EL TORMENTO DE LA SED
Si el marqués y Ester acababan de pasar momentos terribles, no menos angustiosos habían sido los de Rocco y Ben, que, además de estar enterrados en la arena, corrieron el riesgo de ser devorados por los leones.
Separados ambos de sus compañeros, se confiaron como ellos a la sagacidad del mahari, que también los condujo a la caverna de que se ha hablado.
Aquel refugio era mucho más amplio que el que habían encontrado el marqués y Ester. A juzgar por la cantidad de huesos que se veían en el suelo, parecía que debió de haber servido de guarida a las fieras.
Apenas entraron dentro de la cueva, oyeron en el exterior los lamentos del mahari y los rugidos de los leones. Por un momento se consideraron perdidos, pues en la precipitación de la fuga se habían olvidado de recoger sus armas.
Por fortuna suya, las paredes de la caverna estaban surcadas por enormes grietas, y en un ángulo de ellas descubrieron una plataforma que se alzaba hasta la bóveda, donde se encaramaron ambos.
Un momento después los leones y los antílopes entraron huyendo del simoun. Tan atemorizados estaban los primeros, que ni pensaron siquiera en asaltar a los hombres ni a los corredores del desierto.
Aquella situación angustiosa se prolongó para los fugitivos hasta la llegada del marqués.
Solamente después de estar en campo raso los leones se acordaron de su primitiva ferocidad.
—Os aseguro, marqués —dijo Ben—, que no he experimentado nunca momentos más horrorosos.
—Ni yo tampoco —añadió el hércules.
—¡Por fortuna, ya estamos libres de todo riesgo! —dijo el marqués alegremente.
—¡No de todos! —replicó el moro.
—¿Por qué? ¿Todavía nos amenaza algún peligro?
—¡Y el más grave!
—¿Qué queréis decir?
—Que el simoun ha evaporado casi toda el agua de los odres, y que dentro de pocos días tendremos que habérnoslas con la sed.
—¿Estás cierto?
—Si; acababa de verlos cuando llegasteis.
—Nosotros tenemos dos casi intactos.
—¡Pobre recurso en este desierto abrasador!
—¡Acabarás por espantarme!
—Os pinto la situación tal cual es.
—¿No hay pozos en las cercanías?
—Los de La Gedea, hacia el Oeste; pero se encuentran casi tan distantes como los del Marabut.
—Pues prefiero seguir hacia el Sur —dijo el marqués—. Economizaremos el gasto de agua todo lo posible.
—Entonces, partamos en el acto: una hora perdida puede ser fatal —replicó el moro.
Examinaron los odres, y todos pudieron convencerse de que El-Haggar no había exagerado el peligro.
Con tan tristes impresiones se pusieron en marcha.
Ester había vuelto a ocupar su puesto en el camello, y Ben, Rocco y el marqués los suyos en los caballos.
El desierto, aun en el sur de los peñascos, había sido espantosamente removido por el simoun, pues todos aquellos contornos eran un laberinto de dunas y surcos gigantescos que parecían abiertos por titanes.
—¡El simoun es un verdadero azote! —exclamó el marqués contemplando tristemente los terribles efectos del huracán.
—Más grave riesgo nos amenaza —dijo Ben.
—Reduciremos la ración de agua al último límite.
—El agua no bastará.
—Beberemos la sangre de nuestras bestias; pero seguiremos adelante: ¡nadie dejará de tener ánimo!
—¿Olvidáis que va una mujer en nuestra compañía?
—¡Ah, sí; vuestra hermana! Pero tiene una energía poco común, y, además, los últimos sorbos de agua serán para ella.
—Los beduinos no lo consentirían: en el desierto, la ración de agua es igual para todos.
—¡Pues si se oponen, yo los haré entrar en razón con dos puñetazos! —rugió Rocco, que escuchaba el diálogo.
—No creo que se atrevan a tanto.
Mientras cambiaban estas palabras la caravana continuaba avanzando bajo una verdadera lluvia de fuego.
Una vez calmado el simoun, el cielo había recobrado su pureza, y el sol lanzaba perpendicularmente sus rayos, abrasando las arenas.
Aquel calor de fuego, que daba a la atmósfera una elasticidad extraordinaria, unido a la calma que reinaba en aquella llanura sin límites y a la refracción de la luz en aquel océano deslumbrante, producían frecuentes ilusiones de óptica, las cuales hacían latir de esperanza el corazón de los dos europeos, todavía no acostumbrados a los engaños del desierto. Cuando menos esperaban surgían delante de sus ojos maravillosos bosques verdeantes, inmensos canales de agua transparente y fuentes con surtidores enormes. Pero ¡ay!, todo esto no era mas que una simple ilusión; el espejismo, que tantos embustes finge a los extranjeros.
Todo el mundo sabe que tales fenómenos son muy comunes en los desiertos, y más especialmente en el de Sahara. El espejismo es debido a la gran temperatura del suelo, a la desigual densidad de las capas de aire, y también a la refracción de los rayos luminosos.
No obstante, tan terribles desilusiones para personas ya acometidas por la sed producen en ellas accesos de verdadera locura.
