CAPÍTULO XVIII

EL-MELAH

Al día siguiente, cuando el marqués salió de la tienda encontró al hombre que había salvado de la muerte sentado en la silla del camello, con los ojos fijos en la bandada de aves de rapiña, que continuaban acudiendo de todas partes al campo de batalla.

—¿Qué tal va? —le preguntó el marqués—. ¡Bien puedes vanagloriarte de tener la piel dura!

—¿Es a vos a quien debo la vida? —preguntó después de unos momentos de silencio.

—Sí; yo te he desenterrado.

—¡Gracias; no lo olvidaré!

Después le miró con más atención, y no sin cierta inquietud le dijo:

—¡Vos no sois árabe!

—¿En qué lo has conocido?

—Por el acento, que denota vuestro origen francés.

—¿Conoces mi lengua nativa?

—Estuve algunos años en Argel —respondió el joven después de un momento de vacilación.

—¿Eres argelino?

—No; de Tuat —replicó vivamente.

—¿Fueron los tuaregs los que destruyeron vuestra caravana?

—Sí, señor; cayeron sobre nosotros de improviso y nos acuchillaron sin piedad.

—¿Y por qué te respetaron a ti?

—No lo sé —replicó con embarazo—. En vez de matarme, me enterraron en la arena. Fue un feroz capricho de su jefe.

—¿De dónde procedía la caravana?

—De Tafilete.

—¿Y se dirigía hacia los pozos del Marabut?

—¿Quién os lo ha dicho? —dijo el sahariense mirándole con sorpresa.

—Y debía llegar a Tombuctu; ¿no es cierto?

—¡Cómo!

—Confiésalo.

—Es verdad.

—¡Era la caravana que yo buscaba! —exclamó el Marqués—. ¡El hombre a quien yo trataba de encontrar habrá muerto!

—¿Qué hombre?

—Un argelino.

—Iban muchos. ¿Cómo se llamaba?

—El-Abiod ¿Le conociste?

El interrogado no pudo contener un movimiento nervioso; pero el marqués no lo advirtió.

—¡El-Abiod!… —dijo por fin—. No he oído hablar de él. ¡Eramos tantos! ¡Estoy muy cansado, señor! ¡Me parece que las dunas giran en torno mío!

—Pues retírate a descansar, y procura recordar si has oído ese nombre.

—Lo procuraré; pero aunque lo recordase, ¿de qué os serviría? Ese hombre habrá muerto con los demás.

—Los tuaregs pueden haberle respetado; debía de contar con amigos entre los asaltantes. ¡Quién sabe! ¡Acaso habrá sido ese miserable quien preparó la sorpresa de la caravana! Y a propósito: ¿cómo te llamas?

—El-Melah, señor —dijo el sahariense con voz apenas perceptible.

Mientras éste se retiraba a la tienda, Rocco y Ben se reunieron con el marqués.

—¡Me parecéis muy preocupado! —le dijo el judío.

El marqués les contó lo que acababa de saber.

—¡El traidor ha muerto! —exclamó Rocco.

—En ese caso, nada podremos saber sobre el paradero del coronel —replicó Ben.

—No nos queda más que hacer una cosa —respondió el marqués—; continuar nuestro camino hacia Tombuctu, para ver si el coronel ha sido conducido a esa ciudad, como se asegura.

—¿Y vendrá en nuestra compañía ese joven? —preguntó Rocco.

—No vamos a dejarle en el desierto.

—Me permitiréis que diga una cosa.

—¿Cuál?

—Que no me gusta su mirada. ¡Le vigilaré!

—¿Cuándo partimos? —preguntó Ben.

—Esta misma noche.

—Antes de partir examinaremos los alrededores —dijo el marqués.

Y dicho esto recorrieron todos aquellos contornos, sin descubrir nada.

Cuando volvieron encontraron al sahariense sentado en el interior de la tienda y mirando con mucha obstinación a Ester. Tan absorto estaba en su contemplación, que ni siquiera vio acercarse al marqués.

Al oír aquella voz el sahariense, se estremeció como un hombre cogido de sorpresa.

En vez de responder, preguntó con entonación casi salvaje:

—¿Es hermana vuestra esa joven?

—No; es hermana de aquel hombre que desciende ahora del caballo.

—¡Es muy hermosa!

—No digo lo contrario.

—¡El sultán de Tombuctu la pagaría a buen precio!

—¿Eres tú quizás un proveedor de carne humana?

—¡Yo! —exclamó El-Melah—, ¡oh; no, señor!

