motivo para alarmamos porque huya una bandada de avestruces. ¡Déjalos que huyan!
—Cuando esas aves corren, es que deben de venir perseguidas por los tuaregs.
—¿Estas seguro de ello?
—Lo supongo, señor marqués.
—Pues bien —dijo el marqués con voz tranquila—; por ahora preocupémonos de esos soberbios volátiles: luego pensaremos en los tuaregs.
—¡Voy con vos, marqués! —exclamó Ester.
—¡Y yo también! —dijo Ben.
—¡Y tu Rocco, prepara una buena fogata! ¡Ea, venid; esperaremos emboscados a esos volátiles!
Y el marqués, Ester y Ben se lanzaron en medio de las dunas, apostándose detrás de un montecito de arena, el cual se erguía aislado en medio de la hondonada.
Los avestruces avanzaban en fila, levantando una densa nube de polvo.
Eran una docena, todos hermosísimos y de talla gigantesca, con magníficas plumas rizadas. Los doce avestruces parecían dominados por una viva agitación, pues desfilaban como una tromba dirigiéndose hacia la hondonada, sin que advirtiesen en ella la presencia de los cazadores.
—Están verdaderamente asustados —dijo el marqués, que observaba a los volátiles con viva curiosidad.
—Sí —añadió Ben—; pero no son los tuaregs los que corren detrás de ellos, sino los caracales.
—¡Ah, sí! ¡En efecto; ya los veo! —exclamó el marqués—. ¡Pues voy a darles caza!
Los caracales, llamados también, aunque impropiamente, los linces del desierto, eran unos treinta, y corrían detrás de los avestruces.
Eran bellísimos, de poco más de medio metro de altos, con el cuerpo esbelto, larga cola y orejas anchas.
Estos animales viven con preferencia en el desierto, persiguiendo con audacia increíble a los avestruces y a las gacelas, y haciendo también grandes destrozos en el ganado de los aduares.
Los caracales maniobraban con una rapidez y una precisión asombrosas, tratando de cortar el paso a uno de los avestruces, que parecía el menos robusto.
Le mordían ferozmente las patas, y trataban de alcanzarle el pecho.
—¡Librémosle de los caracales! —dijo el marqués haciendo fuego sobre el más próximo.
El animal dio un agudo chillido y cayó de bruces sobre la arena.
En aquel mismo instante el avestruz, herido por una bala de Ester, caía también.
Al oír aquellos disparos los caracales se detuvieron, miraron las nubecillas de humo producidas por las carabinas, y, bajando la cola, partieron a escape hacia el lugar de donde habían venido.
Entretanto el avestruz, abandonado por sus compañeros, ya lejanos, volvió a levantarse, dio todavía algunos pasos, y cayó de nuevo.
El marqués llegó corriendo hasta el sitio donde había caído, le arrancó un puñado de plumas rizadas, y se lo ofreció a Ester, diciendo con galantería:
—¡A la hermosa cazadora!
—¡Gracias, marqués! —respondió la joven enrojeciendo de placer.
Ben se contentó con sonreír.