CAPÍTULO XVII

UNA HECATOMBE

Sobre una vasta llanura que se cerraba en forma de embudo, una numerosa caravana yacía sepultada entre la arena.

Hombres, camellos, caballos y asnos, mezclados en espantosa confusión con armas, cajas y barriles, reposaban juntos en el eterno sueño de la muerte.

Un silencio profundo, sólo interrumpido por el graznido de las aves de presa que revoloteaban sobre los cadáveres, reinaba en aquel inmenso cementerio. El sol de luego del desierto comenzaba a descomponer los cadáveres.

—¿Quién ha podido causar tales estragos? —exclamó el marqués con la voz convulsa por el terror.

—¡Los piratas del desierto, señor marqués! —replicó Ben estremeciéndose—. ¡Estos desgraciados han sido sorprendidos por los tuaregs, y destruidos hasta el último! ¡Ved: todo ha sido saqueado por los bandoleros!

—¿Pero cuándo?

—No hace muchas horas.

—¡Ah; qué horrible espectáculo! ¡Huyamos, Ben; huyamos!

—No, señor marqués: acaso la muerte de estos infortunados nos salvará la vida.

—¿Cómo?

—Aquí encontraremos agua: veo infinidad de odres entre la arena, y no todos estarán vacíos.

—¡No tendré valor para poner el pie en este cementerio!

—Mandaremos que vengan a hacerlo los beduinos.

Ya iban a espolear a los caballos cuando en medio de aquella escena de muerte oyeron un grito humano, un grito ronco y desgarrador.

—¡Agua!… ¡A…gua!…

El marqués y Ben se habían detenido.

—¡Un infeliz que vive todavía! —exclamó el marqués.

La propia voz volvió a oírse más desgarradora que antes.

—¡Agua!… ¡Agua!… ¡A…gua!…

—¡Busquemos a ese hombre! —dijo el marqués.

El hedor que exhalaba aquel montón de cadáveres era irresistible. Por todas partes había muertos cubiertos de heridas y con el cuerpo acribillado de lanzazos.

Muchos de ellos habían sido decapitados, pues todo el mundo sabe que tales bandidos tienen la costumbre de colgar las cabezas a la entrada de sus tiendas.

—¡Qué horrible carnicería! —exclamó el marqués—. ¡Esos tuaregs son peores que fieras!

—No hay idea de su ferocidad —añadió Ben.

—¡Agua!… ¡Agua!… —repitió de nuevo la voz con acento tan desesperado que infundía espanto.

En aquel momento habían llegado cerca de una duna, detrás de la cual estaban diez o doce marroquíes tendidos, que debían de haber luchado con desesperación, porque estaban mezclados con algunos tuaregs.

El marqués lanzó una mirada sobre tales horrores, mientras la voz repetía por cuarta vez:

—¡Agua!… ¡Agua!… ¡Agua!…

El marqués y Ben Nartico siguieron hacia adelante, y entonces tropezaron con un espectáculo horroroso.

Un ser vivo todavía, el único superviviente acaso de aquella hecatombe, estaba a un paso de ellos sepultado en la arena hasta el cuello. Delante de él, pero fuera del alcance de sus labios, había un cacharro con agua.

Aquel infeliz, a quien los tuaregs habían condenado al suplicio de Tántalo dejándole morir de sed con el agua delante de los ojos, tenía el rostro espantosamente contraído y las órbitas dilatadas.

Al ver aparecer a los viajeros, sus pupilas, que tenían extraños fulgores, se fijaron en ellos con suprema angustia.

—¡Agua! —gritó.

Aquello ya no era una voz humana, sino el rugido de una fiera.

—¡Desgraciado! —exclamó el marqués— ¿Qué monstruos pudieron imaginar un suplicio tan atroz?

Entrambos se armaron de las corvas cimitarras que habían visto al lado de los cadáveres, y empezaron a remover la arena. Después del último grito, parecía que el enterrado había consumido toda su energía: únicamente sus ojos se dirigieron tenazmente hacia el cacharro del agua.

De pronto, cuando el marqués y Ben casi le habían librado de la arena, el sepultado dio un salto imprevisto y se arrojó sobre el agua, que bebió de un solo trago.

El marqués quiso detenerle; pero era ya demasiado tarde. Al apurar el líquido, el desgraciado cayó al suelo como si le hubiese alcanzado una corriente eléctrica.

—¿Está muerto? —preguntó Ben.

—Acaso no.

El marqués se había inclinado sobre el pobre hombre.

—El corazón late aún —dijo—. Transportémosle al campamento, y tratemos de salvarle.

—¡Aquí habrá agua para todos! —añadió Ben.

El marqués contemplaba al sahariense mientras le llevaban hacia donde estaban los caballos.

Era un hombre de unos treinta años, con la piel bronceada y las facciones regulares.

—O mucho me engaño —dijo—, o este hombre debe de ser argelino.

Apenas llegaron al lugar donde estaban los caballos, cargaron en uno de ellos al moribundo y se apresuraron a regresar al campamento, donde refirieron a sus compañeros el terrible espectáculo que acababan de presenciar. Al propio tiempo les dieron la halagüeña noticia de que había agua en los odres de la caravana.

Levantada la tienda, el marqués, ayudado por Rocco y Ben, abrió los dientes del infeliz desenterrado, y vertió en sus secas fauces algunas golas de coñac. El cuerpo del desgraciado empezó a dar señales de vida.

—¡Este hombre debe de ser de hierro! —dijo el marqués—. Un reposo de algunas horas le aliviará por completo.

Mandó que de vez en cuando se le diese una cucharada de agua.

Al salir acompañado de Ester, vio a los dos beduinos y al moro, que iban cargados con odres repletos de agua.

—¡Bebed —les gritó El-Haggar—; allá abajo hay agua en abundancia!

—¿Has podido reconocer a alguno entre los muertos?

—A ninguno.

—¿Crees que los tuaregs se habrán alejado?

—Lo supongo. Deben de tener mucha prisa por poner en salvo su presa; pero también es posible que vuelvan a recoger lo que resta.

—Entonces, no debemos detenernos aquí.

—¿Y el hombre que habéis recogido?

—Le ataremos sobre un camello.

—Yo le cederé el mío para que pueda ir tendido.

—¿Queda allí más provisión de agua?

—Sí, señor.

—¡Pues vamos a recogerla! —dijo Rocco.