—¿Por qué has dicho, entonces, que el Sultán pagaría cara a esa joven?

—Pensaba en estos momentos en los tuaregs, los cuales venden a ese monarca todas las mujeres de quienes se apoderan. Si supieran que aquí había una tan hermosa, vendrían a robarla. ¡Esa joven es un peligro para vuestra caravana!

—¡Sabríamos defenderla! ¡Nosotros no tenemos miedo a esos bandidos!

Pocos momentos después se servía la comida, durante la cual El-Melah permaneció silencioso y no dejó de mirar a Ester, la cual acabó por notarlo, no sin cierto temor, porque los ojos de aquel hombre tenían siniestros resplandores.

Terminada la comida, el marqués y sus compañeros encendieron las pipas, mientras El-Haggar y los beduinos vigilaban los alrededores.

Pero ninguna alarma turbó la paz del campamento.

A las siete de la tarde el marqués dio la orden de marcha, para alejarse lo más pronto posible del campo de la lucha.

—Haremos una larga marcha —dijo—, porque aun cuando el agua no falte, deseo llegar cuanto antes a los pozos del Marabut.

Ya habían recorrido un buen par de millas en dirección del Sur, cuando el marqués, que iba el último, al volverse para mirar a lo lejos creyó descubrir una forma blanca sobre la cima de un montecillo de arena, y desaparecer en el acto.

—¡Alto, Ben! —dijo—. ¡Me parece que nos siguen!

—¿Quién?

—Quizás los tuaregs. Acabo de ver una forma humana envuelta en una capa blanca, que se ha ocultado detrás de aquel montecillo.

—¿Y qué hacemos?

—Dejemos que la caravana prosiga su marcha, y vamos en busca de ese espía. Tenemos catorce cartuchos y buena puntería.

—¡Pues vamos! ¿Debo advertir a El-Haggar?

—¡Es inútil! Dejémosles continuar su camino.

Como la noche era clarísima, sería fácil descubrir a cualquiera que rondase por allí.

Ambos llegaron a cien pasos de la duna con las armas en la mano.

—Separémonos —dijo el marqués—. Vos daréis vuelta a la duna por la derecha, y yo por la izquierda: de ese modo cogeremos al espía entre dos fuegos.

—¡Alto, marqués! —exclamó Ben deteniendo su caballo.

—¿Habéis visto algo?

—Sí; un objeto brillar sobre la cima de la colina: acaso sea la punta de una lanza o el cañón de un fusil.

—¡Luego no me había engañado!

—No; los tuaregs deben de seguirnos.

—¡Canallas!

—Acerquémonos con prudencia, y demos vuelta a la duna sin separarnos.

Ya se disponían a hacerlo, cuando en la cima se percibieron tres o cuatro fogonazos seguidos de fuertes detonaciones. El caballo del marqués se encabritó, lanzando un relincho de dolor.

—¿Qué sucede? —gritó Ben.

—No es nada: una bala ha herido al caballo en una oreja. ¡Fuego sobre ellos, y adelante!

En aquel momento se vieron aparecer en la cima varios turbantes.

—¡Deteneos, marqués! —gritó Ben.

Doce maharis montados por otros tantos jinetes armados con lanzas y fusiles antiguos habían desembocado por detrás de la duna y se preparaban a cargar sobre los dos imprudentes.

—¡Una emboscada! —exclamó el marqués dejando el revólver e introduciendo un cartucho en la carabina.

Apuntó fríamente al jefe de la fila, e hizo fuego a la distancia de ciento cincuenta pasos.

El tuareg abrió los brazos, dejó caer el fusil y la lanza, y después se desplomó como herido por el rayo.

—¡A escape ahora! —gritó el marqués.

Los bandidos, admirados por aquel tiro tan preciso, se detuvieron un instante, que Ben y el marqués aprovecharon para ponerse fuera del alcance de sus viejos fusiles de chispa.

—¡Fusilémoslos con calma! —dijo el marqués deteniendo la carrera del caballo—. ¡Haremos morder el polvo a alguno más antes de reunimos con la caravana!

—¡Aquí llega Rocco en nuestro auxilio! —gritó Ben.

—¡Pues en retirada, y no ahorremos los cartuchos!

Después de un momento de vacilación los bandidos habían vuelto a emprender la carrera, rugiendo como bestias feroces y blandiendo con furia sus armas.

—¡Los haremos correr un largo trecho! En aquel instante otro tiro resonó en el desierto, y un nuevo tuareg mordía la arena.

Rocco había hecho fuego a más de trescientos pasos, anunciando con aquel soberbio blanco su presencia.