Por la noche la caravana se vio obligada a detenerse en torno de una duna.
En presencia de todos abrió el marqués un recipiente de agua y dio a cada cual su ración que consistía en un vaso solamente.
Atando el odre, dijo luego con resolución:
—¡Advierto que a cualquiera que toque el odre sin mi permiso le mataré como a un perro!
La cena no pudo ser más triste ni más frugal.
Terminada la comida, todo el mundo se tendió sobre los tapices, tratando de engañar la sed con la pipa.
Una tranquilidad absoluta reinaba en el desierto Ningún rumor se oía, ningún hálito de viento soplaba en aquellos desiertos. Era la calma, la gran calma del Sahara, que infunde en los viajeros un sentimiento de bienestar acompañado de tristeza.
Se siente con fuerza extraordinaria el aislamiento, la inmensidad, el terror de lo desconocido.
En tanto, la luna se elevaba en el cielo con un resplandor centelleante en medio de miríadas de estrellas. Sus azules rayos se reflejaban vagamente en la arena, la cual tenía extraños fulgores: el astro parecía bogar en un lago enorme, sin límites.
El marqués miraba atónito tales maravillas al lado de Ester.
—¡Qué noche! —dijo—. ¿Dónde es posible ver otra semejante? ¡Es preciso venir al desierto para gozar tales encantos!
—También vos empezáis a amar este desierto; ¿no es verdad, marqués? —preguntó Ester.
—Sí; casi envidio la existencia de los bandoleros del Sahara.
Y, no obstante, la muerte nos amenaza. Acaso dentro de ocho días no estemos vivos.
—Nosotros, quizás; pero vos, no.
—¿Por qué decís eso?
—Porque reservaremos para vos los últimos sorbos de agua.
—¡No aceptaré semejante sacrificio!
—¿Y quién me impedirá daros mi parte? Rocco y yo hemos guardado unas gotas para vos.
—Mi ración ha sido suficiente —dijo la judía con voz dulce—, no quiero privaros de una sola gota.
—¡Aceptad, Ester!
La tentación era irresistible. La pobre judía, aunque tenía el supremo heroísmo de rehusar, sentía que la garganta se le abrasaba.
—¡No, marqués, no! —dijo.
Con rápido ademán, el marqués le acercó el frasco a los labios.
—¡Gracias! —dijo.
Y al decir esto se dejó caer en el tapiz, presa de una especie de estupor.
Después de haber dado una vuelta por el campamento, el marqués se tendió a pocos pasos de la joven.
A media noche, la caravana se puso en marcha.
Atravesaba entonces una parte del desierto muy frecuentada generalmente: era la vía de los mercaderes bereberes, y por todos lados se veían lúgubres huellas.
Largas filas de esqueletos flanqueaban el camino: esqueletos de camellos, de caballos, de asnos y de hombres que el simoun había desenterrado.
Aquella marcha fue de las más terribles, porque se prolongó hasta las once de la mañana.
Cuando se detuvieron, todos estaban muertos de sed.
—¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! —era el grito que salía de todas las bocas.
—¡Ese licor es la vida! —dijo el marqués—. ¡Hasta la noche no tomaremos una gota! ¡Yo debo responder de la existencia de todos!
Y al decir esto pensaba con angustia infinita en los terribles sufrimientos de Ester.
Hacia las cuatro, cuando el calor comenzaba a decrecer un poco, la caravana volvió a ponerse en camino.
El marqués, que comenzaba a desconfiar de los dos beduinos, se había puesto a la cabeza del convoy para vigilar el agua, encargando a Rocco que hiciera fuego sobre ellos si se acercaban a los camellos que la conducían.
—Si el miedo no los hubiera contenido, probablemente la caravana no tendría ya ni una gota de agua que llevarse a la boca.
—¡Estemos en guardia! —dijo Ben viendo a los dos beduinos lanzar miradas ansiosas a los dos camellos que conducían los odres—. ¡Esos fraguan algún complot; no me cabe duda!
—Haremos guardia por turno —replicó el marqués.
—¡Son capaces de huir con la provisión!
—¡No irían muy lejos!
El marqués se preparaba a dar la orden de descanso cuando su atención fue atraída por una bandada inmensa de aves de rapiña, la cual subía y bajaba en el espacio con un griterío ensordecedor.
—¿Qué hay allá abajo? —se preguntó deteniendo el caballo.
—Algún motivo muy extraordinario debe de haber juntado a esas aves en el desierto.
—Si vos veis las aves, yo siento un hedor horrendo —añadió Rocco olfateando el aire—. Se diría que detrás de aquellas dunas están pudriéndose infinidad de animales.
—¿Alguna fechoría de los ladrones del desierto? —dijo el marqués palideciendo.
—O alguna caravana muerta de sed —replicó Ben.
—Rocco, continúa al cuidado de la provisión de agua mientras Ben y yo vamos a ver lo que es eso —dijo el marqués.
Hizo detener a la caravana y se lanzó al galope en dirección del lugar donde descendían las aves de presa. Pasada la última duna, un horrible espectáculo se ofreció a sus ojos.